domingo, 10 de enero de 2010

La Perfecta Iniciación

"LA LEYENDA DE AKAMÓN"

LA PERFECTA INICIACIÓN


Por Ricardo Daulah

























—ÍNDICE—




Las primeras palabras del sabio al príncipe 3

El Gran Discurso al Rey

(Primer día) La Leyenda del Oasis Perdido 21
(Primera noche) El Cuento de la Melodía más Bella 37

(Segundo día) La historia de amor del joven y la estrella 51
(Segunda noche) El gran perdón del rey al sabio 65

(Tercer día) La aventura del náufrago perdido 87
(Tercera noche) El relato del príncipe bárbaro 103

(Último día) El hombre que buscaba el tesoro escondido 169

Fin del Gran Discurso al Rey 276















"Si rindes culto al Honor, al Amor y a la Libertad..."

El joven príncipe que acababa de ser coronado gran rey de un reino en la Tierra —en el que las tribus regidas desde la gran aldea aún se mantenían en la ignoran¬cia— se puso a reflexionar pese al dolor que sentía por la cercana muerte de su padre, que fue un soberano digno en los territorios donde rigió con jus¬ticia hasta su último día, pero con la tristeza en el corazón de no po¬der evitar el caos que, a menudo, se desataba entre los habitantes de su territorio a causa de tres plagas cícli¬cas: El odio racial entre las tribus ganaderas del norte y las tribus campesinas del sur, el trato desleal de los comerciantes del oeste hacia los artesanos del este y el afán guerrero de los jinetes del desierto, solitarios nó¬ma¬das que vivían libres, morando aquí y allá, a la sombra de los oasis, vestidos de blanco cuando estaban en paz con las tribus, de negro cuando los acosaban —blandían entonces sus espadas de media luna— y, siempre, es¬condidos de todo y de todos, errantes por las dunas que rodeaban majestuosas e interminables las aldeas de aquel gran reino.
El joven rey se puso a reflexionar profundamente porque sentía como una gran responsabilidad hacerse cargo del trono tan pronto, tras la tem¬prana muerte de su padre. Pero, después de tres semanas, se dio cuenta de que ne¬cesitaba ayuda para poder intuir más lejos, más allá aún de lo que le permi¬tía su mente, que reco¬noció limitada por los cinco sen¬ti¬dos fí¬si¬cos, los cuales le mos¬traban la reali¬dad del reino —tal como había concluido— tan sólo de una misma ma¬nera.
Por eso decidió invitar a los siete grandes sa¬bios a su palacio, pro¬venientes cada uno de las siete tribus que existían en su reino, que daba a los pue¬blos ricos que co¬merciaban con piedras precio¬sas por el oeste, a los pobla¬dos pobres de los que trabajaban la tie¬rra por el este, al gran océano azul por el norte y al misterioso mundo desco¬nocido por el sur, por donde tan sólo ciertos héroes del pasado se habían atrevido a aventu¬rarse —rela¬taban las antiguas leyendas— para nunca más saberse nada de ellos tras atravesar la gran lí¬nea del horizonte que, ciertamente, unía allí, en una franja misteriosa, los cielos y la tierra.
El joven monarca recién coronado convocó a los siete venerables ancianos y, en el tercer amanecer des¬pués de que llegaran a pala¬cio, los reunió en la gran sala del trono real. Allí, todos se sentaron en cír¬culo perfecto a su alrededor y, sobre coloridas al¬fom¬bras provenientes de las mesetas más altas del gran reino de La Asiática, los que fueron sus maestros cuando él era un niño cerraron los ojos y lo invi¬taron en silencio a meditar con ellos para, antes que nada, honrar al sol de la mañana.
Después apareció Anaíria, la hija adoptada del ante¬rior rey, quien trajo una infusión de yerbas del de¬sierto, que sus asistentas, delicadamente, sirvieron a todos en finas tacitas de porcelana celeste.
Akamón, el nuevo monarca, miró entonces hacia los grandes sa¬bios que lo rodeaban y les preguntó con ojos serenos y con voz pausada:
—Decidme, os lo suplico, ¿qué hace un buen rey para ser justo con su reino? ¿Cómo se trae ar¬monía allí donde sólo hay desor¬den? Una armonía que imi¬tara La Naturaleza que se contempla en los oasis del gran desierto que se pierde hacia el misterioso mundo del sur, o aquélla de las selvas que van a dar al gran océano por el norte.
Yo, grandes sabios, tengo que gobernar ya que mi pa¬dre ha muerto. Pero el dolor por esta desaparición y las dudas que me hace sentir el compren¬der que hay de¬sorden im¬pe¬rando aquí y allá, en mi reino, me blo¬quean el pensamiento antes de ir a gobernar desde le¬yes justas y me bloquean el corazón an¬tes de ponerme a ser un buen gobernante.
Por eso os he convocado aquí, en la sala principal de mi palacio, para preguntaros si conocéis algún gran se¬creto para que yo, Akamón, sea recordado un día como un buen soberano de mí mismo y un justo rey de mi reino.
Porque, si lo conocéis, grandes maestros, yo quiero sa¬berlo y yo querré apli¬carlo.
Los siete nobles ancianos suspiraron al mismo tiempo, y el rey llegó a alarmarse porque dio en pensar que, desgraciadamente, tampoco ellos iban a conocer la respuesta a lo que le in¬quie¬taba. Hasta el clima se nu¬bló y se enfrió súbi¬ta¬mente, fuera de pa¬lacio, cuando la duda y la desazón anidaron en el corazón del joven rey.
Pero, tras un tiempo de gran si¬len¬cio en el que los sa¬bios oraron, se levantó fi¬nal¬mente el más anciano, alto y delgado de entre ellos. Era un hombre de mi¬rada viva pese a la profunda vejez de su ros¬tro, que de¬lataba que muy bien podía haber traspasado los ciento un años. (Las leyendas que el príncipe había co¬no¬cido cuando era un niño relataban que, en un reino de las montañas lejanas, existía una raza de hombres que ven¬cían al paso del tiempo y que, de un modo mágico, se perpe¬tuaban a volun¬tad sobre la faz del mundo).
El noble sabio que se levantó ante el rey vestía una túnica blanca, sujeta a su talle por un cinto de esparto del que pendía un saquito de terciopelo azul, que bri¬llaba titilantemente al refle¬jar la luz de la mañana de aquel día dedicado a la reflexión en el gran palacio del nuevo rey.
Y aquél que acababa de levantarse para hablar de pie al joven rey recién coronado, aquél que era el más viejo de entre los sabios, miró profundamente a los ojos del noble monarca. Parecía buscar un punto de luz espe¬cial en las pupi¬las verdiesmeraldas del que había de¬jado de ser príncipe, y permane¬ció así du¬rante siete horas mientras parecía todo el tiempo que fuera a salir de sí mismo y ponerse a hablar en cualquier ins¬tante.
A la hora séptima, el gran sabio levantado habló. Cuando menos nadie lo esperaba, dijo con voz firme:
—Akamón, no comas lo que te están trayendo tus sir¬vientes. No comas nada, mi rey, del mismo modo que yo tampoco lo hago, de pie aquí, ante ti. Bebe; sólo bebe, y espera vacío la respuesta a tu noble pregunta, si aún la pre¬tendes alcanzar fuera de ti —Luego, el vene¬rable añadió: —Toma, si lo quieres, infusiones de las yerbas del de¬sierto que, con tanta dulzura, nos trae la bella Anaíria. Esas yerbas te uni¬rán a su na¬turaleza y así conoce¬rás lo que el gran desierto oculta a los hom¬bres...
Y, tras ésto, se produjo de nuevo un gran silencio en la sala. El rey estaba expectante. Quería aquella respuesta. La quería como nada más en el mundo. Por eso se mantuvo a la espera con paciencia real, sí. Pero, para su asombro, el gran sabio de entre los grandes sabios llegó a mantenerse allí, y de aquella manera, hasta tres, tres días más. Tres días exactos con sus tres no¬ches exactas. Y, sin embargo, el cónclave de los venerables ancianos meditó y oró mien¬tras tanto. El joven rey pasó como pudo aquel tiempo, tratando de concen¬trarse para no sucumbir y ser derrotado delante de los más grandes sabios del reino, a causa del ham¬bre, el sueño, la fuerte de¬bi¬lidad física que lo fue y fue pose¬yendo en aquella anormal y cruel circunstan¬cia, que el joven rey respetó porque, de entre todos, el sabio le¬vantado ha¬bía sido uno de los más entrañables ma¬es¬tros que había tenido du¬rante su ado¬lescencia como hijo de rey. Él, aquel anciano venerable, no sólo le ha¬bía enseñado los secre¬tos del gran uso de las pala¬bras para comuni¬carse bien con los demás cuando fuera rey del reino, sino, también, la forma de comprender el lenguaje de los animales del mundo conocido. Y aquel viejo, aquel maestro de mirada profunda y de huesos rectos, de pelo tan brillante como el agua de alta mar cuando le da el sol, y de manos largas y tan llenas de venas y nudos como los troncos de las vides, fue el que le enseñó —el príncipe aún lo recordaba muy bien— a reconocer por los cielos, a través del vuelo de los ven¬cejos, cuándo la tierra iba a agitarse, a través del flotar de los delfines, cuándo el mar iba a arremolinarse, y, a través del vuelo real de las bellas águilas o de los cóndores, cuándo iban a darse enfren¬tamientos, batallas o guerras entre los poblados, las tri¬bus y los reinos. Pero él, sí, le había enseñado otras muchas cosas más en el pasado. Por eso el nuevo monarca insistió e in¬sistió en aquella larga espera de la gran respuesta, cru¬cial para su conciencia antes de gobernar. Lo hizo, mante¬niendo en su trono una pos¬tura claramente re¬gia, actitud que procuró no abandonar pese a la dura y silenciosa prueba que para él, nuevo rey, significaba no estar comiendo —ni tampoco siquiera apenas dur¬miendo, a causa de la dura incomodidad del trono— mientras que los muy ancianos sabios presentes, todos, todos ellos, se mantenían bien erguidos y serenos, sen¬tados sobre sus alfombras sin levantarse, cada cual imi¬tando del modo más bello, y durante horas y más ho¬ras, las posturas de los innumerables dioses y diosas en los que cada cual creía allí. Estáticos como efigies, susu¬rrando vibraciones muy extrañas ahora, concentrados del modo más profundo después, soportaron estoicos lo que, para el rey, fue como morir, desgarrarse por dentro lenta y dolorosamente, atravesar el desierto a nado, astillarse por fuera pedazo a pedazo y, también, pensar y pensar que ya nunca más, no, volvería a ver la gran luna blanca desde la alamedas de su inmenso palacio, y que ya jamás, no, jamás, volvería a compo¬nerle poemas en secreto —él era muy tímido— a Anaíria, su hermana adoptiva, a la que amaba como sólo puede amarse —así lo pensaba al verla cada vez que la veía— una vez en la vida.

La dura prueba a la que su maestro lo sometió fue así de dura, sí. Pero el príncipe, que al final del tercer día y de la tercera noche había llegado a sospechar que ya no llegaría a vivir para ver siquiera el mismísimo inicio de aquel nuevo amanecer, la pasó. Él, muy tocado, mareado, débil, enfermo quizá, pálido y demacrado. Pero los sabios, todos, manteniendo muy dignas y rec¬tas sus posturas y composturas, sus gestos faciales, sus miradas y sus movimientos impregnados de una ar¬monía insobornable. Parecía —fue deducción real— que imitaran todo el tiempo a una gran divinidad que viniera a simbolizar, sí, la serenidad, la gracia personal y el encanto más noble y pacífico. Y se dio la circuns¬tancia de que nin¬guno de los siete hombres reunidos en torno al gran anciano de entre los ancianos protestó o pre¬guntó nada durante aquel tiempo de gran ayuno, de gran silencio y de gran medita¬ción. Se tra¬baba de ob¬tener una respuesta transcen¬dental, y casi todos los que allí estaban sabían que las respuestas transcenden¬ta¬les sólo llegan a la mente que logra mantenerse quieta y expec¬tante no sólo todo el tiempo, sino sin ce¬sar.
La pasó, sí. Pero no en muy buen estado, por lo que tuvo que ser asistido por sus sirvientas y, también, por su médico personal, quien, tras un breve vistazo sobre su monarca, diagnosticó y ordenó que la cocinera de palacio trajera al rey, de inmediato, una pierna de ter¬nasco ni tibia ni caliente, ni muy dura ni muy tierna, sin especias, frita con rapidez en aceite de aceitunas verdes hirviendo. E indicó también que, antes de nada, mientras eso y sólo eso se asaba para el rey en el pala¬cio, fueran traídas hasta la gran sala frutas de todas las especies, las más maduras; el galeno añadió por fin que se las fueran pelando ante él, por si al llegar a las piñas o a los cocos, el príncipe, sin poder resistirlo más, se los fuera a tratar de engullir con piel y todo, sí, debido al gran hambre que padecía.

Y, a medida que se iba recuperando, la gran pregunta del príncipe iba siendo la misma, allí, ante los sabios que miraban hacia todo aquel trajín con gran respeto y sin estorbar ni por lo mínimo. ¿Habría respuesta para su interrogante cru¬cial? ¿Se produciría?
El príncipe coro¬nado no cesaba de dudar interna¬mente, ni cesaba tampoco de luchar de un modo cons¬tante contra sus dudas interiores para —aunque ya ha¬bía comenzado a comer como un lobo hambriento—mante¬nerse lo más digno posible frente a los grandes maestros presentes, quienes se hallaban allí reunidos por su causa.
En la tercera noche, al alba, habló. Cuando ya había corrido la voz a través del reino de lo que estaba suce¬diendo en la gran sala real entre el príncipe recién co¬ronado y los sabios, de tal modo que miles y miles de habi¬tantes del territorio se ha¬bían ido congregando ante los bellos jardines del joven mo¬narca, para cono¬cer la crucial res¬puesta de los más viejos al rey. De pronto, en ese amanecer tercero, mucho más claro que los de los días anteriores —neblinosos y hasta depri¬mentes para el nuevo rey— el gran anciano de en¬tre los grandes ancianos, el que se había le¬vantado y per¬manecido impávido hasta tanto tiempo de pie, cerró lenta, mansamente, los párpados, y movió sua¬ve¬mente los labios du¬rante largo rato y sin decir nada, desde el centro mismo de la sala y tal y como si se co¬municase primero hacia dentro, hacia su propio cora¬zón, para luego hacerlo hacia fuera en la gran sale real.
Al joven príncipe, que se recuperaba del hambre de perro que tenía tragándose toda la fruta que le daban, le sobrevino un súbito deseo de echar de palacio a aquellos sabios tan raros en sus costumbres y que, por Ra, el gran dios del sol —se dijo asimismo maldi¬ciendo— habían estado a punto de matarlo por la más mema de las inaniciones, la voluntaria sin venir a cuento, según no cesaba de pensar y mascullar, a la es¬pera de que, desde la cocina, le trajeran la carne de una maldita vez por todas.
Pero el sabio de entre los siete grandes sabios, al fin, habló. Y comenzó a expresarse con voz lenta, grave, armoniosa, muy mansa, como si todo él se con¬virtiera, al hablar, en la voz de su corazón. Y es que aquel gran anciano habló de tal modo que el nuevo monarca se fue dando cuenta, a medida que sus palabras se iban desgra¬nando, de que aquel gran sabio, aquel gran ma¬estro suyo en el pasado, tenía que haber encon¬trado algo muy especial dentro de sí mismo, para ser capaz de mirarle como lo que es¬taba mirando y para decirle las cosas que le estaba diciendo. El gran viejo, ahora, tras tres jornadas de silen¬cio, ham¬bre, dolor y sueño, comenzó a desvelarle, con una gran naturalidad, una sabi¬duría extraña, pero muy sencilla sin embargo, pro¬funda y comprensible a la vez. En tanto, los demás, los otros sabios del reino reunidos también allí por el príncipe, se dispusieron a escucharlo sin per¬derse ni una, ni una sola pa¬labra de nada de lo que él iba di¬ciendo. Algunos, le demostraban atención asintiendo de vez en cuando. Y otros, el resto, en silencio perfecto, aunque desprendiendo de sus mira¬das y, más que so¬bre todo de sus posturas, de sus gestos y de sus ac¬titu¬des, una gran paz.
Y decidió el joven príncipe atender sus palabras sin le¬vantarse para nada hasta el final de aquel parlamento, sobre todo ahora, cuando ya había podido no sólo esti¬rar las piernas por el claustro de palacio, aunque por breves instantes, y ahora que, poco a poco, se recupe¬raba, de la total y fatal anemia que lo había amenazado. Pese al dolor físico que sentía por haberse mantenido sentado demasiado tiempo ya frente a los grandes sa¬bios de las siete tribus,
se dispuso a oír con atención lo que el gran sabio le quería responder a precio tan caro como tan impor¬tante fue su pregunta crucial dirigida al gran cónclave reunido.
Y, para su asombro, el joven rey descubrió que los tres días pasados fuera de lo material y alejado de los asun¬tos más mundanos del reino, fuera casi y por poco de su propio cuerpo, en definitiva reunido, sí, con su propia mente y con las mejores men¬tes del mundo, le ha¬bían proporcio¬nado una gran claridad de conciencia; una tal claridad que, ahora, para su sor¬presa, entendía más lo que es¬cuchaba y comprendía mejor lo que pen¬saba.
El rey era consciente de que estaba dando mucho de sí en la reunión con los sabios que él mismo había hecho convocar. Había asuntos urgentes que tratar en su reino y entre los reinos y, sin embargo, no había dado todavía una orden que dejara muy claro a los pueblos de su vasto territorio y a los del mundo que él, Akamón el joven, estaba dispuesto a gobernar con mano firme y como Akamón I.
Pero como el gran sacrificio era para bien de su reino, y por tanto de sí mismo, lo procuró llevar con dignidad por ver si los labios más viejos del reino le resolvían su continua pregunta interior.
Él hu¬biera entregado la vida con tal de dar con una respuesta apropiada a su duda sobre cómo rea¬lizar bien los asuntos tan altos que, a todas luces, le había tocado re¬solver en el misterioso mundo de La Tierra Azul.
Lo más im¬por¬tante para él era conocer, cuanto antes y con exactitud, si exis¬tía de antemano un modo perfecto de ser gran rey de su reino y, por añadi¬dura, de ser un buen hombre en el planeta de los reinos, del que algu¬nos astrónomos aseguraban —incluso apostando su capa— que era todo cuadrado y del que otros, los astró¬logos, los menos, decían —ya sin convicción de ser creídos y casi jugándose la vida— que no, que en reali¬dad el mundo era redondo y bien redondo.
Y lo que respondió a Akamón I el gran sabio de entre los grandes sabios del mundo de La Tierra Azul, en sus primeras palabras al rey, fue exactamente lo que aquí va a quedar desvelado para su buen uso por parte de cualquier príncipe en el planeta, o cualquier as¬pirante a gran rey de sí mismo, que llegue a preguntarse aque¬llo sobre lo que se inte¬rrogó, desde el principio de su mandato, el joven Akamón, el que un día fue rey en el mundo de los siete reinos y de los siete ra¬yos.

Las primeras palabras del sabio al príncipe

—Joven monarca que quieres reinar justa¬mente, y del mismo modo fuera como dentro de ti mismo; joven mo¬narca que tratas de alcanzar las ideas más altas, las su¬blimes, las que te permi¬tan ser, pensar y vivir del modo más per¬fecto en este mundo de La Tierra Azul; en efecto, eres tú quien ha de saber, por¬que quieres y, al que¬rerlo, puedes saber. Sábe, pues: Sí existe un gran secreto en este planeta que gira sobre sí mismo, y que parece perdido desde siempre y para siempre en¬tre el día y la noche. Y, además, tú pue¬des conocerlo no sólo porque has educado tu razón, sino porque también has procurado educar tu corazón.
Por haber enamorado tus pensamientos de tus senti¬mientos, al crecer y al convertirte en rey, tu interior conformado por la tierna unión entre tu mente y tu corazón, entre tu exterior y tu interior, te hace dudar al comprobar que la realidad que tienes ante ti, como rey y como hombre, no es en abso¬luto la que presientes que, en justicia, debiera ser tanto para ti, monarca, como para cualquier hom¬bre.
Y a causa de ese enamo¬ramiento continuo entre tus voces in¬terio¬res y tus voces ex¬te¬riores en busca de una armonía, mi rey, te has ganado el derecho de los aspi¬rantes a ser hombres muy sa¬bios, pero sólo si superas fi¬nalmente la gran prueba de asimilar el gran conoci¬miento oculto.
Pero quiero hablarte de un modo sencillo, mi joven Akamón. Has de saber que sí. Sí existe para ti —que has llegado sin miedo hasta el borde mismo del preci¬pi¬cio de tus dudas— un sa¬grado secreto en este mundo azul que está bajo las estrellas de plata. Un secreto que se esconde, óyeme bien, Akamón, en las le¬yes ocultas que rigen la vida en este mundo de los siete reinos, del que pronto también sabrás que es el de los siete rayos.
Ese gran secreto, mi rey, es sagrado, no salido de la mente humana, y se insinúa al hombre de la misma forma que las jóvenes campesinas, muchachas en flor, se insinúan en nuestras aldeas al guerrero que aman.¿Cuándo se insinúa esa mujer secreta y oculta, esa dama que va cubierta con una capa negra en la no¬che de nuestra ignorancia de lo que es el mundo? Porque ese secreto es femenino, mi rey, nunca lo olvi¬des. Si lo llamas, si lo seduces, si lo intuyes, lo enamo¬ras y te ama. Pero si lo maltratas o reniegas de él con tus actos en la vida, se alejará de ti cada vez que te vea, porque te detestará o te temerá.
¿Cuándo se topa el hombre en el mundo azul de La Tierra con esa mujer tan sensual, tímida y al mismo tiempo peligrosa? Cuando, al no encontrar nada fuera de sí, al sen¬tirse hondamente decep¬cionado y cansado de esta vida finita e incomprensi¬ble, el hombre vuelve finalmente los ojos ha¬cia sí mismo. Y, en ese ins¬tante, sólo en ese instante y no en otro, actúa tu dama invisi¬ble, la que en el gran juego de la vida tiene la misión de tratar de conducirte por uno de los caminos secretos hasta tu gran sabio interior, el cual tiene guardado para ti un gran secreto desde el día de tu nacimiento, pero que sólo puede darlo al hombre que llega hasta él. Tu dama secreta, cuando el hombre la encuentra, te regala por amor hacia ti el gran libro de la vida, el cual le ha¬bla al hombre; el gran libro sagrado que está escondido en el corazón de la Naturaleza. Y ese gran libro, enton¬ces, se abre para el hombre que así lo encuentra desde la página justa, ni una ante¬rior ni otra que venga des¬pués.
Y tú nos has reu¬nido aquí, ante ti, en tu inmenso pa¬la¬cio, oh, rey, príncipe recién coronado que demuestras ser capaz de preocuparte por la cali¬dad de la transitoria vida terrena de tus súbditos y, por extensión, de ti mismo en este planeta, por tu nobleza interna, que, créeme, te honra, tal y como los tiempos están por ahí en cuestión de nobleza de corazón. Por tu gran nobleza quieres saber si existe un secreto en este mundo azul para que el hombre se parezca más a La Naturaleza que él habita que a los animales a los que él se come.
Y el gran libro de la vida en La Tierra habla muy claro para quien sepa interpretarlo con los ojos del corazón, y no con los ojos de la razón desordenada, que es la mirada que hoy utilizan los habi¬tantes de tu reino y, también, los de los otros reinos en nuestro mundo. Porque lo material, lo físico, joven monarca que quie¬res reinar del modo más per¬fecto, no puede ser trans¬cen¬dido por medio de la razón hu¬mana, sino por me¬dio de la in¬tui¬ción del hombre.
Y no hay más mis¬terio que ése para poder acceder a los grandes secretos de una vez por to¬das, que es lo que tú, en definitiva, nos pides a nosotros, a los que nos llaman sabios quienes —como algún gran sabio tendrá que dejar claro algún día— aún no saben siquiera que nadie sabe apenas nada. Porque, Akamón, ¿qué es lo que nosotros, los llamados sabios en tu reino, sabe¬mos? Poco, muy poco, mi rey. Quizá, más que nada, sí intuimos que el hombre ha de vivir en con¬tacto lo más posible con lo que sea ca¬pa¬z de imaginar como superior al hombre mismo, con aquello que pueda imaginarse en lo más alto y por encima de este pla¬neta. ¿Por qué? Pues porque no va el hombre, mi rey, a imitar al animal por muy noble que sea el animal, que lo es en sí mismo cuando el hombre precisamente no lo molesta con sus cacerías y sus terribles carnicerías, Akamón, sobre todo en nuestras conmemoraciones. ¿No es mejor ponerse a imitar a lo que imagines arriba que a lo que vemos aquí abajo? ¿Cómo podemos ima¬ginar de un modo correcto a eso de arriba tan superior y a imitar? Viendo aquí abajo qué es lo mejor de lo que nos rodea, esto si uno no tiene muchos deseos de bus¬car un modo más elaborado. Y, ¿qué es lo mejor de lo que nos rodea? La Naturaleza, Akamón, que, por cierto, no la ha creado él. Estaba ahí desde siempre, está ahí desde que él nace, así que, eso, al menos nadie puede decir que lo ha creado o que le pertenece. Nadie, ningún hombre en La Tierra.
Pero este hombre que se pone a imitar a La Naturaleza tras las anteriores deducciones, descubre muy pronto, si hace bien las cosas, que crece en él una armonía que antes no tenía y que comienza a ver el mundo de otra forma. Y ese hombre conoce entonces la manera, mi joven aspirante a co¬nocedor de los máximos se¬cretos del mundo, con que lo humano se enaltece sobre sí mismo. Porque es sólo y sólo de ese modo que te digo, tratando de imitar las virtudes de lo superior a ti que puedas imaginar; y, tra¬tando de imi¬tarlas en tu cada día, en el permanente aquí y ahora de tu exis¬tencia, cons¬tantemente y sin cejar ni por un mo¬mento en tu empeño; en el más digno en definitiva, te¬niendo en cuenta la exis¬ten¬cia de esa muerte que los hombres en gene¬ral tanto rehuímos, tanto mitificamos y tanto te¬memos, sin razón válida para tanto y tanto desba¬ra¬juste frente a algo que es tan bello y natural —o que debiera serlo— como el miste¬rioso y trascendente acto de mo¬rir. Sobre todo si el hombre muere una vez, mi joven rey, se haya transfor¬mado por sí mismo, y sólo, óyelo bien, por sí mismo. ¿En qué? Ni más ni menos, señor, que en un ser mejor al que era antes, ya que tú has querido saberlo, en un hombre de ver¬dad que trate de participar sin du¬darlo de las virtudes de lo superior, de las cualidades de lo más alto; las virtudes y las cua¬lidades que son las cualidades mismas del amor de La Naturaleza al hombre que vive sobre su tierra. Eso quiere decir, como ves, que hay que imitar a ese amor que el hombre encuentra en La Naturaleza si uno se quiere poner en contacto con lo superior. Y, cómo es ese amor a imitar, rey? ¿Es un amor como el de los príncipes por las bellas doncellas de palacio o, acaso, por una sola de ellas, Akamón, como podría ser tu caso, pongamos, y, a ver, a ver quién... la dulce Anaíria? No, rotundamente no. Este amor de los hombres, está visto y mil veces comprobado, engendra celos, disputas, asesinatos a veces y, algunas otras, in¬cluso guerras entre nuestros reinos. Por tanto no es este el amor a imitar como algo que pueda acercar a lo superior, no, sino el amor que trans¬muta, el amor que trans¬forma y que por sí mismo con¬vierte al fin en oro, en oro espi¬ritual, el corazón del ser humano.
Sí, joven príncipe y aspirante a buen rey: Yo decido, quiero y acepto ser voz de tu conciencia a petición tuya. Por eso voy a reu¬nirme con¬tigo siete veces, aquí mismo, en esta sede principal de tu palacio, desde donde tienes que gobernar y desde donde tú deseas ha¬cerlo en base a una gran justicia cósmica que, según in¬tuyes, de¬biera existir para que el mundo te pareciera otra cosa que lo que actualmente te parece que es. Yo hago mía tu pregunta, yo la asumo y yo voy a res¬pondértela.
Yo decido, quiero y acepto responderte en nombre de los aquí presentes porque he confirmado, durante el trans¬curso de es¬tos tres días con sus tres noches, aquí, frente a ti, que tú ya posees en tu corazón las tres cua¬lida¬des de antemano nece¬sarias para intentar con¬ver¬tirte un día en un perfecto iniciado en los secretos ocultos de Naturaleza: La cuali¬dad de quien piensa por sí mismo sin necesidad de apoyarse en las ideas exter¬nas, la cualidad de quien se pre¬gunta desde la no¬bleza cómo ha de ser la libertad perfecta del hombre en el mundo azul, y la cualidad de quien no tiene miedo a pensar así y a así pregun¬tarse, pese a cualquier dificul¬tad o pese a permanecer solo, y sen¬tirse acaso solo en sus ideas hasta el límite, en¬tre el resto de los miembros del reino que, pro¬bablemente, ni así piensan ni así se pre¬guntan nunca en su sole¬dad.
Y sólo si es así, si eres así, si así te preguntas y si así sien¬tes, comprenderás el sentido real de mi próximo discurso a ti, Akamón, mi rey, des¬pués del cual, cuando la última pa¬labra sea dicha por mis labios, oh, mi príncipe, yo mo¬riré aquí mismo, en esta sala de tu palacio y ante ti.
Y no, no te asustes, mi perfecto aspirante a gran cono¬cedor del gran juego de la vida en La Tierra Azul. Ha de ser así. Simplemente, ha de ser así. No te preocupes por mi morir, que eso es cosa mía, aunque parezca in¬cluso de mal gusto que anuncie mi muerte aquí. Será necesario que sea así, ya lo comprobaréis, después de lo que te voy a decir en presencia de mis grandes amigos, aquí presentes. Eso, si tú me sigues hasta la última pa¬labra, sí. Pero por entonces conocerás tantas cosas del más alto co¬nocimiento, y tantas más cosas que deduci¬rás por ti mismo, que com¬pren¬derás perfectamente el sentido de ese mi morir ante ti, aquí mismo, donde ahora estoy.
Y me despido ya y ahora de vosotros —dijo el an¬ciano volviéndose hacia el cón¬clave de los maestros—, pero no sin antes aclararos, mis amigos los sabios, que nunca he sa¬bido más de lo que vosotros ya conocéis. Hemos sabido lo mismo en realidad, pese a que cada cual lo haya aplicado o escondido de modo diferente, a su juicio y manera. Por mi parte, simple¬mente, creo que he te¬nido más tiempo en la vida para aplicar lo poco que sé y eso me ha dado, quizá, una cierta ventaja sobre voso¬tros. Una cierta ventaja y una cierta desven¬taja al mismo tiempo ya que, como veis, es a mí a quien va a tocar morir ante el nuevo rey. Pero algún día será dicho por algún gran sabio que, en efecto, son siempre unos los que se quedan a vivir, en este caso vosotros, cuando otro, en este caso yo, se va a morir. Y añadirá ese y sólo ése gran sabio que, en definitiva, sólo lo más alto sabe quién se queda en realidad con la mejor parte cuando un hombre se va y los demás se quedan en el mundo.
Y quiero que sepáis que ha sido un placer, sí, pertene¬cer a este cónclave. A cada uno de entre vosotros lo abrazo como hermano que me siento de él y a cada uno de vosotros ruego que mida en con¬ciencia, du¬rante todo el tiempo que dure mi discurso al rey, las palabras que yo diga aquí. Y, si hubiera fallo o error a su juicio, si, a crite¬rio de algún gran llamado sabio aquí presente, hubiera tergiversa¬ción o posible malenten¬dido para quien escucha mis palabras o para quien pu¬diera escucharlas un día, que me sea dicho de inme¬diato por aquél que lo de¬tecte.
Y enton¬ces rec¬tificaré primero y luego, si así se me pide, callaré.
Adiós, oh, grandes sabios. Confío en que seáis voso¬tros quienes se¬páis que lo que aquí voy a ha¬cer en las sucesivas siete reuniones con nuestro rey es, única y ex¬clu¬sivamente, un acto de amor. O, por lo menos, hermanos, así pretende mi corazón que lo llegue a ser y que lo sea.
El joven príncipe Akamón se sintió impresionado por las que ha¬bían sido las primeras palabras del gran sabio ante él. Así se le notó en la mirada, que le bri¬llaba de un modo especial y que impreg¬naba de mati¬ces esmeraldas la estancia, ya tan sólo ilu¬minada por las antorchas que, al comenzar a atardecer, había traído Anaíria con el sigilo de una diosa. Ella, Anaíria, la jo¬ven y bellísima hija adoptiva del gran rey, que, por mandato testamentario de su padre, le había sido tras¬pasada al nuevo dignatario como fiel cuidadora per¬so¬nal para el resto de sus días. Aquella elección ha¬bía sido ordenada perso¬nalmente por su padre, el gran rey, y no sólo en sus últimas voluntades, sino también en sus palabras finales desde el lecho donde expiró, tras setenta y siete días de lenta ago¬nía final.
El gran rey, sí, pidió que fuera Anaíria y sólo Anaíria la que se ocupase de los temas personales de su hijo Akamón, que iba a ser el nuevo rey cuando él expirara. Y eso que Anaíria era hija de una mu¬jer desco¬nocida, que la abandonó cruelmente en la puerta de palacio cuando ella no era más que una recién nacida rubia y de ojos tan azules como el mar que posee un cielo ce¬leste sobre sí. El gran rey pretendía secretamente, sin que nadie lo dudara en el reino, que el joven príncipe desposara con aquella chica silenciosa y ex¬traña, pro¬veniente de otro lugar. Y no se conocían exac¬tamente las razones de este real de¬seo, ya que todo el mundo sabía que Anaíria no era hija de nobles, sino que sería para siempre una bas¬tarda sin origen conocido. Las cortesa¬nas más ambiciosas conocían al dedillo los de¬seos del gran rey y sólo por eso se trataban con Anaíria a la que, sin embargo, detestaban en secreto a causa —pensaban— de su gran be¬lleza y a causa —decían— de su origen siniestro. Pero, con bastante fre¬cuencia, más de la que su padre soportaba a veces desde su real pa¬ciencia, el jo¬ven e inquieto príncipe había estado más ocupado en sus pensamientos y en sus disquisi¬ciones in¬ternas (ha¬bía sido algo poeta y filósofo desde pe¬queño) que en Anaíria, la cual, al crecer, se había con¬vertido en la joven más deseada por los nobles de los res¬tantes seis reinos del planeta.
Ellos, rubios, morenos, conquis¬tadores o pacíficos, am¬biciosos reyes e incluso reyes vencidos, jó¬venes y vie¬jos, la agasajaban constantemente desde la distancia; también, viniendo a verla y tratando de conquistarla usando todas las maneras posibles con las que un no¬ble poderoso declara amor a su amada. A Anaíria, aquéllos sus enamorados y pretendientes le habían he¬cho ya regalos soberbios, le habían ofrecido joyas y te¬so¬ros, más joyas y tesoros, drago¬nes con las cabezas cor¬tadas y ves¬ti¬dos de en¬sueño, hechos hasta de hilo de oro solamente. Y, ésto, a pesar de su bastardía, a pesar de no conocerse su pro¬ce¬dencia. Tan bella era. Tan be¬lla, Anaíria.
Pero con la excusa de que aún era muy joven —tenía dieciséis años— ella se había negado a pro¬meterse con ninguno. Bien es cierto que se preocupaba de hacérselo saber a cada cual del modo más noble po¬si¬ble, y tra¬tando en todo momento de no ofender a nadie. Y es que a quien Anaíria amaba de verdad era a Akamón. Y sólo a Akamón podía querer ya. Pero es que el príncipe solía hallarse de¬masiado sumido en sus pensamien¬tos, en su deseo de ser un buen príncipe y en sus dudas existenciales, como para fijarse ni en Anaíria ni en na¬die. Esa había sido hasta entonces la realidad en pala¬cio. Así estaban las cosas. Y, como Anaíria sabía que el jo¬ven rey se sentía perdido interiormente de esta ma¬nera, pa¬saba a su lado cada vez más silen¬ciosa, cada vez con más inmenso respeto, encendiéndole ella misma las antorchas de sus aposen¬tos cuando llegaba la noche, po¬niendo ante él un plato de sopa vegetal cuando él se olvidaba de alimentar su cuerpo, y ha¬ciendo su cama con sábanas de hilo de gusano de seda traído de oriente cuando él, final¬mente, de¬rrotado a causa de tanto y tanto re¬flexio¬nar, decidía acogerse al sueño; a su a menudo difí¬cil sueño, ya que la propia Anaíria lo había descubierto mu¬chas ve¬ces, desde al¬guna ventana y cuando su padre el gran rey aún vivía, paseando solita¬ria¬mente por las alamedas más altas de palacio, de¬jando que su bello perfil se recortase sobre las más azules de las lunas, y pareciendo entonces su presencia un alma en pena en las más oscuras de las no¬ches.

Pero lo que se acordó al fin de la primera estancia de los sa¬bios en la sala real del gran pa¬lacio fue que, en los siguientes siete días, después de de¬jar uno de des¬canso para que todos pudieran reponer fuerzas, se pro¬dujera una larga reunión de los mismos allí mismo, y siem¬pre a la hora misma, para que el más anciano de entre los sabios dirigiera un gran discurso al rey. Y así respondería a su pregunta crucial. El tal discurso del más anciano de entre los an¬cianos —como acordaron los siete sabios tras deliberar en círculo cerrado— se prolongaría durante siete reuniones, ni una más ni una menos, y se produciría en aquella gran sala y ante él, el rey, sen¬tado en su gran trono de marfil y de ébano. También fue votado y concertado que la res¬puesta a la pregunta del joven monarca se de¬sa¬rrolla¬ría a partir de las doce justas del mediodía en los días pares y a partir de las doce justas de la noche en los impares, y esto con tal de que se ha¬blara bajo la máxima luz del sol a veces —le fue desvelado por el cónclave— pero también bajo la máxima oscuridad en las otras veces. Según le dijeron, de este modo queda¬ría cumplido hablar en torno a lo mismo y hacia lo mismo en las dos situaciones totalmente opuestas, el mediodía y la medianoche, a lo que los an¬cianos allí reunidos dieron gran importancia en aquellos instan¬tes. El joven rey no comprendió bien los últimos ar¬gumentos de los sa¬bios, en forma de sutiles condicio¬nes para volver a aque¬lla sala siete veces más; pero, aún así, tuvo que aceptar lo que le decía y pe¬día su ma¬estro, que, asesorado y arropado por los no¬bles ancia¬nos allí presentes, hacía de portavoz de todos ellos al proponer los exactos modos y las maneras exactas con que allí se hablaría de aquel tema tan fundamental para el futuro del reino.
El nuevo rey llamó tras todo al encargado de palacio —un antiguo guerrero de probada fidelidad en las ba¬tallas más comprometidas— y le ordenó con voz suave y se¬rena que alojasen a aquellos máximos re¬pre¬sen¬tantes de la sabiduría del hombre en las habi¬tacio¬nes deco¬ra¬das con piedras pre¬ciosas que su padre, el gran rey, trajo per¬sonal¬mente de sus con¬quistas por países muy le¬janos. Fue Anaíria la que lo dispuso todo en la hora siguiente, sabiendo que hacía poco que ha¬bía fa¬llecido de muerte natu¬ral el padre del joven mo¬narca y que, por tanto, había de hacer las cosas tal como sentía, con sere¬nidad y discreción, con sentido y con la mayor calma inte¬rior de la que fuese capaz. Así honra¬ría la memoria del hombre que la recogió en la puerta de su casa y que la acogió, ciertamente, como a una hija. Y, esto, pese a las constantes comidillas e intrigas palacie¬gas que, desde el óbito de su majestad y comple¬tamente a es¬paldas del jo¬ven rey, se ve¬nían gestando alrededor de Anaíria cada vez más. Pero ella intuía que eso era lo normal. Sólo cuando un rey moría todo el mundo aparecía tal y como era. Los en¬vidiosos y malvados mostraban a las claras su envidia y maldad, y hasta podían llegar a demostrarlas pú¬blicamente en busca de mayor poder que el que pudieron dis¬frutar con el rey muerto. Los buenos y los fran¬cos, lo mismo a su vez. Y así era. Pero pocos buenos y francos, sin embargo, sabía Anaíria que vi¬vían en el palacio del joven y noble rey. Porque en los últimos tiempos, mientras Akamón había estado reflexionando sobre cuál debía de ser el sentido real del hecho de existir en el mundo, y mientras su padre el gran rey perdía más y más su gran fuerza física y mental al acercarse a los cien años de existencia, las mentes más pérfidas y los cerebros más ambiciosos del reino se habían adueñado, poco a poco, de los pasillos del palacio. Por eso, se¬cre¬ta¬mente, Anaíria protegía a Akamón de las insidias y de las críticas mezquinas de las cortesanas —que desea¬ban sin embargo ser elegidas como esposa por él— y de las trampas de los seres de más ambición de poder, los cua¬les bus¬caban constantemente cómplices para arre¬meter con un golpe de timón contra el reino y, así, lo¬grar el poder absoluto en sus manos. Siempre había sido de esta manera y, desde muy pequeña, Anaíria tuvo que so¬portar las intrigas soberbias de los unos y las críticas mez¬quinas de las otras. Sólo el haber crecido junto a Akamón, trece años mayor que ella, la ha¬bía hecho seguir esperanzadamente viva en aquel palacio, donde ya la ma¬yoría no paraba de murmurar entre sí para, entre otras cosas, desearle la peor de las suertes al nuevo monarca.
Y los grandes sabios fueron acomodados en las estan¬cias cuyas terra¬zas daban al plácido lago real, en donde los cisnes levantaron sus picos al presentir en la ma¬ñana aquel gran movimiento de nobles an¬cianos, gue¬rreros y personal de palacio.
Y en el primer día de la nueva semana, en la media¬noche exacta, ataviado cada sabio con una túnica que representaba un co¬lor del arco iris y con el rey vestido de blanco y de seda —a causa de Anaíria que así se lo aconsejó—, ellos y él se reu¬nieron de nuevo en la gran sala. Pero ella también estaba allí. Ella, Anaíria, que ha¬bía pedido permiso al gran sabio en persona para per¬manecer entre todos mientras durase su gran discurso al rey. Y el noble anciano se lo otorgó, ya que ella era ahora la cuidadora personal del joven rey, la que po¬dría recordarle lo que él olvidara. Así, Anaíria se dis¬puso en la sala real de tal modo que quedó un poco apar¬tada del gran círculo de nobles ancianos, pero en tal posición que podía ver de frente y sin ce¬sar las in¬quietas pupi¬las del joven Akamón, así como los ros¬tros sere¬nos de los sabios de to¬das las tribus del reino, allí trascendental¬mente reuni¬dos, en aquella ocasión.
Y fue en el segundo exacto en el que la noche liviana se unió a la noche profunda cuando el noble anciano de mirada gris como las per¬las, tras levantarse ante el rey del modo más digno, clavó de re¬pente sus pupilas sobre las de aquél que había preguntado al cón¬clave con el corazón. Los demás mi¬raban lentamente a uno y a otro, justo antes de que comenzara el gran discurso del más sabio de entre los sabios. Miraban observando y sin exigir que se co¬menzara ya a ha¬blar. Anaíria, por su parte, a diecisiete pasos de Akamón, oía los latidos de su corazón dulcemente enamorado del nuevo rey.
Y, sí; justo en las pri¬meras doce nocturnas, en la hora en que las estre¬llas y la luna iluminada de¬muestran desde siempre que existe un sol que todo lo viene a iluminar cuando llega, el gran sabio, el que había sido capaz de renunciar en el pasado al derecho de tener un nombre propio —pese al asombro causado por esta decisión—, el que había de¬cla¬rado de forma ro¬tunda que mo¬riría tras sus pala¬bras al rey, co¬menzó a hablar lenta y pausada¬mente. Y lo hizo con voz llana y profunda, hablando al rey así, y sólo así, tal y como se relata en una muy antigua leyenda que, actualmente, circula tan sólo en¬tre algunos y muy algunos en el mundo de La Gran Tierra Azul:
El Gran Discurso al Rey
(Primer día)
La Leyenda del Oasis Perdido
El gran sabio comenzó a hablar con voz firme pero suave y, al comenzar su discurso al nuevo monarca en la gran sala real, dijo:
—Es necesario, Akamón, rey, que tú conozcas cómo se alcanza La Perfecta Iniciación.
Y tras unos instantes de silencio tensado como la cuerda de un arco que va a enviar hacia el cielo una saeta curva, el sabio continuó, en un tono lento y mo¬derado, así: —Abre tu mente lo más posible, Akamón, y no juzgues de ante¬mano ninguna de las palabras que vas escuchar, aquí, en tu sala real, hasta ha¬berlas oído todas. Y va a ser en un susurro como voy a transmi¬tirte lo que creo que ya saben los que están aquí presen¬tes menos tú y ella, Akamón y Anaíria, que nunca habéis conocido La Perfecta Iniciación por boca de na¬die.
Quiero comunicarte lo que siento y lo que pienso. Considero que eres un adecuado aspirante a la gran Iniciación, la última en la escalera mágica hacia lo más alto, y por eso siento aún más amor por ti, que además eres mi rey. La Perfecta Iniciación no puede ser trans¬mi¬tida ver¬balmente, es cierto, pero yo voy a transmi¬tírtela, si puedo, desde alusiones y desde las imágenes más bellas que se me ocurran aquí, en la sala principal de tu pala¬cio.
Pero te aviso de que voy a hablarte de una nueva forma de pensar y de ser, de una nueva manera de vi¬vir y de amar. Voy a exponer ideas bastante diferentes a las que has aceptado hasta hoy. ¿Por qué el hijo del rey no había conocido antes estas ideas de las que te hablo? Sé que te lo estarás preguntando interiormente, ya que aún no has dominado tu sistema ner¬vioso cen¬tral y eres, por tanto, un joven rey, en alguna medida, inquieto. ¿Sabes por qué tú, joven rey, todavía no has conocido las ideas que yo quiero darte a conocer? Porque la pregunta que tú nos hi¬ciste sobre el modo más justo de vivir siendo prín¬cipe, rey o simplemente humano no te la habías realizado antes con la sufi¬ciente intensi¬dad. Te habías enredado en tus pensa¬mien¬tos y andabas per¬dido, errático, por las murallas de tu pa¬lacio —lo comen¬taba todo el mundo— como un romántico pensa¬tivo a causa de su amada la cual, sin pretenderlo, le estu¬viera haciendo daño. Así, más bien estabas. Por eso te has mantenido en esa ignoran¬cia que te ha he¬cho sufrir mientras buscabas la verdad, y por eso estamos noso¬tros aquí —para que lo sepas, Akamón— porque tú nos has llamado con el corazón.

Los grandes sabios, entonces, se relajaron profunda¬mente me¬diante el procedimiento de lentificar de modo progresivo su respi¬ración y de desconectarse conscientemente, más y más, de su cuerpo, y se dispu¬sieron a seguir en actitudes meditativas al gran sabio, que se había callado de repente, cerrado los ojos y que invitaba con su pose a hacer lo mismo que él.
El rey recién coronado se había sobrecogido a lo pri¬mero a causa del poder de aquellas palabra que se ha¬bían oído en su gran sala como truenos claros desde la garganta del sabio, pero, a lo segundo, se vio sumido en una escucha total, de tal modo que hubiera podido oír la caída de una pluma de ave desde el cielo si el gran sabio se hubiera callado.
El más sabio entre los sabios había hablado con voz tal, que parecía surgir de más allá de su garganta, quizá del nacimiento mismo de sus cuer¬das vocales. Su voz va¬ro¬nil vibraba del modo más claro y profundo, aunque hablara en baja tonalidad y, a veces, con largas pausas que venían a hacer reflexionar a todos los allí presen¬tes, producién¬dose entonces instantes muy hermo¬sos, que Anaíria degustó con la poderosa intuición feme¬nina entregada a aquella reunión estética entre su hombre y ellos, los grandes sabios del reino.

Y, de repente, como suceden los rayos en el cielo, el gran anciano de los ancianos elevó su mirada, que apareció como magnética, y gritó con fuerza el nombre de su rey, como llamándole desde las alturas. Aulló, más bien, el nombre del nuevo monarca, como si se dirigiera a un Akamón interior o algo así. Y de esta manera sonó aquel aullido, aquel profundo sonido de estallido volcánico:

—Akamón, joven rey, abre tu mente para que yo pueda comunicarte los más grandes se¬cretos que tú, mi príncipe, hayas podido ima¬gi¬nar. Los grandes guerreros del mundo azul intuyen lo que se es¬conde tras el gran velo de La Naturaleza, que —como si se tratara de Isis, nuestra más si¬nuosa bailarina, la hija del poeta de tu reino, la que baila tan bien la danza de las grandes diosas que se desnudan a la luz de las antorchas de nuestros guerreros en los días de Las Celebraciones— no otorga de ninguna manera los se¬cretos de sus hechizos y encanta¬mientos a cualquiera, tal y como también hace Isis tras sus sensuales danzas, incluso a bofetadas, sino al prín¬cipe azul como el cielo de sus sueños de adolescente sa¬grada y bellísima.
Tal y como así actúa la diosa Naturaleza que, nunca lo olvides, está más viva que tú, yo y todos los grandes sabios aquí presentes, todos juntos y reunidos, mi rey. La Naturaleza, mi señor, es un ser vivo, el más grande, y el ser humano que la habita desde tiempos inmemoriales debe en¬con¬trarse a sí mismo ante ella durante el trans¬curso de su vida en La Tierra Azul.
Pero, héte aquí, Akamón, que sólo se encuentra a sí mismo quien aprende a elevarse hasta los dioses, en vez de esperarlos a ellos. ¿Para qué querrían venir los dioses a La Tierra? ¿No nos crearían un lío entre rei¬nos esos seres superiores, no se lo causaríamos acaso nosotros a ellos? Por eso, sólo, nos observan. Y te lo voy a demostrar, con tal de ponerte en el camino de alguna de las múltiples y mágicas sendas hacia el cora¬zón de tu gran sabio interior. Eso es lo que voy a hacer al darte la fórmula de que seas, como quieres ser, un buen rey y un mejor hombre. ¿Cuál es esa fórmula? La que se desprende de esto: Quien intenta ele¬varse a sí mismo en La Tierra en vez de elevarse él mismo hasta los dioses, quien cree, Akamón, que puede ser como un dios poderoso en el mundo en vez de irse en busca del gran dios de todos los mundos y de todas las for¬mas, se pierde en el camino de la vida y difícilmente ya se encuentra. Lo tienes sim¬bolizado, rey, en nuestro intento de elevar una enorme columna de mármol blanco hasta las nubes más altas, como eterno monu¬mento a las siete grandes tribus y aldeas de tu reino, con la pretensión de que pueda ser vista desde todas partes. Porque, como ya sabes, no hace más que caerse y caerse en cuanto abandona¬mos un poco este suelo que nos ofrece La Naturaleza y so¬bre el que caen nues¬tros trabajadores rompiéndose las cos¬tillas y las cabezas, desgraciadamente para ellos y para la fama de nuestro reino.
Pero, ¿por qué se caen? ¿Lo has pensado, Akamón? Nada más fácil, monarca destinado a ser grande: No co¬nocemos, no, las grandes leyes de La Naturaleza. No, no y que no; no las cono¬cemos, Akamón, y, esto, fíjate lo que me voy a arriesgar a decir, mi rey, por mucho que tus investigadores reales te lleguen a decir una y mil veces más que sí. Es por eso por lo que, al intentar alejarnos sin miramiento de ella hacia arriba, hacia el cielo, despreciándola de esa manera, se nos rebe¬lan sus medidas y sus verticales en el aire, y nos tira. Así de simple. Nos tira enfadada; nos atrae con fuerza ha¬cia ella, del modo como hacen las piedras llamadas ima¬nes, y nos mata tras destrozarnos el cuerpo horrible¬mente y sin compasión final. Así es, rey. Así. Sin em¬bargo, si conociéramos sus grandes leyes internas, se¬guro que nos las presta¬ría para nuestros enormes me¬galitos marmóreos, como buena hermana que es de los hombres de esta Tierra. ¿Te has fijado en los frutos que nos da, en sus colores y textu¬ras? ¿Te has detenido a contemplar sus inolvidables puestas de sol al borde del precipicio abismal de la gran montaña que da hacia el sur? ¿Y sus flores en primavera, Akamón? La Naturaleza es infinita, infinita, mi joven rey, a poco que reflexiones sobre ella. ¿Recuerdas cuando, tú pe¬queño, tu apenas un zagal que me llegaba por las cade¬ras, te enseñaba que había armonía en el vuelo de las aves, más armonía que en el caminar de los humanos, y que esa armonía sólo podía surgir de un si¬tio celes¬tial desde donde se rigiera lo humano? ¿Recuerdas, Akamón, recuerdas?
Y aquellos pájaros demostraban con su vuelo armo¬nioso la existencia de La Naturaleza que les deja volar sobre ella, traspasándola, pero, eso sí, co¬nociendo sus leyes. Como hacen las aves, especialmente las bellas gaviotas, cuyas alas, picos y cuerpos muestran su pro¬fundo acuerdo con La Naturaleza para que las deje pa¬sar, cosa que no muestra, no, el hombre. Por qué, por qué será? ¿Por qué la gran madre rechaza al hom¬bre que la habita? Porque éste la ignora, está claro, por el contrario de lo que hacen los pájaros, más listos mu¬chas ve¬ces en esto y en otras muchas más cosas que el mismo hombre. Y, es más, príncipe coronado, a este paso ha de llegar el día en que no quedarán más bos¬ques como los que ahora disfrutamos al noroeste, ya que los habremos arra¬sado con nuestros grandes pobla¬dos, en que no quedarán desiertos como los que tene¬mos al sur, porque todo puede llegar a ser, a este paso, un enorme de¬sierto en el mundo. La Naturaleza está ahí y, como una doncella, busca ser amada por el hombre, su hombre destinado a perpetuarse sobre ella, el que debería cortejarla, el que debería mirarla en dia¬gonales sinuosas y el que, así amándola y encelándola, la poseería para sí al final sobre el lecho de ella, de plumas de cisne.

Pero vamos a empezar desde el principio, joven rey. Encontrarse a uno mismo supone apartarse de quien se ha sido hasta ese momento. Y es eso lo que supone. No es posi¬ble, buen rey, ser otro y ser uno a la vez. La personali¬dad con la que cada cual crece es una farsa, como las re¬presentadas por nuestros cómicos en los días de feria y en los soportales, bajo los arcos de la plaza dedicada a tu padre y que queda en dirección al norte y ya a las afue¬ras de nuestro pueblo. La persona¬lidad es un invento casqui¬vano, señor, y basta pen¬sarlo detenidamente para darse cuenta de que en uno mismo, aunque dé terror pensarlo, anidan muchos seres dife¬rentes y de que, a lo largo del día, cada ser humano nos muestras a los demás varias o in¬cluso muchas de sus distin¬tas caras y maneras de ser, las cua¬les le cambian según el clima, según los astros, se¬gún el destino que la persona se vaya forjando y según, tam¬bién, la comida que le pueda estar esperando en la casa de paja y hojas de palmera verde que construyó él mismo con sus propias y solas manos para ella, la ma¬dre de sus hi¬jos, como regalo al desposarla.
La personalidad humana es un invento del hombre mismo, mi señor, para poder relacionarse entre sí en los remotos tiempos en los que no comprendía el mundo que lo rodeaba. Cada porción del mismo espí¬ritu, señor, cada gajo de lo mismo que daba vida al ser humano comenzó a for¬jar, por tanto, unas cualidades dadas con tal de com¬prender mejor que las demás el entorno. Fue la ley de la selección, efectivamente. Sólo sobrevivían los mejores en aquel tiempo, los más do¬tados, mi rey, los que le perdían el miedo al gran mundo, todo él, por entonces un enorme desconocido para el hombre. Aquellos primeros hombres abando¬naron y se pusieron a luchar para vencer sin cesar y sin cesar. De esos hombres fue el mundo en el princi¬pio de los principios, de ésos, valientes como nadie los ha vuelto a ver.
Fueron reyes todos ellos, reyes de sí mismos, y por eso llegaron a ser semidioses, después de que conocieran y comprendieran no sólo los secretos de las leyes de La Naturaleza, sino los de las leyes de la vida en el gran mundo azul. Puede que un día, Akamón, te cuente la historia de los grandes hombres que fueron como dio¬ses en La Tierra, pero no ahora, porque lo que nos in¬teresa de verdad es qué pasó luego, después de ellos hasta llegar a hoy, aquí, así, de este modo tan desqui¬ciante y aniquilador para la mente que quiera pensar y buscar la vida de verdad, la que lo llene internamente hasta la saciedad, que es como debería de ser si vivié¬ramos como hay que vivir en realidad, mi rey.
¿Qué pasó luego? Pues que hubo quien se creyó dema¬siado su humanidad superior y fue y se erigió, sólo por ponerte un caso, en gran destructor de los reinos de La Tierra, creando esta idea, creándola y conduciéndola al mundo de las ideas inferiores en este caso. Y, además, al actuar como lo haría un tal dios, y al hacerlo en nuestro mundo, La Tierra, aquel hombre así enloque¬cido rompía todos los pactos con La Naturaleza que, hasta entonces, sin duda, había estado a su favor en su lucha por la subsistencia en la faz del planeta.. Fue lo que hizo, por ejemplo, tu padre y sus guerreros cuando, joven como tú, se lanzó a la conquista de esa raza verde, cuyo color es como el de la piel de nuestras aceitunas. Él se erigió a sí mismo en gran con¬quista¬dor, y conquistó. Así fue como tu padre se convirtió en un gran rey para sus ciudadanos, consiguiendo reunir en una gran sola a las siete grandes tribus de nuestro continente. Pero, ¿y las vidas humanas que costaron sus conquistas, y la tierra devastada por el fuego y las muje¬res violadas y sus gritos cruzando los montes y llegándose hasta el mar? ¿Y las más terribles matanzas de animales para impedir comer a los habitantes que no eran guerreros, y el odio entre el hombre por tener diferente la piel y por vestir y ser de maneras diferen¬tes entre sí? Todo eso, malo para La Naturaleza, la cual sólo en¬tiende lo noble y lo bueno, es lo que tu padre sembró tras él en aqué¬lla, su gloriosa juventud. Esto has de aceptármelo, mi buen Akamón, te lo ruego, porque veo por tus ojos que no te gusta nada lo que te es¬toy diciendo. No te gusta, pero sé que en tu interior lo aceptas, joven rey y buen aspirante a ser noble. No cometas nunca el error de la falsa humildad por no¬bleza, que es casi peor que la soberbia. El falso humilde siempre piensa de sí que él es mejor que nadie. Todo el mundo sabía cuando tú cre¬cías que, aún siendo joven, no aceptadas de corazón las continuas conquistas de tu padre, el gran rey, y tampoco le hablabas a la cara cuando él decidía ajusticiar a algún ladrón de nuestro reino o cuando decidía sacrificar mil caballos por¬que él iba a salir de la ciudad para ir a otro reino y para que, así, según eran sus creencias, le acompañara la fuerza de la sangre roja como la lava de esos anima¬les blan¬cos, marrones, azules y negros. No, no estabas con él de acuerdo, mi joven rey, y eso te pulía más y más el co¬razón, ya que tú te acercabas sin saberlo a La Naturaleza sintiendo así. Por eso ella te recompen¬saba siempre, en privado, ofreciéndote a ti sus paisajes más bellos, su vida más tranquila, los mejores deste¬llos de su sol y la mejor yerba en los jardines de tus pala¬cios y principados diseminados por el reino.
Ibas ya para joven distinto, más sensible que el resto, los cuales ansiaban luchar y guerrear para traerse re¬cuer¬dos de sus enemigos, incluso sus cabezas para convertirlas en hue¬sos y usarlas de abono para sus tie¬rras. Un horror. Dar de comer a la buena tierra cráneo del hermano que el hombre ha matado para que luego la tierra te dé sabrosos frutos y dulces hortalizas... Eso sólo se le puede ocurrir a un hombre, mi rey, porque a La Naturaleza nunca se le ocurriría una salvajada se¬mejante.
Pero te voy a hablar más bien de lo que le sucede al hombre que no quiere ver, que no quiere entender que ella lo ama y que es él quien no se deja querer. Porque, como vas a ver, Akamón, La Naturaleza es una gran madre que sabe más, mucho más que él. Y él, el hom¬bre, el hombre de aquí mismo, de nuestros reinos, esto no lo quiere saber, y, a este paso, tampoco nunca lo querrá entender.

Comenzaré desde donde hay que comenzar. Verás. Sabrás. Y, entonces, volverás a nacer. La personalidad del hombre, te decía, es algo falso y así hay que reconocerlo. Porque la esencia de la fuerza que habita en el fondo de cada hombre y le da la vida es la misma en todos, exactamente la misma, mi rey. Por tanto, ¿qué función habría de tener en La Tierra una fuerza misma desdoblada en múlti¬ples seres huma¬nos, tal y como así es, rey? La respuesta es sencilla: co¬nocer el mundo que lo rodea, y hacerlo de múltiples formas. Pero no conocerlo, no, el ser humano, noso¬tros, que quedamos más bien relegados a mero ins¬trumento de esa fuerza para obtener múltiples visio¬nes del mundo o de La Naturaleza, sino para cono¬cerlo y percibirlo, bonita paradoja, la fuerza misma. La gran fuerza natural que quiere usar al hombre como in¬termediario entre ella y el gran cosmos.
Pero el hombre que se erige a sí mismo en una perso¬nalidad de¬terminada, un camellero de tu reino mismo que se crea su papel de camellero de tal modo que no sea nunca él mismo, no deja que la fuerza que le da la vida se pueda manifestar completamente en sí. Por el contrario, el hombre que queda libre por dentro, que no se erige en nada a sí mismo, y que en vez de con¬vertirse en una per¬sonalidad humana se convierte en un río de la fuerza, ese y sólo ése, com¬prende del todo la vida en La Tierra Azul.
Y esta fatal personalidad del hombre, en resumidas cuentas, rey, sólo es con¬secuencia de un errónea vi¬sión sobre la vida y la muerte. Si el ser humano fuera quien él es —y quien está destinado a ser— en en este mundo, no le te¬mería para nada a la muerte y se evi¬ta¬ría ese profundo y silencioso sufrimiento que lo ani¬quila ante la gran verdad del cosmos. Porque quien teme a la muerte no puede estar, no, Akamón, no lo olvides nunca, no, en el ca¬mino correcto sobre este mundo de la existencia. Para el ser hu¬mano que piensa con equilibrio, la muerte da sentido a su vida y supone un momento tras¬cenden¬tal ya que, cuando se al¬canza, se responde así ante uno mismo, y ante nadie más que uno mismo, de los actos y de los sen¬ti¬mien¬tos hechos y sentidos. Es esta, mi buen rey, la gran razón por la cual la persona que llega a comprender la esencia de la vida se ocupa de apren¬der a amar cuanto antes y de aprender a pensar bien sin dilación, ya que quien no se ocupa de estas dos cosas está perdido de antemano y se des¬tina a sí mismo, como pronto vas a ver, a no com¬prender nada.
Y, quien no comprende nada, nunca se inicia a sí mismo en lo oculto de La Tierra, ni nunca encontrará los azares necesarios para introducirse en algunas de las grande sendas secretas, de las que te hablaré más adelante, no lo dudes, Akamón. Algunas de esas gran¬des sendas, caminos de la gloria, que, sabiamente, es¬conde el corazón de La naturaleza de siglo a siglo por encima de razas y generaciones y más generaciones. Por eso primero hay que convertirse en un aspirante a iniciado per¬fecto, que es lo que yo puedo darte, sólo y sólo eso: Las leyes que has de observar en la vida y en La Tierra para poder comprender la existencia y, al ha¬cerlo, comprenderte a ti.
Comenzaré por hablarte, para centrar más la cosas aquí, ante ti, de lo que aprende un aspirante a iniciado en los secretos ocultos, mi buen rey. Lo primero, es ese aprender a amar del que an¬tes te hablaba y que es una de las mayores dificulta¬des para quien pretenda ini¬ciarse de un modo efectivo en lo oculto de la vida. Porque no sabe amar quien quiere, sino quien puede. Y esto es y será así no sólo por dicho popular sino por pura lógica deductiva, rey.
El verdadero aspirante a conocedor de la gran sabidu¬ría debe traer como ya suyo, si quiere llegar hasta cual¬quiera de los umbrales de las sendas mágicas, ese haber aprendido ya a amar y a pensar bien. Esto, si quiere lle¬gar a co¬nocer la sala invisible donde le se¬rán revelados Los máximos secre¬tos de la vida en La Tierra, en la medida y tan sólo en la medida en que sea capaz de ir recibiéndolos y asumiéndolos. Y no más ni me¬nos, Akamón, que en esa medida.
Porque has de saber ya, mi noble Akamón, que cada ser hu¬mano es¬conde a un gran sabio en su corazón. Sin embargo, desgra¬ciada¬mente, no todos los seres humanos acaban dando con él. Por el contrario, mu¬chos lo aniquilan y lo expul¬san de sus vidas de tal forma que, cuando realmente lo ne¬cesitan encon¬trar, el gran sabio interior ya no está. Y es difícil que él re¬grese cuando se va, porque es muy po¬sible que nunca más reco¬nozca al ser en el que intentó vivir un día en el pa¬sado. Cuando el gran sabio interior lo abandona a uno, mi se¬ñor, es horrible, creeme. La persona se en¬cuen¬tra dominada entonces por su parte más animal, come mucha más carne de continuo, cuanto más roja mejor, para ali¬mentar así a su bestia interna, que le manda y le hace decir co¬sas gro¬tescas, insulta a La Naturaleza cuando habla, fomenta en sí mismo todo tipo de maquinaciones para destruir su pro¬pio cuerpo, como ha¬cen los que se enfrentan entre sí a muerte por cualquier duelo en nuestras tribus más milena¬rias, o los que fermentan las frutas y las plantas, lo unen al azúcar, y logran una be¬bida que los embriaga; pero, de la cual, abusan y abusan hasta destruir su organismo y su mente. Cuando el gran sa¬bio interior abandona has¬tiado el cuerpo del hombre, se produce una metamor¬fosis mala en el ser humano, el cual queda a merced de fuerzas siniestras: de aquéllas que son más bestiales que nobles. Todas las fuerzas, y de todos los tipos, exis¬ten sobre La Tierra, mi buen rey. Sobre La Tierra existe, has de saberlo, todo aquello que el hombre sea capaz de imaginar con su imaginación. Aunque sea en la mente del hombre, lo que es imaginado por él existe poten¬cialmente. Y puede llegar a existir en lo material por¬que está ya en la mente del hombre. De hecho, mi buen rey, lo imaginado exis¬tirá tarde o temprano, lle¬gará a ser un día u otro, y será en la misma medida que el hombre lo haya creado desde su imaginación. Por eso hay que tener mucho cuidado con lo que cada hombre imagina con cierta intensidad y en deter¬mi¬nada vibración emotiva interior, por¬que eso sucederá. Acaecerá por encima de unos y de otros y, quizá, cuando menos lo es¬pere el hombre. Es la ley de la causa y del efecto del mismísimo Hermes, grandísimo sabio con el que otros y yo mismo nos reunimos hace poco, en el desierto, para comentar sus descubrimien¬tos en el mundo de La Naturaleza, hazañas que es¬tán revolucionando la vida de mucho de los habitantes del reino en el que ese grandísimo sabio ha nacido.
Sábelo, Akamón: El gran sabio interno no puede vivir mu¬cho tiempo en el cuerpo de un animal instintivo, sino en el cuerpo de un hom¬bre evolucionado. Y en éste se desarrolla. Al desa¬rrollarse, crece. Y, al crecer, hace que el hombre crezca de un modo diferente a lo habi¬tual. Y es de esta forma, y sólo de esta forma, de¬jando crecer por den¬tro al gran sabio, como el ser hu¬mano avanzará por los secretos y ocultos senderos de la vida, que están des¬tinados a probarle en todas y cada una de las circunstan¬cias que se le presenten. Y quien no tiene den¬tro de sí al gran sabio, ya sea porque se haya ido enfadado por el trato recibido en el templo humano, en el cuerpo del hom¬bre, está perdido de an¬temano porque no encontrará los caminos mágicos que La Naturaleza tiene reservados sólo para el hom¬bre que, reunido con su gran sabio, la ve de otra forma y la reconoce tan como madre de todas las cosas en el mundo, como tan madre del hom¬bre en La Tierra..
Akamón: Es el hombre que en su vida reacciona con libertad y justicia, quien se encontrará ante uno de los mágicos sende¬ros. No así, no, quien intenta aprove¬charse de una reali¬dad que no nace más que en su pro¬pia mente, la que no es asesorada en este caso por el gran sabio in¬terior del que antes te he ha¬blado. Es por eso por lo que, jo¬ven prín¬cipe, aspirante a iniciado per¬fecto en el gran secreto de la vida, hay que to¬marse la vida como un gran juego, re¬gido por esas leyes tras¬cendentales que sólo están ahí para que ayuden al buen cami¬nante, que es el que sabe cómo hay que vi¬vir, en su lento o más rá¬pido avanzar. Y en cuanto el verdadero aspirante decide avanzar, por medio de las actitudes mentales perfectas y de las que son las postu¬ras reales del cuerpo, aprende de inmediato la gran verdad máxima. Y se asombra. ¿Cuál es esa verdad máxima? Espera un poco antes de cono¬cerla, Akamón, espera. Porque quien sabe esperar demuestra que está templado por dentro y que se ha situado por encima del paso del tiempo, porque sabe estar tranqui¬la¬mente reunido consigo mismo en su interior. Quien no sabe es¬perar está fuera de sí porque, más que probable¬mente, lo ha abando¬nado su gran sabio interior, tal y como te decía antes. Para llegar hasta la verdad máxima es necesario que pase¬mos antes por las verda¬des básicas, las que sostienen a la ma¬yor. Porque si yo te dijera ahora mismo la verdad de las verdades, tú no la aceptarías de buen grado y me echarías de tu palacio seguramente. ¿Por qué, qué mal te habría he¬cho yo? Pues decirte algo que no podrías comprender y ca¬llarme. Desde luego, para que se comprenda la verdad máxima, que es muy sencilla de entender mi buen rey pero no de asimilar así, de buenas a primeras, hay que explicar correctamente cuáles son las verdades básicas, aquellas de las que el hom¬bre nos tendemos a sepa¬rar por no tener a alguien al lado que, de viva voz, nos las comuni¬que del modo más adecuado. Como hace Hermes en el reino donde está, por ejemplo, sabio al que nombro otra vez para homenajear del modo co¬rrecto sus tres nacimientos, que eso es lo que significa su segundo nombre al traducirlo, lo que da por tanto el de Hermes, el tres veces na¬cido. Porque las verdades básicas están ahí, alrededor de todos nosotros, circun¬valando el planeta, cumpliendo sus leyes cada día y sin cesar tanto en todo lo de los hombres como en todo lo de la Tierra. Por tanto, continuemos poniéndonos de acuerdo con las leyes básicas de este mundo, las más evidentes aunque muchos de los hom¬bres no las vean ni com¬prendan, para luego entrar a entender las le¬yes máxi¬mas, todas las cuales, una y otras, están dentro de una ma¬yor ley, a la que se puede llamar la gran ley del hombre en La Tierra, o lo que es lo mismo, La Ley.
Y una verdad máxima que muchos de los habitantes de nues¬tro reino y también de los otros reinos no tie¬nen en abso¬luto en cuenta es la referida a cómo hay que amar en La Tierra, a como se debe amarse en¬tre sí. Porque amar no es encontrar la seguridad a partir de los de¬más, como piden los que quieren ser servidos todo el tiempo; tampoco es de¬sear poseer a otra per¬sona, como in¬sisten e in¬sisten los que son felices sólo cuando obtienen lo que quie¬ren. No, Akamón, no. Enseña a tus súbditos que amar no es quitar libertad ni espe¬cular con el mundo de los sentimien¬tos como ha¬cen algunos de nuestros más ricos amigos; que amar no tiene porqué ser dar el corazón a cam¬bio de otro co¬razón y olvidarse del mundo, del bello mundo, para siempre en nombre de ese amor. El verdadero aspi¬rante, Akamón, en su lucha por aprender a amar de ver¬dad, a amar como ha de amarse, habrá de comenzar a ha¬cerlo por sí mismo. Porque es el primer fallo que cometen muchas personas: no quererse a ellos mis¬mos. Odiarse, no gus¬tarse, detes¬tarse, huir de sí para no verse, abandonarse. ¿Es esto amor, mi rey? El amor debe amar desinteresada¬mente, no debe buscar amar a aquello que sea como uno de¬sea que fuese. Eso no es amor, sino vacua vanidad. El que ama, lo hace porque ve en todo a La Naturaleza, a la que com¬prende y por tanto ama y, al verla en todo, lo ama todo y lo com¬prende todo al mismo tiempo. Lo comprende. Así ha de ser siempre, del modo más natural, ya que es La Naturaleza la que, en resumidas cuentas, mi rey, se comprende a sí misma al ser compren¬dida por el hombre.
Y comprender y aceptar su naturaleza interior será la única vía para que el hombre quiera y sepa amarse a sí en primer lugar, antes que tratar de amar a nada ni a nadie. Pero, ¿puede la materia amar? Pues de la misma manera que la mate¬ria como sustancia no puede amarse ni amar si no está in¬fundida de la fuerza, de esa misma manera, el hombre, si no se ha¬lla despierto e inte¬riormente vivo, no puede ni podrá amarse dentro de sí ni tampoco, como la propiamente materia que es, amarse fuera de sí a través de los de¬más.
Pero el verdadero aspirante, mi rey, aprende a perse¬verar por en¬cima de todas las dificultades que se le presenten en su cada día, y se esfuerza por ser una per¬sona mejor y mejor, hasta darse cuenta de que su lu¬cha fructifica y conduce a un mundo situado en una mejor realidad que la que vivimos, actualmente, los seres humanos en los siete reinos de este planeta. El aspirante sincero, el que no busca competir con otros aspi¬rantes, el que tampoco busca demos¬trar nada a na¬die, el que llega hasta uno de los senderos de los semi¬dioses por haber sido capaz de so¬portar lo insoportable en el mundo físico y, aún así, seguir siendo él mismo o ella misma, ése verdadero aspirante a rea¬lizar la verdadera boda alquímica, ése, sabe aprender a amar tratando, primero, de poseer en sí la humildad de aprender a recibir y tratando, luego, de tener el valor de aprender a dar.

Porque, ¿acaso no conoces, Akamón, la leyenda del oasis perdido? Es probable que no, mi rey, porque se trata de una historia muy anti¬gua. Verás:
un guerrero del desierto, de los que aún no se habían rebelado cuando comenzaron a construirse los grandes poblados en nuestro reino, se per¬dió un día de la cara¬vana con la que se iba al sur de los su¬res, con tal de ha¬llar un campo verde al final donde esta¬blecer entre to¬dos una nueva tribu y procrear. Se perdió debido a una inesperada tormenta de arena, que sepultó a unos en un abrir de ojos, que, a otros, dejó ciegos para toda la vida debido a la fuerza del impacto de la arena movida por el viento contra sus párpados, y, a los demás, los mantuvo durante trece días y trece noches quietos, es¬condidos entre las dunas o bajo sus camellos.
El gue¬rrero perdió toda esperanza de llegar hasta los oasis de Gabriel, que suponía los más cercanos a donde estaba y que eran llamados así porque así se llamaba quien los disponía para los viajeros, cuando vio a dos bui¬tres si¬niestros vo¬lando sobre su cielo todo el tiempo, como si le anunciaran —como hacían— su cercana muerte sin que pudiera hacer nada por evitarla. El guerrero era valiente y por eso se dis¬puso a morir con dignidad en lo alto de la duna más alta que, casi a ras¬tras, hundién¬dose en la arena hasta las ca¬deras ya, consiguió esca¬lar. Allí, tapado con su capa ne¬gra, el guerrero consideró que debía despedirse del mundo diciendo o pensando algo desde el corazón. Y fue así como, sin saberlo, rezó. Y eso que nunca nadie le había en¬señado a orar ni a di¬rigirse en voz baja a lo superior. Y estas fueron sus pa¬labras que, recogidas por el viento, llega¬rían a exten¬derse de territorio en territorio, y de siglo en siglo; és¬tas fueron sí: —Voy a morir, ya lo sé. Por eso aviso a la fuerza que todo lo guía y que todo lo mueve so¬bre el mundo. Porque yo voy a ir a donde ella está para que ella disponga de mí. Adiós, vida. Te he amado y me he acos¬tado contigo hasta la saciedad, queriendo que fue¬ras mía por com¬pleto. Y he buscado también tus miste¬rios de mujer sensual. Te he querido por fuera y por dentro, vida mía. Y, cuando luché, lo hice en tu nom¬bre con justicia y con sentido de la verdad. Y, cuando maté, lo hice porque tú me probabas y yo me defendía; y, cuando en¬fermé, fue porque me aparté de ti, lo sé. Y, cuando amé, fue porque tú, en forma de dulce mujer, me poseías. Adiós, vida. Hola, fuerza, dondequiera que estés. Hola. Yo te saludo, yo te espero. Dispón de mí. Aquí estoy yo. Y no te temo. No te venero. Sí, gran fuerza, te res¬peto.
Y, tras decir ésto, el guerrero de largos cabellos canos cerró sus ojos del color de una mañana de invierno, y se dispuso a expirar.
Pero entonces apareció en el interior de sí un Oasis mara¬villoso. Como nunca antes hubiera podido ima¬ginar, vio claramente miles de palmeras muy verdes, agua clara y profunda, arena conver¬tida en arcilla encharcada. Vio animales correteando, tal que aque¬llo no parecía un desierto, sino una selva. Y se vio a sí mismo allí, al borde del agua. Se agachó, tomó un racimo de agua entre sus manos y bebió. Era agua clara, clarísima, un agua que, al llegar a su estó¬mago, no sólo refrescó su cuerpo sino que lo limpió y lo ali¬mentó. Había incluso una rosa roja más allá, ha¬bía una luz perfecta que daba sobre todas las hojas y las hacía brillar de modo tornaso¬lado y había un ruidillo de agua chapoteando a causa del suave paso de una brisa que, propiamente, parecía que viniera, para él en aquel instante, del lejano mar. Y, al sentirse así recon¬fortado por dentro, el guerrero abrió los ojos y cuál no fue su sorpresa cuando vio allí, a lo lejos, pero vi¬niendo hacia él, la cabeza de su caravana, como si a él buscaran en medio de aquel arenal.Y, a lo cerca, intuyó una presen¬cia. Era ella, la fuerza. Estaba seguro. La fuerza que le había poseído en las batallas contra los enemigos del de¬sierto, la fuerza que lo había animado a las más grandes locuras de amor. Ella sí, ella, la gran fuerza que todo lo que regía, aquella a la que él se había dirigido horas an¬tes cuando, antes de soñar, se dispuso a morir. Pero la fuerza, ¿qué hacía allí?. Así se lo pre¬guntó a sí mismo, agarrando el asa de su puñal tan curvado como la media luna más clara. ¿había metido a matarle ante los suyos, que por eso ve¬nían en aquel preciso instante? No, no podía ser. Lo hubiera hecho ya y, además, pensó, al muerte actúa sin importarle te¬ner testigos delante. No, no, entonces ¿qué sucedía? ¿Qué pasaba? El guerrero sólo conoció la respuesta cuando se relajó internamente y dejó que aquella pre¬sencia potente se acercara invisible hasta él. Era el único modo de conocerla, verla, ya que no era visible. Y tanto dejó que ella se acercara hasta él, que la fuerza llegó a tocar sobre el rostro del guerrero, a fundirse en¬tonces lentamente en él, a pose¬erlo hasta el corazón y hasta la médula de los huesos, mientras el valiente se de¬jaba hacer con tal de conocer a quien lo mataba, y contra quien sabía que no podía hacer nada ya que no¬taba todo su es¬plendor. Cuando ella fue él, cuando él fue ella, el gue¬rrero com¬prendió: él mismo la había llamado, sí, él mismo la llamó cuando ha¬blo para sí ante el desierto. Y, por eso, ella vino y le dio de be¬ber del gran océano de la vida, que le mostró en forma de gran oasis en su memoria de viejo luchador. Y ella había venido, sensual como una danzarina de la raza negra, altiva como una muchacha de la raza blanca, miste¬riosa como una diosa de la raza verdia¬marilla. Así, así vino hasta él aquello que ahora lo ha¬bía totalmente po¬seído. Y ahora él era ella y ella era él. Lo supo con pre¬claridad en su mente, sí, entonces lo supo y supo también la verdad: Había muerto.
No, no debía engañarse. Había muerto, sí, había muerto al dejar que la fuerza invisible lo traspasase. Ya no era el gran guerrero del desierto que había sido hasta entonces, ya no era el gran vencedor de las bata¬llas en las lomas de las dunas. No, ahora era el gran guerrero, El vencedor de sí mismo, el que había sido capaz de renun¬ciar a sí para dejar que entrara ella, la fuerza, en su cuerpo. la fuerza que todo lo crea, la fuerza que todo lo anima, mi rey, como ves y como aquel guerrero comprendió al vivir hasta el final de sus días —que fueron innumerables— poseído por ella, la fuerza, con la que vivió un extraordinario ro¬mance tras aquella fusión en las más diversas y mági¬cas situaciones de la Vida, y que hizo felices a los dos. Felices como dos gaviotas blancas que se aman y se en¬cuen¬tran en el cielo ya al final del atardecer de un blanco día de invierno.

Y esta es esa leyenda, mi señor. la Leyenda del Oasis Perdido, con la que acabo hoy nuestra primera reunión, es¬perando haberte enseñado algo de entre lo poco que sé o creo saber.

Y, diciendo estas palabras, el gran sabio hizo una breve reverencia hacia sus amigos allí reunidos tras la cual sa¬lió de la sala.
Poco después, lo vieron meditando a solas en un es¬condido recodo de los jardines del rey.







(Primera noche)

El Cuento de La Melodía Más Bella del Mundo

Y en la misma postura que la vez anterior por el día, al llegar las siguientes doce exactas de la noche, cuando la oscuridad bramó, el gran sabio de entre los sabios ha¬bló así:
—Y quien ya es así, mi noble rey, quien ya es en su corazón como aquel gran guerrero de la leyenda del oasis perdido, sabe más: Sabe que amar no es en abso¬luto en¬con¬trar la paz por estar con la persona larga¬mente deseada, ni es de¬sear carnalmente a otro ser hu¬mano casi de la misma forma como los ignorantes de¬sean una carne cada vez más fresca para comer.
El verdadero aspirante a iniciado verdadero, a Gran Iniciado, concluye muy pronto que amar no es querer para sí a nadie ni a nada. Y, fi¬nalmente, lo resume todo cabal¬mente en la idea de que amar es dar a la humanidad o al mundo nada más y nada más, oh, mi rey, que lo mejor del interior de una o uno mismo, y, esto, sin esperar de an¬temano nada del exterior.
Y ésto es amar, como ves.
Pero lo que ya puedes saber saber, dulce Akamón, es que los gran¬des secretos de este mundo y también de más allá de este mundo no están velados, ni a la ma¬yo¬ría ni a la minoría, a causa de una orden superior que impida el libre acceso a los co¬nocimientos más al¬tos. Ni a la mayoría de temerosos de la muerte y a la minoría de esperan¬zados a causa del gran sabio o de la gran fuerza que en ellos haya cobrado vida por la no¬bleza, al fin, de sus pensamientos y de sus actos. Por el contrario, no hay nada en el cosmos que le esté velado al hombre. Ni siquiera el conocimiento de lo que le es superior.
Por eso los grandes se¬cretos de la muerte y de la vida residen en el co¬razón de cada cual y, también y sobre todo, en los símbolos y los signos de La Naturaleza. Pero recuerda bien esto que te voy a desvelar, Akamón: Nadie puede descifrar los símbolos y los sig¬nos sin ha¬berse descifrado antes a sí mismo. Porque, ¿podría el aire conver¬tirse en hombre sin haber desen¬trañado, al menos, los secretos del hombre? Y, ¿no es más fácil que el hombre se convierta en aire, que el hombre se disuelva en sí mismo, se desapegue de su cuerpo y de la materia, para vencerlo, para vencerla, para transcen¬derlo, para transcenderla, y de esta ma¬nera elevarse mucho más arriba de lo que haya lle¬gado nunca? Para llegar, acaso, mucho más alto de lo que el hombre haya llegado en ninguna de las lla¬madas épo¬cas históricas y en las que, hasta el mo¬mento, el hom¬bre ha usado para sí tantos disfraces para es¬conderse de sí mismo y de lo más alto, creyéndose vanidosamente además —creyéndonos— que evolucionaba por sí mismo en el espacio y a través del tiempo. Y esto cuando, únicamente, el hombre no ha hecho y hace más que vivir sobre un único y repetido instante, una y otra vez y otra y una vez más. Ese instante dividido ar¬tifi¬cialmente, aunque con criterios de gran profun¬didad, que se cuenta de veinticuatro en veinticuatro horas, doce para la luz y sus tona¬lidades y doce la para la oscuridad y las suyas. Y que vuelve a con¬tarse en doce bajo un cielo definido por las doce constelaciones que rigen el gran juego de los signos zodiacales, aún no perfectamente comprendidos en su verda¬dera esencia por los actuales humanos, que, mediante sus tontas predicciones, suelen jugar en La Tierra con lo que es muy se¬rio en lo más alto. Ese instante llamado día y que está sa¬bia¬mente dividido por la luz y por la falta de luz, por la claridad y por la oscuridad de la no¬che. sabía, muy sabia, la división del tiempo en un número mágico, que es la suma del uno y del dos, lo que da tres, siendo que las doce horas del tiempo son, en este sentido ¿no lo veis? puertas que tapan el todo simbolizado por la tercera cifra. Ya veis. A veces, tien¬den a complicarse los secretos encerrados en los nú¬meros humanos pero, cuando los comprendes, te lo puedes pasar la mar de bien sabiendo que la lógica de los números del uno al diez, esa que rige en todos nuestros reinos, es magnífica. Dentro de esos números tan exactamente situados en sí mismos se encierran todos los secretos que sostienen la realidad física. Pero esto es, mi rey, harina de otro costal. Vayamos de nuevo a lo que no interesa. Y quiero devolverte al tema de los disfraces múltiples y diversos con los que, desde el más pobre hasta al más rico, los seres huma¬nos han tratado y tratan de esconderse de lo que es más alto, más superior a sí mismo. Y te demuestro que, en efecto, se esconden. ¿Cuándo? Pues ni más ni menos, mi rey, sabios, Anaíria, al no enfrentarse a la verda¬dera realidad de sus vidas en La Tierra, que es finita y que tiene una ex¬plicación profunda y majestuosa, por mucho que se quiera demostrar que no la tiene desde el mundo de los que investigan para ti los secretos del mundo conocido.
Aprovecho para decirte, mi buen rey, que si el gremio de los investigadores de tu corte estuviera consti¬tuido por los seres más idealistas y osados en sus hipótesis e ideas, mejor nos iría en cuanto a estos conocimientos de los que ha¬blamos desde ayer, aquí, en tu sala princi¬pal; y también mejor nos iría en cuanto a otras cosas referi¬das a la actual marcha de tu reino. Pero como tu corte de investigadores está formada, o parece estarlo —permíteme decír¬telo, buen rey— por los fanáticos del mundo físico y corporal, los que ignoran a todo gran sabio que pueda ha¬ber dentro de sí o a cual¬quier toda fuerza que se les pu¬diera manifestar, así nos va. Y así. Un día, ya lo ve¬rás, adoraremos a las piedras mis¬mas, y nos fijaremos tan sólo en la belleza exterior de las personas, si tus investigadores no dejan de prego¬nar por ahí, en sus cogorzas en la plaza antigua y ante sus adula¬dores, que no hay nada superior al hombre, el cual, según éstos, podrá un día desvelar todos sus secretos a partir del estudio de la materia de la que está com¬puesta el mundo físico, que no es más, en defini¬tiva, para ellos, ya digo, que un estado de vibración, como el que hacen las tres cuerdas del instrumento mu¬sical de nuestro mago real al ser chasqueadas con la punta de los dedos. Hasta han llegado a afirmar que el hombre es el único habi¬tante que tiene que haber por ahí, y esto aún siendo el cosmos tan grande como in¬tuimos que es y como cuentan nuestras leyendas an¬cestrales, algunas de las cuáles puede que te llegue a re¬latar, si así veo que te gusta, a lo largo de éste, mi dis¬curso a ti. Tus inves¬tigadores se han semidivinizado, o algo así. Dicen, como si ellos mismos fueran los dioses que niegan, que los dioses no pueden existir porque hay demasiado desor¬den en el mundo como para que todo haya sido creado por un ser superior. Ellos sólo ven el caos, por¬que investigan desde su propio caos in¬terior. Pero quien investiga desde la calma interna de su gran sa¬bio inte¬rior, quien mira a La Naturaleza con los ojos de ese mismo sabio o con el ímpetu de la fuerza que todo lo crea y que todo lo transforma sin ce¬sar, quien así lo hace halla las grandes verdades y las pone en fórmulas perfectas, irreba¬tibles, conoce lo que es y lo que deja de ser lo que es a cada instante y com¬prende otros concep¬tos de espacio y de tiempo, de ritmo y de medidas, mi rey. Créeme, no es lo mismo investigar la vida humana siendo un cervatillo que siendo un ciervo. Lo mismo pasa con los que investi¬gan desde el caos de su interior, o los que lo hacen desde su calma interna, desde su capacidad de observa¬ción y medita¬ción. Tú sabrás, rey, lo que haces en tu reino, pero es muy seria, créeme, esta cuestión. Si los hom¬bres creen en la fuerza que todo lo crea y que a todo da vida cuando en¬tra, si llegan a creer en ella, se pondrán finalmente a buscarla, ¿no crees? Y, al encon¬trarla todos, el mundo se elevaría porque vi¬braría en otra frecuencia, ya ves. En la frecuencia superior de la fuerza surgente de un hombre nuevo.
Pero si creen sólo en lo que es físico, en lo que da pla¬cer a sus cuerpos en La Tierra, si creen sólo en que lo superior les ha hecho una mala jugada al traerlos al mundo y por eso lo echan de sus vidas y de sus pen¬samientos, si no cumplen en definitiva con las leyes de La Naturaleza en La Tierra, como creemos que no hacen con sus predic¬ciones nuestros investigadores ac¬tuales, no han de crecer. Y no, no lo harán. Y, con ellos, no habremos de crecer ninguno. Nadie. Óyeme bien, buen rey, óyeme si aún te place, que veo, por tu manera de es¬cucharme y actitud al hacerlo, que sí. Óyeme porque es muy impor¬tante lo que ahora te voy a decir. Óyeme como si te oyeras a ti mismo, como si estu¬vieras atendiendo a tus ancestros; óyeme, Akamón, por los lugares de tu cuerpo por donde pue¬das vibrar. Óyeme por tus tímpanos al vibrar porque las ondas de mi voz a través del aire los traspasan; óyeme por tu pecho encendido a causa del sentimiento que sientes al oír lo que te digo; óyeme por tu garganta, porque si con¬sigues que una voz que diga la verdad haga vibrar tus cuerdas voca¬les, trasformas el mundo y la realidad. Óyeme, Akamón, mi buen y no¬ble Akamón. Escúchame ahora: O haces más caso a los que inves¬tigan la vida desde la gran fuerza escondida en La sabia madre Naturaleza, o yo y también creo que la mayoría de los aquí estamos presentes emigramos un día de estos en desbandada, dejando al pueblo sin sus llamados grandes sa¬bios de tu reino. Y nos largamos. Y puede que hasta nos hagamos Atlantes, ya sabes, de esos que aún viven en ese reino tan degradado y deca¬dente del otro lado de la esfera terres¬tre, de esos que se dedican todo el día, desde hace algunos siglos, a probar unos cachivaches que explosionan terriblemente y que son muy destructivos para con sus ca¬sas y también para la propia salud mental y física de to¬dos ellos.Y lo saben. Sabe que lo que están ha¬ciendo tra¬erá conse¬cuencias funestas, pero piensan que es a tan largo plazo que, como ellos ya no estarán en La Tierra, pues eso, que qué les importa. Y van y construyen grandes poblados que ellos llaman grandes ciudades y, luego, a me¬nos que nada, las explotan y lo graban todo en una especie de artilugio que envía imágenes aquí y allá, para que to¬dos vean a la vez lo que sucede en todas partes, y esto todo el mundo a la vez. Lo graban para luego darlo al mundo y decir: nuestro reino es el me¬jor porque hemos cre¬ado esta gran ex¬plosión que nos equipara a los dioses por¬que ya dominamos la materia y sus secretos, que se resumen en éste —dicen ellos—: La materia, reyes de reyes, oídme todos los reinos, ex¬plote y se destruye partes por la mi¬tad en determinadas circunstancias sus partículas más pe¬queñas. Por lo tanto, el hombre, que es materia, es des¬truido para siempre cuando muere. Y hasta al pensar así se auto¬destruyen.¡Ah! ¿Y sabías, gran rey, que ellos nos en¬vían periódicamente sus bandos cí¬clicos a todos los demás reinos, entre los cuales nos hayamos, para de¬cirnos e in¬formarnos con mucha elocuencia que, se¬gún ellos, es "altamente estimulante" —así, así lo afirman— vivir en un reino así, como el de ellos. Y no sólo eso, sino que, ade¬más, se atreven a ofrecernos des¬cocadamente su modelo de reino "para que también noso¬tros lo apliquemos cuanto an¬tes en nuestras vi¬das". Allá ellos. Son así y lo más alto sabrá porqué los ha puesto en esta Tierra, que pa¬rece de¬jada de la mano de los dioses pero que, ya te digo, gran rey, no lo está en absoluto, que nunca lo ha estado y que nunca lo es¬tará.

Mira, Akamón, hay siete reinos con poder de mani¬festa¬ción sobre el planeta porque son siete los rayos de luz que surgen de la luz blanca, que es la que simboliza a lo superior.Son los siete rayos del Arco Iris, Los siete colores que producen la manifestación de las cosas, ante los ojos del hombre, como parecen ser ante él.
Y el hombre ha de abrirse en colores si quiere regresar a la luz principal, ya que si se cierra y no refleja la luz que le es enviada desde arriba, se ennegrece y, al enne¬grecerse, se pierde en su pro¬pia materia sin dejar que lo más alto lo llene de sí.
Pero no puede hacerse, rey, disfrazándose de una per¬sona¬li¬dad de¬terminada, de las muchas que pueden anidar en cada hombre, como te decía. El ser humano temeroso hasta de su miedo a vivir, se ha perdido y por eso ya no sabe quién es, y por eso se ha disfrazado y por eso destruye todo a su paso y trata de ser feliz en circunstancias inauditas y que, de ningún modo, pue¬den traer la felicidad a lo humano. ¿Cómo puede ser feliz el hombre si el hombre destruye La Naturaleza que lo rodea, si el hombre mata al hombre, si el hom¬bre mata al animal y se lo come, ingiriendo de la ener¬gía del animal que sufrió salvajemente al morir? ¿Cómo puede ser feliz ningún humano si se organiza pacífi¬camente en comu¬nidades y gremios en cada uno de los reinos, pero a conti¬nuación discute y se pelea con la sociedad de al lado y, aún inclu¬sive, con la so¬ciedad de la otra parte del mundo? ¿Cómo? ¿Cómo puede ser feliz, pregunto a tu sabiduría, rey, si el hu¬mano actual ensalza cualquier atisbo de be¬lleza física fuera de sí, deseándola para sí, menospre¬ciándose por no ser de esa forma tan bello como lo que ve ante sí? ¿Cómo aprenderá así que la belleza, si la haya, surge siempre de la posesión de la fuerza dentro de una o de uno? ¿Cómo feliz, si el hombre y la mujer en¬vidian, si odian, si despre¬cian, si ordenan con prepotencia y si no cultivan la sabia búsqueda del gran sabio interior o de la gran fuerza que todo lo crea y que todo lo anima?
Para ser feliz el hombre en La Tierra tiene que encon¬trarse a sí mismo, y esto es más claro que la fuente de mármol de tu jardín principal donde, por cierto, ha sido para mí un placer meditar casi a su sombra. He es¬cuchado, señor, a tus gorriones de color amarillo, verde y naranja. Señor, ¡cómo cantan! ¡Qué bien can¬tan! Ha sido algo su¬blime pararme a oír sus voces per¬fectamente afinadas, que ofrecían un gran concierto en la tarde en la que estuve allí. Oí ese con¬cierto y créeme si te digo que a través de él, de esa sinfonía, sentí en el pecho la fuerza de la que antes hablábamos, la fuerza del gran guerrero, del va¬liente. El ave la tenía dentro de sí y por eso cantaba así antes de retirarse a dormir sobre su rama. Sentí a la fuerza de esa manera por me¬dio del pájaro que La Naturaleza me ofreció para pro¬barme, para ver si yo era o no capaz de sentirla a ella en mis huesos aunque fuera desde otra presencia. Porque, sabe, oh, rey, que sólo el que puede sentir la fuerza la sentirá y que sólo el que es capaz de ver a lo superior sin ni siquiera alertarse, sólo ése y nada más que ése, lo verá. Por eso aquel gran guerrero de nues¬tro cuento, al acabar el primer día de mi discurso, acabó por convertirse en inmortal. Esto no te lo des¬velé antes, pero fíjate que la leyenda nos dice que vi¬vió su romance con la fuerza durante años "innumerables", esto es, incontables... Por tanto, vivió toda la eternidad, ¿no crees, oh, joven rey? Pero, ha¬blando de leyendas, me viene ahora a la memoria una muy a cuento, se llama la leyenda de la música más be¬lla del mundo, y me servirá para acla¬rarte, si cabe, qué es exactamente la felicidad del hombre y qué no es o qué no debe ser, según mi corto entendi¬miento cuando se trata de hablar de cosas que nos vienen ya como dadas de arriba. Veamos esa leyenda; pero, ¿cómo era, qué verdad relataba esa historia que me contó un duende¬cillo en una ocasión en la que paseaba por un bos¬que? ¡Ah, ya re¬cuerdo...! Sí, sí...: Contaba, mi señor, la bella historia de una niña muy guapa, de ojos verdiazu¬les, que se llamaba Indra y que vi¬vía en una aldea muy linda situada entre un río de aguas transpa¬rente, un valle verde de hierba siempre fresca, y una montaña muy alta, muy alta, desde la que, en su mitad de recorrido hacia arriba, se podía ver el gran mar a lo lejos, no muy a lo lejos sin embargo. Un día la niña se perdió en el bosque de los duendes. Allí donde na¬die se atrevía a entrar por¬que, según se decía, vivían los hados y las hadas haciendo de las suyas y no sé qué co¬sas más que, desde siempre, in¬ventó e inventa en torno a este asunto el hombre en la Tierra, sin llegar a comprender nada, absolutamente nada, de nada de lo que lo rodea. Pero esto que acabo de decir es solamente un comen¬tario mío, buen rey, que responde a que es¬toy un tanto indignado por dentro con lo que sucede en el Reino desde hace unas décadas y eso se refleja sin quererlo yo en mi discurso a ti y, también, en los cuen¬tos de mi discurso a ti. Como ves, no es culpa mía, sino de aquello que me indigna, que es lo que en reali¬dad me sienta mal aun¬que yo coma, viva y trate de pensar bien. Como automáticamente ha¬brás supuesto, ese comentario no pertenece a mi cuento, el cual pro¬sigo ahora, si no pones objeción: La niña tan linda, tan tocada por la belleza y tan armoniosa por dentro y por fuera, se perdió porque, cuando se estaba columpiando en el valle, oyó como una "musiquilla" espacial que provenía de la linde del gran bosque. Cuando su ma¬dre la soltó de la mano en un momento dado tras co¬lumpiarse, ella se sintió fascinada por aque¬lla sinfonía suave y leve que había oído en su interior como una caricia de sonidos. Fue eso lo que como niña sin¬tió en su corazón que, en el caso de nuestra niña, era de oro. De oro puro, porque cuando llegó a la orilla del Gran Bosque y no vio nada, como quien no quiere la cosa, ella se adentró sin malicia y sin temor.. Y se adentró más y más por los caminos donde nuestros ancestros iniciaban con fuertes pruebas físicas y psíquicas a los más jóvenes y dotados guerreros, aspirantes a Iniciados Perfectos, hasta llegar a ese zona prohibida llamada el Bosque de los duen¬des, la misma que antes te decía. Indra, la muchachita ru¬bia de ojos ce¬lestes y de manos muy lindas, ¿qué hizo? Pues que se adentró; ni más ni menos que entró. Y allí vio, de repente, las cosas más bellas que nunca antes na¬die había visto ningún humano sobre la Tierra. Vio una Naturaleza viva, que hablaba entre sí. Los nenúfares ha¬blaban con los sinuosos helechos, el agua hablaba con el cielo, y toda aquella sinfonía se convertía allí en un au¬gurio de permanente paz para quien se quedara mirarla toda la vida. E Indra, como niña, se quedó tan sólo dulce¬mente asom¬brada ante donde otra mujer u otro hom¬bre se le hu¬biera encendido de inmediato la codicia, el afán de pose¬sión, la soberbia y la vanidad. Sobre todo, si llega a ser uno de los tra¬bajadores de las pirámides o un comerciante, sobre todo éstos, que no saben más que hablar de "yo te doy esto y tú me das aquellas dos cosas que tienes allí", lo cual acaba no sólo por ser abu¬rrido, sino mez¬quino y fatal para el desarrollo de la persona en este mundo.Pero Indra, mi rey, lo único que sintió ante tanta belleza excelsa fue paz, mucha paz, tanta que hasta sonrió mirando todo aquel es¬plendor de la yerba sobre la que caía una luz pausada y calma, brillante y serena. Y por ser ca¬paz de percibir la belleza de la Naturaleza y de sentirla en sí misma, por guardar aún el alma tan pura y por tener la mirada tan cristalina, La Naturaleza se dignó a hablar con la niña, después de que hiciera mucho tiempo que había deci¬dido no ha¬blar a los hombres que habita¬ban la faz de La Tierra porque, o se asustaban a veces, o la recha¬za¬ban de inmediato nada más oírla y presentirla las otras veces. Y La Naturaleza, en estas condiciones, le dijo a Indra:
—Indra, rey de la lluvia, dios de los dioses, ¿así me vienes a visitar, vestido de dulce niña? Conviértete ante mí, ya, en quien eres en realidad, en la fuerza que te anima y que eres tú misma.
Y ante estas palabras de la madre Naturaleza una pre¬sencia co¬menzó a salir suavemente del cuerpo de la niña. Era su yo interior, porque era igual que el de ella pero transparente y brillante, áu¬reo, y oloroso: olía a jazmi¬nes mojados por la brisa primera. Y el yo lumi¬noso de Indra dijo entonces a La Madre naturaleza, sa¬liendo como un geniecillo por en medio de la frente de ella:
—Yo soy ella. ¿Preguntabas por mí, Madre Tierra?
—Sí, en efecto, por ti —contestó La Naturaleza— Te saludo, oh, rey de la lluvia, dios de los dioses.
—Yo también te saludo a ti.
—¿Por qué llegas a mí disfrazado de niña preciosa, Indra?
—Porque en mi actual estado de niña en el mundo me he per¬dido, Gran Madre.
—¿Tan pronto te pierdes ya en tu vida terrestre? —le dijo con medida ironía La Naturaleza— No creas que al llegar aquí, al bosque de los duendes que tus pa¬dres tanto temen, estás extraviada. Aquí nadie está perdido, sino todo lo contrario. Los niños y las niñas inquietas que lleguen hasta aquí, hasta esta zona má¬gica del bosque, se¬rán siempre bien recibidos. Dios niño, ya sabes, en tu ac¬tual es¬tado de niña puedes ha¬cer dos cosas: encontrarte a ti mismo como dios y cre¬cer como diosa en La Tierra, ha¬ciendo un día lo más natu¬ral que tengas que hacer para ello, o seguir siendo para siempre una niña por dentro aunque físicamente crezcas por fuera. Y te voy a dar un regalo por haber llegado hasta aquí —le dijo, mi buen rey, La Naturaleza a Indra— Has de saber, te decía, dulce pe¬queña, que cada niña y cada niño como tú me puede sentir a mí en su interior más fá¬cilmente de lo que lo pueden hacer muchos padres y madres, los cua¬les son grandes por fuera, pero pequeños por dentro, valientes en el exterior, cobar¬des en sí. Porque quien no se deja querer por mí yo tam¬poco lo quiero, simplemente me aparto y lo observo como oveja que se me va de mis campos y sufro por ella, por lo que le podría pasar lejos de mí. Sólo así se comprende que a veces me aparte tanto de los seres humanos, para no su¬frir yo cada vez que me dejan por su libre albedrío, cada vez que me abandonan a mi suerte, cada vez que me queman o cada vez que me talan sin ritmo ni medida, cuando no debe ser, o cada vez que me hieren con sus armas y los cascos de sus caballos y camellos con sus terribles, es¬túpidas y zafias batallas. ya sabes. Estoy enfadadísima, mi niña querida, con ellos, tus padres y los demás seres humanos. Así que puedes ir a decírselo de mi parte a ellos cuando crezcas, Y si me prometes que así lo harás cuando seas una mujercita y que te acordarás de lo que aquí hemos concer¬tado, yo te daré un regalo maravi¬lloso. No tienes más que pedírmelo ahora, antes de que anochezca y me tenga que ir a cobijar a todas las vidas que se cobijan en mí, los ciervos, las gacelas, las ardi¬llas, los búhos, las ser¬pientes y los sapos, las aves, y todo lo de¬más que, casi hasta el infinito, se mueve so¬bre mí y en torno a mí. ¿Quieres ese regalo aún sin sa¬ber qué es, a cambio de pro¬meter que hablarás de mí y de mis ideas a los tuyos cuando crezcas, Indra?
Indra sonrió, ofreció una imagen de su belleza en es¬tado puro a La Naturaleza, y respondió finalmente con gran dig¬nidad desde su Pequeña Sabia interior:
—Vale —dijo la niña— Lo cumpliré.
Y siete rayos de sol se abrieron entonces paso por el frondoso fo¬llaje, pasando por el techo de hojas húme¬das y verdes de aquella parte del bosque, y cayeron so¬bre la frente inmaculada de Indra, la cual volvió a son¬reír más encantadoramente que antes.
—He aquí los siete rayos de La Creación, Indra, hélos aquí. Cada co¬lor del arco iris está ya encendido en ti, por tanto serás más fe¬liz que los seres humanos con los que vas a convivir en La Tierra. Como serás más feliz, tendrás que ser tú la que los quiera y com¬prenda en sus momentos difíciles, tú la que los ayude a cam¬biar y a transformarse de hombres pequeños a hom¬bres grandes en La Tierra y, de hombres terrestres a hombres cósmicos, como siempre debía de ha¬ber sido, como siempre un día será y como está previsto que sea cuando las leyes de la natura¬leza así lo quieran. Indra, yo pongo en ti la luz de los siete rayos que crean este mundo para que los uses bien y para que, cuando vuelvas a mí y seas ya tierra que vuelve a la tierra y fuerza que vuelve a la fuerza, me los de¬vuelvas más brillantes si se puede de lo que ahora te han sido ofre¬cidos y entregados y de como ahora están deposi¬tados en ti. Si lo logras, si me los devuelves tan puros como te los he dado tras vivir en tu cuerpo y sentir a través de tus sentimientos, yo te haré Inmortal por dentro y vivirás eternamente, si así lo llegas a desear. Los siete colores irradiarán su energía a través de ti cuando ames como se ha de amar, cuando seas como se ha de ser, cuando sientas como hay que sentir sobre este pla¬neta del mundo donde vas a crecer siendo, por cierto, una de las niñas más bellas que siquiera yo misma haya visto hace mu¬cho tiempo sobre el planeta y entre los se¬res humanos. Eres tan bella porque tu yo supe¬rior es tan bello como tú. O al revés, que da lo mismo, mi rey. Y, además, tú eres la que fue capaz de oír mi voz en forma de dulce melodía, cuando se estaba co¬lumpiando en el jardín del valle, que es mi orilla, mi ladera, la que os ofrezco a los humanos para que re¬tozéis. Tú eres la que me comprende y desea en el fondo de ti, por eso te amo. Te puedes ir ya, Indra, ¿vale? Y oirás durante tu camino de regreso, oirás todo el tiempo, un canto celestial. Y una voz, la mía, que te ex¬plicará cada paso que has de dar hasta regresar sin peli¬gro a tu destino, el que tú has imaginado para ti misma, gran niña, el que un día se im¬pondrá incluso sobre ti si le dejas ser y si no bloqueas tu mente ni tu cuerpo. Y así ha de ser. Vete, vete ya. Me comienzas a importu¬nar, ¿vale? Indra, entiéndelo. Pronto tendré que acostar a mis habi¬tantes, mimarlos, darles silencio, ofrecerles su nece¬sario descanso, lavar mis ríos, prepa¬rar mis lechos, dar de comer a mi hierba y a mis árbo¬les, acariciar con el viento mis flores... Ya ves, Indra, cuánto tengo que ha¬cer. Así, ¿qué? ¿Te vas ya, por fa¬vor? Tu madre —dijo con mucha dulzura La Madre Tierra— sé que te estará buscando, y que estará su¬friendo... De la misma manera que sufro yo cuando un hombre me busca y no me acaba de encontrar (ha de buscarme en su in¬terior, no en su exterior, ¿sabes?) Por eso la entiendo. Por eso te devuelvo a tu madre, y dile también de mi parte que toda madre es una reina de La Creación.

Un poco asustada, pero más aún fascinada, Indra echó a correr bosque a través. Iba oyendo la más bella melodía del mundo en su ca¬beza, la que le enviaba mentalmente La Naturaleza, y esto la cal¬maba. Y la oía sin forzarlo, como por sí sola. E iba oyendo también una voz profunda, pero suave, que le iba diciendo: "Por aquí sí, Indra, por aquí no...." Y así consiguió salir a la luz abierta al fin, al valle de los columpios, donde los niños jugaban acompaña¬dos de sus madres mien¬tras sus padres trabajan en los pa¬sillos de las pirámides majestuosas en el desierto. Su ma¬dre, asustadísima, corrió hacia ella al verla salir de en¬tre la orilla de donde comenzaba el gran bosque. La besó, la abrazó, le preguntó si había sufrido algún daño, lloró, le pidió como solo una madre puede hacerlo que nunca más volviera a perderse, y le rogó que nunca más, pero nunca, en¬trara en aquel gran bosque, porque más allá estaba el país de los duendes donde, si ella entraba en su reino, se la comerían. Y no de¬jarían de ella —le ase¬guró— ni para las ratas del subsuelo de aque¬llos po¬blados, ya por enton¬ces tan repletos, como ahora, de cañe¬rías, de aguas sucias y de mandangas. Así que la madre sólo se calmó cuando Indra, con su vocecilla de princesa disfrazada de niña en un valle, le dijo mirán¬dola con dulzura a los ojos:
—Madre, La Naturaleza está viva en el bosque. Me ha hablado. Y me ha dicho que os diga que lo estáis ha¬ciendo muy mal, pero que muy mal. Y que este es un mensaje muy importante para todos. Y me ha regalado Los siete rayos de la creación.
—¡Niña! Pero, ¿Qué dice tu hija, Rosa? —le pre¬guntó en tono reprochante la madre de al lado— ¿Se ha vuelto loca? Que no la oigan sus profesores de rela¬ción humana entre las gentes de los poblados, porque no le darán el grado de mujer preparada para ser corte¬jada, amada y fe¬cundada por quien ella elija (que eso al menos es un ade¬lanto que trajo del extranjero tu pa¬dre, El gran rey, que siempre vio bien la libertad para las mujeres de su reino).—Hazla callar; cuando los hi¬jos te empiezan a men¬tir así, luego te salen mal. Se ha¬cen ladrones y mentiro¬sos ya de por vida. No es bueno que crezcan con demasiada imaginación, porque en¬tonces, mi buena amiga, no ven el mundo como es, ya sabes. Y se imaginan otra cosa que lo que es en realidad cuando son muy fantasiosos o cuando les da por pen¬sar dema¬siado. En este mundo no es bueno pensar, se trata de pasarlo lo me¬jor posible y sin complicarse el plato de legumbres o de cereales.. Yo de ti, la haría ca¬llar.
—Y vive, vive, que sí vive —insistió Indra tras el discurso de la madre vecina— Y dice que le gustaría quere¬ros, pero que no os dejáis.
La madre de Indra levantó entonces la mirada hacia el gran bosque, se puso a pensar en las palabras de su hija, y comprendió súbita¬mente que quizá era cierto lo que ella decía, que quizá, en efecto, La Madre Naturaleza le había hablado. Porque ella sabía que su hija ni imaginaba dema¬siado ni mentía jamás. Era hija del más puro amor entre ella y su amado, y una hija así es bella, sabia y distinta para siempre. Hubo así, pues, un entendimiento de mujer a mujer, en¬tre La Naturaleza y Rosa, de tal forma que la ma¬dre de Indra com¬prendió que La Madre Tierra jamás mentiría a una niña, jamás la con¬fundiría, como ninguna madre lo haría, y por eso, a causa de esta certeza femenina, se dispuso a esperar las explicaciones de la gran Madre Naturaleza por haberle hablado en secreto a su hija per¬dida, sin ella haber dado su consentimiento o su permiso para que lo hi¬ciera. Y fue en ese momento, en el instante en que fue esperada de esa forma, cuando La Naturaleza Madre irrumpió en el corazón y en la mente de la madre de Indra y le dijo:
—Madre, yo te declaro hija de un dios. Un ser que será libre sobre el planeta, un ser que me encontrará a su disposición cada vez que lo quiera. Yo te declaro madre de Indra y del gran sabio que ella tiene más des¬pierto que ninguna otra niña en su interior.

Y la madre de Indra supo la verdad. Y fue así como ella, a través de su hija, se iluminó con el rayo de la verdad.

Y cuando Indra creció, los habitantes de aquel poblado convirtieron a La Naturaleza en su gran dios.

E Indra, justamente a los diecisiete años, se convirtió en la más temprana y humilde de las Iniciadas Perfectas sobre la faz de La Tierra.

Indra enseñó con su forma de ser y de hacer gran sa¬bidu¬ría a los hombres, con tal de que se convirtieran en gran¬des hombres lo antes posible. Y lo hizo desde su talento natural para las danzas dioni¬síacas, para las artes en ge¬neral, desde la estrella que la hacía brillar más entre las demás chicas de La Tierra.

Y tras una larga pausa en la que el rey se sintió muy emo¬cionado por aquel cuento que narraba la his¬toria de Indra en el gran bosque y su encuentro con la melodía más bella del mundo, que era la voz de La Naturaleza cuando penetra en el hombre. Quizá por eso el gran sabio se mantuvo ahora mudo durante va¬rios minutos, tiempo en el que anduvo despacio hacia una ventana, bajó la mirada y se puso a meditar mien¬tras veía los jardines del rey, ya en el amanecer. Más tarde, recomenzó a hablar así:












(Segundo día)
La historia de amor en¬tre un joven y una estrella

Las doce en punto del mediodía, grandes sabios, Anaíria, mi señor. Las doce en punto. La hora en la que el sol relumbra y es im¬posible mirarlo de frente, como es im¬posible ver lo más alto. La hora en la que la mañana ya no es más que un sueño, y empieza esa plenitud perfecta hacia la tarde. La hora en la que vive el tiempo, el todo. Lo sabían los antiguos atlantes, los que no se destruían en¬tre sí. Ellos, mi rey, lo sabían. Sabían que la vida es¬taba hecha para el que se iniciase a sí mismo. De ahí el porqué de la existen¬cia de los gran¬des sabios entre el hombre vestidos de blanco inmacu¬lado o de azafrán, de ahí la existencia de las capas de los guerre¬ros más nobles, los que ganaban sin matar, y de ahí la exis¬tencia de nues¬tros personajes míticos, como Aleoísio en su viaje iniciá¬tico hacia Antítaca, a los cuales siempre nos ha sido fá¬cil imaginar ata¬viados con ropas que les acercaban a lo más alto de sí mis¬mos en su escala interior de posibilida¬des. Todo héroe, mi gran rey, toda per¬sona que se opone a la injusticia y que lucha contra ella, lo re¬fleja en su vestimenta tanto como en su mirada, nada de lo cual ema¬nará violen¬cia, sino buena disposición de ánimo para evi¬tar que lo innoble entre en él o en ella. Todo ser humano de¬biera poder ves¬tirse como le indicase su propia con¬cien¬cia en cada momento. Y, de esta forma, se dis¬tin¬guirían perfectamente los héroes de los venci¬dos de an¬temano por los secretos de la existencia, los venci¬dos de antemano, sí, los cuales son la mayoría para desgracia de todos y nuestra. Y es que, en este sentido, La vida sobre el mundo puede compararse perfecta¬mente al campo de batalla ante el que, según in¬dica co¬rrectamente el relato sagrado del gran reino situado más ha¬cia oriente, el joven y valeroso rey de los gue¬rreros, el más fuerte y también el más inteli¬gente, se plantea la justicia o la in¬justicia de la bata¬lla que ha de sostener contra sus propios fami¬liares, y contra sus propios hermanos, los hombres. Y al hacerse con no¬bleza de príncipe guerrero ese planteo en el mundo de las ideas —no por temor a la batalla que ha de sostener fuera de sí, sino por darse cuenta de lo absurdo de ma¬tarse los unos a los otros en una guerra entre herma¬nos de raza humana— vence. El guerrero vence. El buscador, el justo, gue¬rrea entonces, porque sabe que lo hace con¬sigo mismo y contra su parte más indecisa. Y así se convierte en gran guerrero que es Iniciado por su propio corazón en forma de la figura simbólica —como la de todas las formas de Los Dioses en La Tierra— de Khris, el dios de ese reino oriental y que es quien a él le enseña mentalmente. Y así es, y sólo así, como el gran guerrero se convierte en Krhis/vencedor del mismo modo que un tal Jesús, que dicen los sabios nacerá en la ciudad de Belén dentro de aún mu¬chos años, para convertirse a sí mismo en Jesús/Kristós cuando decida vi¬vir como le dicta realmente su con¬ciencia. Ese hombre de espíritu superior drama¬tizará a partir de entonces la vida de su propio yo superior en la Tierra. Y todo esto del mismo modo, también, como un tan príncipe que se llamará Sidharta Gautama se transformará en Buda bajo el árbol junto al que un día se sentará con la fe y la espe¬ranza de encontrar a Dios en sí mismo, y con la firme determinación de no le¬vantarse hasta realizar Lo Sagrado en sí. Y aún cabe añadir que, del mismo modo, un dios Alá será difun¬dido por todos los de¬siertos de La Tierra.
Jesús nombrará a dios con su primer nombre en la Tierra creada, Yehová, Ieouá, si se canta en mantra auténtico, uno de los sugeridos secretamente a algunos por el antiguo pueblo de los sánscritos, que en general fueron muy sa¬bios, más sabios que los de hoy en día lo son los sabios en nuestros reinos, incluidos más sabios que noso¬tros,los que estamos aquí, mi señor. Pero un tal Mahoma nombrará a su dios Alá, aiá, si se canta en mantra auténtico, también éste a su vez. Como Sidharta habrá nombrado a su Dios per¬sonal, Buda, uá, en el mantra auténtico si así se quiere cantar repetido y repetido sin cesar hasta que se sea él y él sea quien canta. O como los sabios de la piel color aceituna han llamado en el Indostán Brahma a su Dios Creador, Aum, en el mantra perfecto si se le quiere realizar en el cora¬zón.
Estos grandes sabios de occidente y oriente ofrecerán una nueva fi¬losofía a los suyos. Pero muchos de los suyos, a uno y otro lado del mundo, confundirán esa filosofía y la pondrán al servicio de sus in¬tereses, aún sin darse cuenta de ello en muchos casos.Pero eso, mi señor, pudiera muy bien acaecer en el futuro.
Está pre¬visto por Las sagradas Escrituras que tú conociste cuando eras pequeño por boca del Gran Sabio de la roja barba, aquí presente, entre los sabios que nos has con¬vocado estos días aquí. Ese sabio que es tan modesto que ni dice su nombre para no ser lla¬mado, y al que hasta nosotros tene¬mos que nombrar entre nosotros por sus características físicas. Fíjate si será sabio el de la barba roja que está ahí, tu maestro también en el pa¬sado, que sólo habla cuando llega a una conclusión profunda y que lo escucha todo cuando te diriges a él, ha¬ciéndolo además con una tierna sonrisa entre sus labios, una sonrisa que el que está ante él comprende enseguida que sólo puede provenir de su corazón. Y así transforma nuestro gran sabio de la barba roja a los habitantes de su reino que se acercan hasta él: con una de sus son¬risas, ya ves. Ni que decir tiene que todos lo envidiamos bastante, mi rey, porque es que no le cuesta nada de trabajo trans¬formar a una persona dán¬dole a conocer quién es en realidad ella misma. Tengo in¬formes de que ha realizado ya más de treinta y tres mil transforma¬ciones claras y rotundas, de esas que el hombre o la mujer compren¬den enseguida cuál es la verdad de la vida, y la comprenden sin du¬darlo, sólo echado en su cama todo el día, sonriendo de ese modo es¬pe¬cial a las personas que deciden ir a su choza de paja y de musgo, que ha situado muy cerca de donde el gran mar forma un recodo en la montaña alta. Y, allí, no se levanta de la cama que da a una ventana desde la que se ve el agua y sus olas, desde la que se oye el murmu¬llo del aire al rozar el agua. Sí, allí vive este pí¬caro, sí; en cambio, muchos de nosotros vivimos en las grandes aldeas, en los po¬blados, mezclados todo el día entre la gente, casi echados de nues¬tras viviendas por nuestros alquiladores, a los cuáles se ha dado el caso de no poder pagar, por parte de algún sabio que decidía pasarse todo el día pensando en sí mismo y en la realidad en la que vive, como el gran sabio de la barba roja, que lo ha conseguido. Suertudo él, cierta¬mente. Seguro que ha nacido con alguna estrella bri¬llante en medio de su constelación, que es la que había en el cielo cuando él nació. Seguro, seguro, porque es que si no no puede ser que él viva como quiere y los demás como nos dejan aquellos a quienes adeu¬damos algo. Vaya perra vida la del sabio que está en los gran¬des po¬blados, condenado a oír memeces y sandeces sin cesar por parte de unos y de otros. Vaya suerte, ya digo, la del gran sabio aquí pre¬sente, que al menos ahora sonríe mínimamente por lo que estoy di¬ciendo, ya que él sí que es libre realmente.

Pero precisemos algo sobre ese dios del desierto, Alá, por poner un caso. Predicará hasta en el desierto con el rezo que, en forma de canto y desde los minaretes, lan¬za¬rán las gargantas de los suyos ha¬cia las cuatro direc¬cio¬nes del mundo. Y esto sucederá en las zonas lejanas y per¬didas de la Tierra, allí donde apenas hay Naturaleza virgen, allí donde la Gran Fuerza de la que surgen todos los dioses de la Tierra así luchará por ma¬nifestarse y ser ma¬nifestada a través de los diferentes reinos y de los dife¬rentes hombres, para conver¬tirlos en grandes hombres.

Y Akamón: ¿No te has dado cuenta ya de que tanto simboli¬zado y re¬creado como Dios, Brahma, Alá o Buda —como sabe el Iniciado Perfecto— él es siempre el mismo?
Por eso es necesario que el aspirante a Perfecto Iniciado permita mediante su actitud, su pensamiento, su ma¬yor de¬seo interno e, in¬cluso, su vestimenta, que cual¬quiera de los arquetipos universales que definen a lo más alto —desde el mundo de los símbolos y de los Signos de los que te hablaba al principio— descienda hasta traspasar la ma¬teria del hombre, su cuerpo hu¬mano, y anide en él o en ella del mismo modo que, viniendo del cielo, el pájaro descansa finalmente sobre una rama o un altillo que en¬cuentra a su paso y donde, al po¬sarse, comprueba que él mismo, allí, embelle¬ce La gran obra de la vida. Y se sor¬prende, pero se queda. Y, al quedarse sin miedo, la fuerza lo toma y lo con¬vierte en el ave más bella.
Pero, mi noble Akamón, a quien conozco desde muy niño, sé que a es¬tas alturas te estarás preguntando por dentro, sin poder mantener quieto el pensamiento, que, en definitiva, quién se inicia a sí mismo, quién puede hacerlo o quién debe ante todo, antes que nadie incluso, hacerlo. Te esta¬rás interrogando sobre las cua¬lidades nece¬sarias para re¬cibir esa Perfecta Iniciación al mundo mágico, donde rigen los dioses y las ideas que de ellos mismos y aquí en la Tierra nos hacemos noso¬tros de ellos. Yo quiero respon¬derte a esto, más que por nada para irnos acercando ya del todo, porque ahora sí es posi¬ble, al tema que a ti te in¬teresa, reflejado en tu pregunta cuando nos inquiriste por cómo ser un buen rey y un buen hombre en este planeta, ¿recuerdas? Te responderé de forma precisa, no lo dudes, pero mi res¬puesta final no podría ser comprendida ni por ti, sabio rey, si no te explico antes todo cuanto te estoy expli¬cando. Un gamo no le puede enseñar las bellezas del gran lago a su cervatillo hasta que éste crezca y ya pueda caminar sobre sus patas, ¿verdad? Pues en eso estamos. Necesito que sepas lo suficiente como para que crezcas y ya no seas un cervatillo en el mundo de los dioses, sino una gamo, y de los más sabios si así lo deseas y si así lo dispones desde tu mente.Porque cada cervatillo se hace a sí mismo como piensa, por eso son tan hermosos, vistos desde la distancia en las verdes laderas o también vistos entre las sombras, al atarde¬cer.
Pero ahora centremos el tema, ya que hay todavía al¬guna cosilla im¬portante que has de conocer antes que nada, con tal de que estés bien informado de cara a la que será mi propuesta final a ti, mi rey, el que ha pre¬guntado y al que respondo lo que yo creo que sé, si algo sé.
Se convierte en el dios que imagina quien atrae con su pensamiento lo divino, y lo atrae con sentimiento y tra¬tando de imitarlo en la Tierra. Este sí se halla, noble Akamón, ante el primer paso necesa¬rio para realizarse a sí mismo del modo más rápido y efectivo. Y es que el hombre sólo crece hasta llegar a ser hombre supe¬rior, para quedar convertido en hombre realizado, cuando acude a pedir ayuda a lo que indudablemente es superior a sí mismo. Y ,esto, inex¬cusa¬blemente, por mucho que le cueste al hombre acep¬tarlo por la razón, como le sucede a la mayor parte de la actual humani¬dad que, por otra parte, está muy mal aseso¬rada e in¬formada por sus actuales líderes religiosos.
Estas cabezas visibles de lo religioso en La Tierra han prescindido casi en su totalidad de la parte escondida en las perfectas enseñanzas de los grandes maestros de todos los rei¬nos. Y han prescindido de la oculta ense¬ñanza por¬que apenas llegan a comprender la profunda sabiduría que encierra, mi rey, nunca lo olvides, nunca, porque te va en ello la verdadera vida. Y por eso han preferido difundir hasta la sacie¬dad, y, lo que es peor, sin fe siquiera ellos mismos, la parte menos oculta, la más fácil de comprender, de la vida; esto es, la letra muerta, los relatos bí¬blicos sin aperci¬bir su esencia, las leyendas sin comprender lo que conlle¬van, los mitos sin conocer su real existencia en mundos su¬periores al hombre mismo, los cuentos antiguos sobre La Creación, que, en forma muy bella, todo lo cuentan. Les resulta menos comprometido revelar la parte más fácil de la verdadera Enseñanza —que poseen en sus bibliotecas y en las mentes de algunos de ellos, pero que no comprenden nada de nada— ya que revelar la sabiduría oculta en las grandes religiones, bajo su pri¬mera apariencia, no es ta¬rea fácil, no. En primer lugar, se exige, mi rey, que el alumno esté preparado para en¬tender de otra forma lo que vive, lo que lee y lo que oye. Y esto sólo puede lo¬grarlo un gran iniciado en los grandes secretos o un aspirante ade¬lantado por su pro¬pia intuición, su propia in¬teligencia y su propia no¬bleza constante en su interior.
Pero, Akamón, la razón por la que se ha de permitir que crezca de modo constatable y efectivo el yo supe¬rior in¬terno de cada persona, de cada mujer y de cada hombre en La Tierra a par¬tir de la propia decisión de que así sea, es que sólo puede ser éste, ese maestro in¬terno del que te hablo, el gran sabio interior, quien en¬señe al aprendiz de sí mismo cuáles son y cómo se rea¬lizan los desbloqueos ne¬cesarios, tanto físicos como mentales, para cumplir el sa¬grado proceso, que viene desde todos los tiempos, de cre¬cer internamente y de convertirse en quien siempre se ha sido en el corazón y en la conciencia: Y es así, y no de otra forma, como se ha de cumplir, como ha de ser cum¬plido, el segundo nacimiento del ser humano en la vida fí¬sica. De esta forma, el hombre ya no será hombre, no, no¬ble Akamón; sino que dejará de ser hombre y se conver¬tirá aquí mismo y de una vez para siempre en el gran hombre o en la gran mujer que lo más alto trata desde siempre que exista en el mundo de La Tierra.
El hombre y la mujer, cuando se realizan del modo per¬fecto, se convierten claramente en un hombre su¬perior y en una mujer superior y, sin dejar de ser quienes eran an¬tes, él y ella, ella y él, mi rey, se trans¬forman en quie¬nes siempre han sido en potencia y en lo más recóndito de su propia conciencia vital.

Y, apartándose del en medio de la sala, se fue el gran sabio ha¬cia la ventana y se quedó mirando hacia el cielo repleto de estre¬llas. Todos lo miraban, y Anaíria le agradecía con su actitud, su gesto y su pensamiento, que le hablara como lo estaba haciendo a su amor. El joven rey, interesado por lo que escuchaba, esperaba tam¬bién impa¬ciente que el gran sabio, el más viejo en¬tre los viejos, volviera a decir algo. Como así fue, pero esta vez mirando hacia fuera de palacio, hacia la no¬che desde la ventana, estrecha como un paso angosto entre dos montañas y alta como tres veces un hombre. El gran sabio habló entonces así:
—Y atento Akamón, gran aspirante a La Perfecta Iniciación. Atento a mis palabras, ya que voy a dejar que la noche, esta noche tan pausada, hable a través de mí. Se ve demasiado hermosa como para no darle la palabra. Mírala ahí, miradla todos grandes sabios, mí¬rala, Anaíria, mirala tú también. Qué linda, qué quieta, qué pau¬sada... ¿Verdad? —y el gran sabio se quedó en¬tonces mudo durante un largo minuto, en el que se oyó el sonido de La naturaleza dor¬mida llegando desde el jardín—
Atento, Akamón, porque tal vez es ella, quién sabe, quien ahora te habla a través de mí. Yo, por lo menos, la estoy dejando entrar en mí por mi pecho, y me toma como un pe¬queñuelo entre sus brazos de durmiente y me mece, me tran¬quiliza, me da paz y me dice que te diga lo que sigue: El ser humano puede nacer hasta tres veces en el mundo de la materia. El que es su pri¬mer nacimiento, príncipe aspi¬rante, sucede cuando el hombre viene a La Tierra surgiendo de una mujer. El que es el segundo, cuando el hombre co¬necta con su interior y tras¬ciende la vibración más baja, alcanzado los más cercanos mundos su¬periores, y el tercer naci¬miento, fi¬nalmente, cuando el ser renace en la vida ul¬traterrena aban¬donando por sí mismo su vehículo fí¬sico (el cuerpo), sin du¬darlo ni por un instante y sólo cuando él mismo lo decida, ni antes ni tampoco des¬pués. Entre Los Iniciados Perfectos, Akamón, se da por sabido que el ser humano completo, el auto¬realizado, muere cuando quiere y sabe que, al morir, alcanza la reali¬dad superior para ser allí realmente quien siem¬pre ha sido en reali¬dad.

Y volviendo a su sitio, aunque esta vez sentado en po¬si¬ción de maes¬tro lama himaláyico —nombre de los perfectos Iniciados en las más altas montañas de cierto reino aún desconocido y que se halla en el centro de Asia— el gran sabio siguió diciendo ante el rey:
—Te voy a contar un cuento, mi rey recién coro¬nado. Se trata de un relato más bien. Este relato te ha¬blará de cómo actúa la fuerza ex¬terior en el interior del hombre. Apúntatelo bien en tu memoria, as¬pirante a gran iniciado. ¿Cómo era, qué tal decía? A ver, a ver... Y es que desde mi ciento sesenta y tres aniversario en mi actual vida en La Tierra voy perdiendo ya, más bien, la memoria para es¬tas cosas pequeñas, sobre todo. ¿Qué decía? ¡Ah, sí! La historia; ¿cómo era, cómo, la historia aquélla que hablaba de un chico distinto a to¬dos los demás y de aquella estre¬lla...¿Cómo, dioses, cómo? Ah, yaaa... Por fin: Verás, rey, éste era un chico de la misma edad que tú te¬nías cuando te enamoraste por primera vez de la cocinera de tu pa¬dre, aquella be¬llísima chica traída de las conquistas del gran rey en los territorios del norte del mundo, donde la gente tiene el pelo del color del oro y los ojos del color del cielo o del mar. Menudo lío armaste, Akamón, hasta yo me enteré de tus andanzas sentimenta¬les por las cocinas de palacio, y eso que me hallaba casi en perma¬nente profunda meditación en una cueva a la que sólo lle¬gaba una persona, para traerme agua, un día de cada siete. Pues esta persona no hizo otra cosa que inte¬rrumpirme en su última visita, sacarme de mi pro¬fundización en mí que ya iba para tres meses y medio, y de¬cirme:"¡Sabio, Sabio, el hijo del rey se las entiende en privado con una sir¬vienta, con una esclava, con la cocinera de palacio!". Y yo, de inmediato, así a lo pronto, pensé: "Menudo ése hijo del rey, me¬nudo él, esas esclavas de palacio están de muy buen ver, tras lo cual perdí todo mi trabajo interior por lujurioso, y tuve que regre¬sar al monasterio de La Africania del sur, donde me retiré hasta encontrar en mí, de nuevo, el es¬tado de ánimo que fuera ideal para regresar a las cuevas y escuchar la voz de las montañas y el cielo permanente¬mente y sin cesar. Ya ves tú, oh, rey, cómo me vine a enterar yo de lo tuyo con ella, la que tam¬bién fue la causante de uno de los mayo¬res tropiezos cuando yo buscaba y buscaba sin cesar, hacia arriba y hacia más arriba si hubiera sido ne¬cesario, los secretos del existir y del ser aquí, en este planeta que, ya te dije bien, no está de¬jado, no, de la mano de un Dios.
Pues ese muchacho tenía tu edad por aquellos días. La edad de crecer sólo el cuerpo. Pero el chico, de ojos verdes como el jade y de ma¬nos muy finas y blancas, dotado de una belleza muy noble en su ros¬tro, era dis¬tinto, totalmente distinto, al resto de los hombres de su edad. Él tenía otra sensibilidad. Por eso vivía apar¬tado de ellos, y lo curioso es que vivía constantemente pendiente de hallar una respuesta para sus continuas preguntas sobre lo di¬vino. Como sentía de otra forma en sí la vida, la manifes¬taba de otra forma que los otros. Por eso era tan sensi¬ble, que sabía que tenía que existir un secreto encubierto en las cosas de la vida y de La Tierra. En una ocasión, en el pasado, aquel chico se había ido a buscar a su madre para preguntarle así, en serio, de ser humano a ser hu¬mano, si real¬mente no existía "algo más" en el mundo de La Tierra y de la vida humana. Y la madre le dijo que no, que todo lo que había y que por eso dejaba de ser un niño para convertirse en un hombre. El chico quedó muy ape¬nado, ya que confiaba en su madre y en sus apreciacio¬nes. Sabía que tenía que existir algo más sobre la vida, algo se¬creto, lo intuía, porque sólo así se podría dar un sentido a la existencia de cada hombre, un sentido ló¬gico a tanta apa¬riencia cruel...Pero ahora su madre se lo había negado.
Ya no era como antes. No podía soñar en algo especial so¬bre la tie¬rra y la vida habría de ser de ahora en ade¬lante la misma que la de todos, que la de los demás, que la de siempre y siempre en el mundo terrenal.
El chico especial estuvo muy triste.
Y ya no pensaba como antes, ya no estudiaba la vida, ya no trataba por todos los medios de hallar algo espe¬cial y que estuviera por en¬cima hasta del Tiempo, ya no era el chico curioso e inquieto que fue. Hasta que una noche, sin poder dormir a causa de la ansiedad por los acontecimientos que había vivido ese día en sus estudios y en su quehacer co¬tidiano, el chico se le¬vantó y se puso a reflexio¬nar. Decidió realizar un úl¬timo intento. Se concentraría, y trataría de buscar el se¬creto de la vida con sus pensa¬mientos. Lo iría dedu¬ciendo a partir de lo que sabía sobre la vida, la muerte, las reli¬giones, las cosas ocultas, su propia intuición... Sin embargo, a las tres horas y media, su cabeza echaba humo y estaba más nervioso que antes de tanto pensar y pensar sin hallar solución a lo que tanto le preocu¬paba. Se levantó, se fue al patio interior que había en la casa de sus padres, el cual daba a la noche por el techo abierto, y miró hacia el cielo negro moteado de estre¬llas lejanas y brillantes. Lo miró como yo he mi¬rado hace un rato el cielo de nuestro reino desde tu ven¬tana, pero él diciéndose a sí mismo de repente: "Si existe un secreto en la Tierra alguien fuera lo conoce; si al¬guien fuera lo conoce, puedo alcanzarlo con mi pensamiento y mi imagina¬ción; si puedo alcanzarlo con mi mente, existe. Y, si existe, es su¬perior a mí y por eso esconde un secreto máximo en la Tierra, para que llegue hasta él tan sólo el que lo sepa encontrar y lo descifre:
Así concluyó su monólogo recitado hacia el interior de sí mismo con la fuerza de la voluntad de quién real¬mente quiere saber. El chico quería saber. Lo quería, luego supo. Una especie de corriente eléc¬trica de densa vibra¬ción y de temblores etéricos inenarrables lo po¬seyó allí mismo entrando por las palmas de sus manos abiertas y yendo hasta su cerebro, donde se detuvo, y donde entonces una voz le dijo:
—Hola, chico distinto. Deja de pensar y conozcá¬mo¬nos.
—¿Quién eres, quién eres tú que me hablas desde dentro de mí? —pensó el muchacho así interrumpido en sus disquisiciones por la fuerza exterior.
—Yo soy Él. O ella, es lo mismo. Soy Él o Ella. La Fuerza que todo lo crea, la fuerza que te toma si la lla¬mas y que te introduce en una vida nueva si le permi¬tes entrar en tu mente y en tu cuerpo. Yo soy ella, la fuerza, la que puede demostrarte que, tal como in¬tuías, hay una vida dentro de esta vida, una vida interna dentro de la vida externa, de la cual se olvida la mayo¬ría de los mor¬tales. Tú has querido saber y, por tanto, has sabido. Y este es el momento en el que sabes, cuando nos unimos los dos, tú y yo, y nos manifesta¬mos en la materia para diver¬tirnos juntos. Esa es la vida especial que tú buscas, den¬tro de esta vida. Ese es el secreto, chico distinto. Tu sensibilidad te lo hace co¬nocer aquí y ahora, en este mismo mo¬mento, por tanto y por tanto pensar, por tanto y por tanto buscar de aquí para allá la verdad de la vida en el universo, la verdad de los seres humanos. Como los de¬más no piensan tanto como tú, como no quieren reflexionar, pues nunca se enteran de lo más mínimo sobre sus vidas vi¬tales. pero a ti te es dado el poder de la gran fuerza que, en un humano, se traduce al poder de imi¬tarla en tu vida real y, al hacerlo, sentirte ella misma. Y así hasta transformarte a ti mismo, queriendo a quien te quiere e imitando a quien admiras.
Tras decir ésto, la voz se fue, desapareció, y también la corriente de alta tensión que había entrado por su cuerpo y a través de las manos. El chico distinto, sin asustarse, se sintió sin embargo un tanto asom¬brado. Lo que acababa de vivir era la respuesta a todas sus dudas, era lo que él más necesitaba en esta vida para poder compren¬der el sen¬tido de la existencia. Alborozado interiormente, se acostó, cerró los ojos y pensó antes de disponerse a con¬ciliar el sueño benefac¬tor: "Si esa fuerza está fuera y me habla sin asesi¬narme ni destrozarme, ni, lo que sería peor, engullirme; si esa fuerza me alecciona, si entra en mí y me acaricia el in¬terior en vez de destrozarme las en¬trañas, es porque es buena en su esencia. Y si esa fuerza viene a mí es por¬que me quiere de verdad, y por eso quiere ayudarme a vivir. Y, si esto es todo así, esa fuerza me ama de algún modo. Si me ama, no puede negarse a ofrecerme lo que yo desee para ser feliz viviendo entre ella. Y si no puede negarse a ofre¬cerme lo que yo le pida, puedo pe¬dirle cualquier cosa en este mismo instante. Por ejem¬plo, que cree una estrella azul en el cielo justo cuando yo abra los ojos y lleve la mirada hacia la ventana de mi cuarto, que da a la noche más negra que nunca, que la he visto an¬tes.... Pero la única condición para que ella me dé lo que yo le pida, ahora que conozco mejor a esta fuerza que so¬luciona el pro¬blema de la ansiedad ante la vida con su sola presencia en tu inte¬rior, es que se lo pida con el corazón. Muy sensible y sentimental la he notado yo a esta fuerza, por muy guerrera que sea. Seguro que quiere que le hable desde mis senti¬mientos, como quieren las mujeres cuando les hablan de amor, en vez de desde mi mente analí¬tica y pu¬ra¬mente cerebral. Voy a hacerlo —se dijo el chico espe¬cial— A ver... Ceso de pensar; no hay pensamientos en mi mente; ése que llega y que me habla de que mi insomnio me hace sufrir porque no descanso bien, me lo quito de la mente de un plumazo, aquél otro que me recuerda que la vida es absurda, por lo menos lo había sido para mí hasta ahora, también lo expulso de mi cabeza. A este que piensa en mi interior todo esto que piensa sobre los pensamientos que me llegan le digo que calle, y que calle cada vez más en esta mi me¬di¬tación. Ahora, silencio, silencio mental en mi mente, sí, sí, sí....—Y calló el chico distinto, que se ha¬bía sumido así en una iniciación interna hallada por me¬dio de la razón. Supo todo en aque¬lla introspección y, cuando abrió los ojos ya no quedaban las estre¬llas de an¬tes en el cielo negrísimo. pero sí había una nueva estre¬lla, que era de color azul luminoso, la cual se ha¬llaba en medio del firmamento, en medio de su ven¬tana, entre sus cejas, justo en medio del vacío interior, del placer in¬terno, que sentía desde que meditó, desde que supo, desde que halló.

La estrella que le había pedido a la fuerza que lo amaba, esa misma estrella, estaba allí. ¿Por quién cre¬ada? ¿Por la propia fuerza para él? ¿Sí? ¿No? pero ésas eran ya otras preguntas, en las que ya pensaría, en las que ya in¬cidiría más adelante —pensó para sí— Ahora, lo que le pa¬saba es que se había enamorado de aquella estrella, que se llamaba Zósima, la testigo de lo más alto sobre la tierra.

Así creció internamente aquel chico distinto a los de¬más chicos. Así, Akamón, así.

Tras una larga pausa, en la que el rey se mostró enor¬me¬mente re¬flexivo —no ya emocionado como recor¬daba que se había quedado con el cuento anterior con¬tado por el gran sabio, el de la música más bella de la Tierra— y, después, buscó la mirada de Anaíria, para ver cómo estaba. Anaíria, al ver sobre sí los ojos verde esmeraldas del rey, su príncipe azul desde pequeña, suspiró ruidosamente. El sus¬piro cruzó la sala como una ola de esperanza, se posó so¬bre las nucas de todos los allí presentes e hizo decir fi¬nalmente al gran sabio que al rey hablaba día a día, noche a noche:
—¿Anaíria, quizá, la tierna joven que nos acom¬paña, sufre algún mal de amor...? —Y todos miraron al unísono hacia ella, que enrojeció en sus mejillas— Y es que ese modo de suspi¬rar o es de las enamoradas en flor o es de los que mueren por llegar a lo más alto cuanto an¬tes. Anaíria, hija, pequeña, ¿estás dulce¬mente enamorada o, sim¬plemente, estás deseosa de que la inteligente y hermosa fuerza de la que aquí ha¬blamos te tome y te haga suya? No sé, no sé, y, aún así, no te vamos a ofender, no, que no, no es por eso por lo que así te hablo yo, viejo y anciano ante ti. Sólo de¬cirte que suspires por lo que suspires, siempre es por amor hacia algo o hacia alguien. Y bien, aprende que ese amor te lo infunde la fuerza. Por tanto, si ella es la que te lo infunde, ¿no es mejor que ella seas tú y que tú seas ella? Bellísima Anaíria, ¿no es mejor que tú seas ella? Y, de esta forma, no importará que el amor no te toque, que el amor te abandone o que no llegue hasta ti. ¿Sabes por qué no importará, Anaíria, gran diosa es¬condida en ti misma? Porque tú misma serás el amor. ¿Lo entiendes ahora? Y, entonces, el amor no tendrá impedimen¬tos para ti, que atraerás hasta con el pen¬samiento aquello que ames, que vivirás cuanto sientas que quieras vivir, que sabrás que la vida es más que un sueño y menos que una realidad, es un intermedio en¬tre el sueño y la realidad. Que tiene un poco de todo, vamos, como las buenas ensaladas de los pue¬blos del norte de nuestro reino, las cua¬les llevan espe¬cias de todo signo, lechugas, tomate, aceitunas blan¬cas o ne¬gras, arroz tal como se coge de los campos, sin trillar, pe¬pinos, almendras troceadas mínimamente, aceite de savia si se tercia o jugo de limón y sal marina también por en¬cima. Así es la vida, como una ensalada de las nuestras del norte, ya ves. Tiene un poco de sueño y otro poco de realidad. Lo demás, mi rey, tan sólo lo más alto lo sabe. Porque yo, que apenas sé nada, no lo sé.

Pero prosigamos. En cuanto lo de crecer interna¬mente fuera asu¬mido y practicado con la fuerza del co¬razón y los mejores pensamien¬tos y senti¬mientos de cada cual, todos los reinos de La Tierra com¬prenderían lo perdida que La Humanidad ha estado hasta este momento. Porque no era el objetivo de nacer en La Tierra, crecer, vivir y mo¬rir y ya está. No, no era ni es ni nunca será ése el motivo de la existencia del hom¬bre y de los hi¬jos de los hombres en el planeta que ha¬bitamos.La razón, el motivo, era, es y será realizar a dios una vez más y, como siempre desde todos los tiempos, de múltiples modos diferen¬tes: En forma de la flor física que se convierte poco a poco en flor eterna y para siempre bella con rocío inextinguible so¬bre sus pétalos; en forma de la gacela siendo cada vez más y más armoniosa y, por su¬puesto, en la forma del hombre siendo cada vez más y más Hombre, sin cesar y a través de las generaciones y las ge¬ne¬raciones de las generaciones. Y esta transformación trascen¬dental del hombre que conduce a la perfecta trans¬figuración en gran hombre, habrá que prac¬ticarla finalmente en lo colectivo, por lo que hay que comenzar, cuanto antes y arduamente, a partir de lo individual. Mi buen rey, cada persona es responsable ante sí misma de lo que hace con su cuerpo y con su mente. Y si no los usa bien, si no perfec¬ciona el uno y la otra, demostrará que no ha amado ni ve¬nerado lo suficiente a la fuerza de la Naturaleza como para pervivir por encima de la ma¬te¬ria y en planos más su¬perio¬res. Por eso ese hombre sí desaparece y se diluye en la energía general y sus leyes. Sin embargo, si el hom¬bre con¬vierte su cuerpo en templo de lo trascendental, si dis¬pone su mente como receptor e intérprete de la voz de lo más alto, ese hom¬bre se realizará aquí mismo, en La Tierra, sin ninguna duda. Y será primero un hombre de fuerza natural su¬perior, luego un hombre reali¬zado a sí mismo y, fi¬nalmente, un enviado de lo más alto, con lo que se habrá ganado el derecho a pertenecer a los mundos de las pri¬meras vibraciones de más in¬tensidad que las de La Tierra en la ac¬tualidad. Y ese hombre será, cierta¬mente, un Inmortal.
Y lo habrá de ser porque su esencia ya lo será.

Y es este trabajo, esta gran obra sobre él y no cual¬quier otra, la que el hombre ha de realizar sobre sí mismo durante el transcurso de su vida en La Tierra. Y cuanto antes mejor, si quiere ser aspi¬rante con tiempo a vislum¬brar la gran belleza cósmica que lo es¬pera al final de su camino por la senda mágica del amor.

Y diciendo estas palabras, el Gran sabio se retiró, que¬dando convo¬cada la siguiente reunión, la cuarta, para la hora anteriormente fi¬jada, justo cuando el sol estu¬viese la próxima vez en lo más alto del día:

(Segunda noche)
El gran perdón del rey al sabio

Las doce exactas de la noche, grandes sabios, Anaíria, mi se¬ñor. Las doce en punto. La hora en la que hasta la noche se acaba, y empieza ese vacío per¬fecto ha¬cia el alba. La hora en la que vive el no tiempo, la nada. Las doce en punto. Esta hora ciertamente má¬gica en la que el hombre, si quisiera, podría hablar con los duendes del aire, con las hadas del éter, con las fuerzas ocultas en lo negro, que no es que sean males, no, sino que simple¬mente representan el otro lado del espejo del hombre, sus daños, sus complejos, sus du¬das y temores. Como los piensa y los siente, así los crea el ser humano por medio de su pensamiento, siendo así que, antes de darse cuenta, crea y recrea en su en¬torno invisible una suerte de reino del mal, que sólo surge de su mente y no de la mente de lo más alto, la cual no creemos nosotros, los llamados sabios, que se ocupe de menesteres tan zafios en las esferas que giran sobre el vacío exterior que pre¬sentimos existe más allá de las nubes, mucho más allá todavía. El ser humano crea lo negro con su parte escondida, con sus males y con sus falsos desengaños y aún más falsos sufrimien¬tos. Pero esto no es importante, ya que lo negro ha de estar para que también esté lo blanco. Porque es en ese juego de con¬trarios, y sólo en ese juego de pares con¬trarios y opues¬tos, donde la vida se encuentra a sí misma y entonces se realiza.¿No lo ves claro, Akamón? ¿Por qué existen hom¬bres y mujeres, gamos y gacelas, camellos y camellas, gatos y gatas, por qué existe el día y la noche, el mar y la tie¬rra, la materia y lo que no es materia, el ruido y el si¬lencio, lo alto y lo bajo, lo aún más alto y lo aún más bajo? ¿No te has de¬tenido nunca a pen¬sarlo, mi rey? Es como si la vida misma estuviera sujeta a esos pa¬res de contrarios, y parece claro a poco que uno se ponga a medi¬tar sobre algo tan curioso. No hay tres, sino dos en todo, y lo demás son matices de lo mismo, como habría que de¬cirle al que opusiera que existe el gris, por poner por caso, que sin embargo no es más que una gradación de lo negro hacia lo que es absoluto en sí mismo, lo blanco, su contrario de nuevo. ¿Por qué, por qué es así? Yo te lo digo, Akamón, tal como me fue contado en una de mis ini¬ciaciones co¬munes, hace muchos, muchos años, en remotos parajes que no son de tu reino y que están en el techo de este mundo. Es así, simplemente, porque la fuerza, al ma¬nifestarse, se desdobla en dos veces lo mismo pero llevado a sus ex¬tremos para manifestarse al separarse. La unión que crea un hijo entre una mujer y un hombre lo simbo¬liza en el plano físico. Porque, veamos,¿qué sucede cuando un varón y una hem¬bra se unen en una per¬sona, cuando se anexionan en definitiva los pares opuestos formados por lo femenino y lo masculino? Pues sucede entonces que nace una nueva realidad, en la forma de otro ser hu¬mano. Por tanto, si se unen los contrarios nace la verdad, si desa¬parece la dualidad queda tan sólo ella, la fuerza de lo más alto de¬trás. Es por eso por lo que el sol, según los atlantes más nobles, como los que ya no se ven por ahí, ya, en estos tiempos de tanta de¬sidia mental y de tanta pereza interior y ex¬terior, simboliza junto a la luna los dos primeros as¬pectos de lo que está más arriba que nada, dios, o el nombre que le quieras dar.¿ Lo has entendido, noble rey recién coronado? El sol es su cualidad brillante y que todo lo ilumina cuando llega, la luna es su cuali¬dad misteriosa y que todo lo difumina cuando está. Y así se lee sobre la naturaleza, todo el tiempo y sin cesar, oh, rey, al que auguro un buen porvenir, por lo me¬nos, ya que sabes escuchar correctamente, tal y parece que un gran sa¬bio te haya enseñado a escuchar, de ver¬dad. Te felicito, Akamón,yo, tu maestro en el pasado, te felicito. Lo estás haciendo muy bien. Esperar al final antes de juzgar, sí, eso es lo que haces desde tu juven¬tud, lo cual es honroso por tu parte y demuestra tu gran fondo interior, tu capa¬cidad para tratar de com¬prender lo que no sabes antes de quizá apartarlo de tu camino y tu nobleza, al tan bien tratar a un anciano, que no es más que eso lo que quiero ser ante ti.
Te diré más, ya que aún me quieres escuchar porque no me interrum¬pes ni una sola vez, lo que demuestra que sabes escuchar para luego decidir. Te diré más, por ver si te hago saltar de tu quietud, lo que demostraría que no eres libre de mente ya que hay cosas que son inaceptables por ti. Veamos, veamos... Para llegar a responder a la impor¬tante cuestión que nos pusiste an¬tes del día de nuestra primera reunión aquí mismo, cosa que me dispongo a hacer muy pronto, te he de aclarar antes, también, que sólo el hombre puede reali¬zar por sí mismo su transforma¬ción en gran hombre. Sólo el hom¬bre y sólo por sí mismo. Y, esto, aunque el hombre llegue a poder algún día, sí, Akamón, en efecto, ser guiado desde el exterior por Los Libros Sagrados de contenido oculto tras cada palabra y de do¬bles y aún terceras, y más todavía, lecturas bien escon¬didas bajo la letra. Libros que estuvieran —y que de hecho están los que ya circu¬lan por los diversos reinos sobre papiros escritos con pluma de ave— correcta¬mente adaptados a cada situación geográfica y a cada tribu en particular. Sí, Akamón. Es el hombre puede y podrá ser guiado de esta forma, mediante Los Libros Sagrados de cada Continente, pero también puede serlo por los maestros correctos que estén vivos en esa instante en el mundo, por filosofías que traten del hombre mismo ante su existencia desde un noble humanismo, quizá por otras filoso¬fías más utópicas o idealistas, por antroposofías, por teosofías, por teolo¬gías profundas y verdaderas (no las ac¬tuales de nuestro reino, por supuesto), o por como se quieran llamar. por La Alquimia en estado puro, por la doctrina secreta prove¬niente de la región donde se haya la montaña más alta del mundo, el Himalaya, por un fu¬turo gnos¬ticismo de Khris, o, tal vez, por Los velos desvelados de Isis, por la gran tradición oriental interior o por la gran tradi¬ción occi¬dental, más racional; ayudado o guiado por el atajo mágico de la vía derecha o por el atajo de la vía izquierda, o, también, y a más, guiado con firmeza por los secretos de la gran magia, la blanca, cuando estos secretos se alcan¬zan verdaderamente, que es cuando el hombre renuncia al poder que la magia, cuando llega, le puede otorgar. El hombre, Akamón, puede ser guiado y guiado, asi¬mismo, por aún más avatares que, en efecto, pueden presentársele en el gran camino de la vida, o ser finalmente aleccionado de la misma manera, aunque quizá en otros términos, por otras y otras fuentes de la gran sabiduría del que es, en buena ley, el gran conocedor uni¬versal... Y aún pu¬diendo ser guiado así, por estas y aún por más y más formas —ya que las sendas hacia lo más alto son múl¬tiples y va¬riadas— el ser humano, o sea, nosotros, no avanzará y no avanzaremos de ninguna manera, no, si al mismo tiempo que somos guia¬dos desde fuera no nos trabajamos a nosotros mismos por nuestro inte¬rior. ¿Que es esto difícil? Pues claro que lo es, mi se¬ñor. Lo ha de ser para el vago, para el tonto, para el que quiera aprovecharse de este mundo en su favor, creyéndose algo ante el cosmos, para quien no quiera re¬flexionar porque intuye que no es fácil, no, conocer lo que hay fuera de sí, como tampoco dentro de sí. La bús¬queda de lo más alto es difícil, y mucho, para los se¬res así. Sin embargo, para quien crea en el hombre como una creación de algo o de alguien que está fuera, que debe estarlo en buena lógica racional, para quien intuya con sus sentidos internos que lo más alto está ahí, en todas partes, será fácil sin embargo vivir como ha de vivirse: respetando todo a su alrededor, como obra de otro ser que es, ser, a todas lu¬ces, que es supe¬rior al hombre. Claro que para someterse con ese res¬peto a algo superior a sí, hay que poseer una cierta humildad interior; una cierta clarividencia que lleve al hombre a de¬cirse:"Esto que ha creado el mundo y el cosmos es algo muy alto, muy sublime, ya que el mundo y el cosmos son extrañamente bellos y ar¬mo¬niosos cuando es visto por el hombre. No lo conozco, no sé qué o quién es, pero mientras viva en su gran reino del mundo voy a respe¬tar las leyes que descubra que él utiliza para creerlo todo. Voy a imitarle, tal vez así, al compro¬bar que lo admiro, se me presente a mí y me diga para qué me ha creado aquí". Y para el que así piensa, Akamón, para quien así actúa por dentro, será fácil, muy fácil, ser re¬cibido por él en la gran sala invi¬sible que me parece que ya te he nombrado anterior¬mente, la que se encuentra en la mente del propio humano, dispuesta siempre para mantener ese cón¬clave privado con lo que es más alto, esa entre¬vista con él, a partir de la cual, el así iniciado, tendrá que vi¬vir de otra forma, más basada en una expan¬sión de armonía desde sí a su alrededor, que en una sistemá¬tica des¬trucción de lo que el ser superior al hombre ha creado en el mundo a partir de su fuerza propulsora, a partir de su pensamiento creador.

Y es ésto, ésto y nada más que ésto, lo que de ninguna manera, Akamón, tienes que olvidar aún si única¬mente pre¬tendieras conver¬tirte en un simple aspirante a La Perfecta Iniciación después de ha¬berme oído y sólo después de haber decidido por ti mismo, a través de tu propia intuición, que ha de estar lo suficientemente desarro¬llada como para entender estas cosas tan meta¬físicas —como las cali¬fican los investigadores actuales de tu reino— que te digo. Y, bueno, también la cultura general de uno ha de estar bien desarro¬llada, mi buen rey, como la tuya lo está, aunque no la de nuestros se¬mejantes en el reino, en tu reino, a los cuales les pa¬rece impor¬tar un pimiento o un comino todas estas cosas que yo te digo. Es por eso por lo que suele costar más de la cuenta hablar de asuntos se¬rios y verda¬de¬ramente importantes con la mayoría de ellos. Asuntos ta¬les como las sensaciones que produce la vida, los te¬mores que des¬pierta la muerte, los secretos de La Naturaleza des¬velados, el paso del tiempo tal como lo contamos en la ac¬tualidad, el porqué de la infinita dis¬tancia del cosmos hasta el final del cosmos en compa¬ra¬ción con la medida del propio cuerpo humano, tan parca y tan nada en comparación. Cuando se hace, cuando se habla con la mayoría de ellos en la actuali¬dad, más vale hacerlo del estado del tiempo de ese día, de si hace sol o si frío, de si la falda de algo¬dón extraído del pelo de nuestra oveja parda es más bonita que la falda de seda hecha con hilo de tela de araña —esto para ellas, las actuales mujeres de nuestro reino— y so¬bre si las ruedas de los carros que nuestros hombres uti¬lizan para desplazar sus enseres cuando se mudan de vi¬vienda han de ser más largas desde el centro hasta su ra¬dio, o quizá más cortas para que el carro note menos las piedras de los caminos —y esto con ellos, los actuales hombres de tu territorio—. Ya ves lo que hay por ahí, mi buen rey. Ya ves tú lo que hay. Es por esa acti¬tud por lo que nuestro mundo planetario está aún tan atrasado. Aquí tienes la causa perfecta. La única razón posible. Y no hay otra: La mayoría de nuestros hermanos los hombres prefie¬ren acudir a la cueva de la montaña donde la maga Karaíka se des¬nuda ante ellos cada no¬che para ganarse el sus¬tento, que realmente hacer un esfuerzo de imaginación y de voluntad internas y observar, con un poco al menos de la misma manera que observan a Karaíka, los secre¬tos de La Naturaleza, que son aún más sensuales, aún más perfectos que las formas de esa tan bella doncella negra que, peno¬samente para ella, ha tenido que co¬merciar con su propio cuerpo, aquí, en la Tierra, entre nosotros, para poder dar de comer a su hija pequeña. Esa que es tan linda, tan linda, hija de padre de la raza blanca y madre de la raza negra, como te digo, y de as¬cendencia claramente asiática por parte de un abuelo paterno. Un desastre, mi rey, un gran desastre el que nos asola, tal como lo entendemos los llamados sabios de este reino, los cuales cada día vivimos en peores condiciones ya que casi nadie quiere aplicar la volun¬tad para pensar por sí mismo, aplicar el intelecto para apre¬hender verdades de orden superior y, sobre todo, aplicar la intui¬ción, ese regalo de La Naturaleza para el hombre, su amado, su hijo, que tanto y tanto y tanto va y la desprecia. Ningún hombre puede querer a su madre con el corazón si anteriormente no ha apren¬dido a querer a la gran madre, La Madre Naturaleza. No saben, no, lo que hacen estos hombres. Y lo peor es que hoy en día está sucediendo lo mismo en los siete grandes reinos, según mis últimas observaciones. Lo mismo exactamente, de tal modo que mucho me temo que un día, pronto, el mundo será un compendio de cuidadoras de viviendas ha¬blando entre sí sobre el úl¬timo peinado de la princesa, o de su úl¬timo escote, y de trabajadores de las pirámides que conversarán so¬la¬mente de las hazañas del fuerte Iulísios, nuestro héroe tribal, el que puede levan¬tar un tronco de árbol gigante y el que puede saltar más, como lo haría un gamo, por encima de las lianas que sepa¬ran el bosque del lago. Ya ves tú, oh, rey, sí, lo que hay por ahí. Por eso nosotros los sabios apenas salimos de nuestras viviendas, por¬que de repente nos matan estos sal¬vajes que no quie¬ren pensar, y perdón por mis comentarios, Akamón, perdón, pero un buen anciano en la corte ha de ha¬blar exactamente como piensa y decir exactamente lo que sabe, porque para algo ha llegado hasta anciano, ¿no crees? Pero vayamos de nuevo a lo que más te inte¬resa:
Tú tienes que saber ya, príncipe coronado, que na¬die en la tierra debe —y pocos pueden— enseñar toda la verdad al hom¬bre que se inicia. El mayor mérito del hombre ha de ser de¬ducir la gran verdad él y, de esta forma, en¬contrarla por sí mismo. Porque será así como él se demues¬tre a él, y no a otro que a él, que ha crecido final¬mente, que ha vencido bien en la sutil batalla que la esencia del hombre ha de mantener contra su propia materia, contra su instinto, y que, por tanto, está ya en disposición de con¬vertirse en un gran guerrero simbó¬lico dispuesto a iniciar el inacabable conocimiento de lo más alto, de lo que todo lo rige desde esa zona de vi¬bración cós¬mica que ni si¬quiera los grandes sabios y maestros más avanzados de los mundos espirituales deben de haber descifrado toda¬vía.
Mi rey, mi rey... —suspiró ahora el gran sabio— ¿Por qué es tan di¬fícil de entender que la gran fuerza de lo más alto, de lo superior al hombre mismo, también re¬side en ese gran misterio que emana de él hacia todos los mundos y hacia to¬das las esferas de vibración?. Si lo máximo se diera a conocer, se acabaría el gran juego de la vida en la Tierra y, también, de la vida en otros mundos que segu¬ramente existen y vibran de diferen¬tes maneras incluso en¬tre sí, en todo el gran espacio. ¿No es mejor, Akamón, que lo más alto permanezca oculto tras múltiples velos que el hombre, en su pro¬ceso ha¬cia ser el hombre superior y luego hacia la esencia del ser infinito que es, haya de aprender a des¬cifrar? ¿No es mejor que lo más alto se divida en siete rayos de vibración luminosa, como los llamados sa¬bios cree¬mos que hace, y que, de siete en siete, vaya cre¬ando secretos tras secretos con tal de convertir en mágico el gran camino hacia él? ¿No es mejor que lo más alto, al manifestarse como hombre, lo haga en el estado in¬mediata¬mente inferior al del hombre verdadero, al del que el hom¬bre evolucionado ha de ser, para de esta forma tener am¬bos, lo más alto y el hombre, los dos al mismo tiempo, que crecer desde el cero mismo hacia el gran infinito, desde el deseo puramente humano hasta el de¬seo puramente divino? ¿No es mejor que, al manifestarse como gran luz, y luego como luz pri¬mera, lo más alto lo haga en los tres grandes reinos vivos, que son visibles en La Tierra, El reino de más baja vibración etérica, llamado de los minerales, El reino de más alta vibración etérica, llamado de los ve¬ge¬tales, y el reino de aún más alta vibración del Éter, de¬finido por nuestros profesores de ciencia natural como el reino de los animales, entre de un modo más racional, se supone, se encuentra el hombre? ¿No re¬sulta más atrac¬tivo, incluso, que también esa gran luz de alta vibración in¬terna se manifieste en los que son también los cuatro rei¬nos invisi¬bles en el mismo mundo, el reino de el hombre rea¬lizado, el reino de los ele¬mentales —donde entran las hadas y los duen¬des— el reino etérico y el reino de los fantasmas, que son los espíritus en pena? ¿Y no es más in¬teresante que lo más alto, lo superior al hombre, haga todo esto simplemente para saberlo bellamente realizado sobre una miste¬riosa superficie planetaria re¬gida por los cinco grandes elementos naturales, el aire, el agua, la tierra, el fuego, los cuales están gobernados a su vez por las leyes de ese quinto y último elemento que es el Éter, el cual transporta los siete grandes rayos simboli¬zados por los siete colores que permiten que el hombre vea este mundo tal como lo se, con sus luces y sus sombras? ¿No es mejor, mi rey, que las combinaciones de estos siete colo¬res créen siete mati¬ces y estos siete otros siete hasta llegar de nuevo, y siempre, a la infi¬nita luz blanca? Pero también, Akamón, sí, es mejor, mucho me¬jor, como compren¬derás a continuación, que existan cinco razas sobre la faz del mundo. ¿Por qué esto? Pues para que el ser humano tenga que evo¬lucionar hasta llegar a una úl¬tima, la sép¬tima raza de la que tanto hablaron —y sobre la que tanto discutie¬ron en el pasado— los más orientalistas estudiosos de lo más alto en el ayer de nues¬tra tribu como gran al¬dea. Pero justo es decir que esos liaron la cosa, porque hablaron en sus templos iniciáticos de tantos rayos y tantos su¬brayos, de tantas razas y subrazas, y subrazas de las ra¬zas, que confundieron al tiempo siguiente, a las siguien¬tes generaciones, de un modo casi total, sí. Tanto nos confundieron a todos como nos pueda con¬fundir un laberinto destinado a la iniciación de un jo¬ven guerrero o de una joven sacerdotisa o algo así. Esos mismos orienta¬listas y estudiosos de lo más alto se equivocaron también al traer indianos de los que decían que eran la encarnación de un dios hecho hombre y a los que paseaban de gran aldea en gran al¬dea fundando ór¬denes y sociedades aquí y allá, fir¬mando manifiestos a cambio de di¬nero al final y, de todo, vamos, ya que de todo les pasó a quienes, en ver¬dad, dio¬ses se creyeron después de entender tan y tan mal la ver¬dadera iniciación que lograron por casuali¬dad, durante uno de los innumerables viajes que a la región himaláyica hi¬cieron los de aquel territorio lla¬mado en nuestra antigüe¬dad Angliátida, esa isla enorme que nuestros navegantes localizaron final¬mente hace la mitad de mi edad y donde sus habitan¬tes cultivan un extraño humor, basado en la se¬riedad. Pero no era ese el tema, sino lo que sigue: En esa sép¬tima raza que ha de llegar a ser entre los hombres, es fácil deducir que el ser humano participará de nuevo de lo divino y será creador como siempre y desde siempre lo ha sido desde su pensamiento y su imagi¬nación. Y la prueba de todo lo anterior está en que exis¬tan hoy cinco ra¬zas, la roja, la amarilla, la negra, la blanca y la verde o acei¬tunada. Cinco razas y no siete, Akamón, aunque todo ha¬brá de llegar a ser. Lo que te digo es que las cinco de hoy en nuestro mundo han de llegar a fundirse en una raza sola, una que será fruto de todas las demás y de sus sucesivas mezclas y conti¬nuos mestiza¬jes. Porque se hace claro para el hombre que simplemente sepa pen¬sar, lo que se consigue tan sólo siendo dueño de sus propios pensa¬mientos, que si el ser humano se mezclara paulatinamente entre sí, y lle¬gara a fundir los cinco colores de los que dispone y re¬fleja en sí mismo a través de su piel, se acercaría pri¬mero más y más a la sexta raza y, final¬mente, llegaría a la séptima. A la que será per¬fecta, única y sola. La ideal.

¿Sabes, rey, que la fuerza de la vida humana aún hoy uti¬liza por sí misma —al no reci¬bir órdenes claras y di¬rectas de las personas— el sistema de manifestarse en un mundo físico y dividirse en razas para tratar de buscar y encon¬trar a lo más alto a través de cada una de esas razas dis¬tintas y, por tanto, hacerlo así de más modos diferen¬tes?. Es por eso por lo que se han dado y se dan tantas religio¬nes, tantos cultos en apariencia distintos, entre los nuestros. Aunque comprenderás que se trata de lo mismo visto de diferentes modos, ya que cada raza ve y entiende a lo más alto desde su es¬pecial sensibi¬lidad.
La gran fuerza de la vida humana demuestra así que su único objetivo es llegar a toparse, a reencontrarse, con lo más alto, ya que in¬conscientemente lo busca de diferen¬tes modos, como ves. Y, ¿por qué? ¿Por qué el humano no se aúna al fin, por qué no busca lo supe¬rior a él al unísono, por qué tarda tanto en encontrar lo que finalmente un día —cuando calme su miedo a la vida y a sí mismo y aprenda a pen¬sar— está desti¬nado a encontrar? Por una razón senci¬lla, rey: Porque el humano no sabe aún desde el fondo de sí que sólo unido consigo mismo en un gran humano total cum¬plirá con su más lógica y diáfana razón de ser en esta vida, que es llegar a ser la manifestación clara de lo más alto, aquí, en el mundo.
Y el ser humano lo ha de lograr, sí, Akamón, aspi¬rante a gran cono¬cedor y por tanto a gran iniciado y luego a maes¬tro, el ser humano lo ha de lograr. Y lo ha de lograr con la cabeza muy alta, aunque sin orgullo innecesario de gran raza, como la que está destinado a ser, por linaje, en el cosmos. Lo ha de lograr por sen¬tido común, por conocedor de lo que es la verdadera libertad entre los humanos y por ser él mismo la gran obra de quien lo es. El ser humano no tiene otra op¬ción que lo¬grarlo, si quiere participar de el gran juego de las estrellas y salir de una vez por todas de su ce¬rrada galaxia. Y lo ha de lograr. Si, lo logrará. Y no hay ni debe haber la menor duda sobre ello. Los mula¬tos y los occidental-orientales se mezcla¬rán con las pie¬les ro¬jas y las del Cáucaso; sus hijos se unirán con hijos de los hijos produci¬dos a su vez por la libre y continuada mezcla entre las ra¬zas y, de todo eso, surgirá un gran hombre per¬fecto y una gran mujer perfecta, en estado de raza séptima, en es¬tado de fusión perfecta consigo mismo tras la gran búsqueda final a la que un día nos habremos de dedicar los terrestres humanos si que¬re¬mos avanzar y conocer más profundamente, mucho más, el gran cosmos espa¬cial. Y este gran hombre nuevo, este adelantado de la ga¬laxia, percibirá en sí el crecimiento de los dioses, lo percibirá tal como tú per¬cibes que yo te estoy hablando ahora, los cuales llega¬rán de inmediato hasta él prove¬nientes, mediante su energía mental, del gran espacio in¬terestelar y de más allá incluso también. Y será ése, Akamón, el creci¬miento más bello que se pueda imaginar si¬quiera desde la gran mente cósmica que todo lo haya cre¬ado. El hombre infe¬rior unido al hombre superior, el hu¬mano unido al ser cósmico, y el mundo, entremedio, como lugar de gran paz para los seres siderales que puedan existir por ahí y que quisieran, entonces seguro que sí en este caso, venir visitarnos. Porque, Akamón, déjame ironi¬zar con¬tigo a pesar de ser ya el rey de este reino y no el adolescente cu¬rioso que yo conocí hace tres décadas más tres años; déjame ironizar ante ti y decirte que si exis¬tieran esos seres siderales, así lo cre¬emos los llamados grandes sabios de este y de otros reinos, no que¬rrían de ninguna de las maneras dete¬nerse ni por un instante en este mundo nuestro, tal y como hoy está. Yo creo que a los seres si¬derales, por buena lógica, mi señor, no les gusta¬ría nada ver cómo sacrifican a las ovejas nuestros pasto¬res en los campos, cómo gue¬rrean nuestros hombres del sur, tras largos años, con los guerreros de las tribus del norte y cómo, mi señor, arrancamos y destruimos las pie¬dras precio¬sas, los frutos de más alta densidad de La Tierra, y cómo las tallamos o las fundimos para construir¬nos palacios que refle¬jan nuestro gran poder en oro, nues¬tra riqueza en aros y ani¬llos, en joyas que colgamos a nuestras mujeres de las orejas, y de donde sea, con tal de creernos que ellas, ya de por sí hermosas por ser mujeres, sean aún más bellas de lo que, en realidad, ellas son. Mi señor, Akamón, este hombre actual está perdido de antemano si ni sus propios (y posibles, lo demuestra la imagina¬ción) hermanos side¬rales han querido saber demasiado de él hasta el momento. ¿Crees, Akamón, mi rey, que si existie¬ran seres sidera¬les, seres que habita¬ran otras tierras fuera de ésta, nues¬tra Tierra, querrían conocernos si lle¬garan a tener la posibilidad y la capacidad, y los medios, de encontrar¬nos a través del espacio que nos separa? Sinceramente, príncipe coro¬nado, yo creo que no. Y que no. Sería una verdadera lo¬cura, ¿no crees, oh, rey? Podríamos matar¬los de un guadañazo al encontrárnoslos por nuestros campos, o a pe¬dradas, podríamos creer que sus naves espa¬ciales son todas ellas lo más alto que baja a casti¬garnos y organizaríamos entonces todo un melo¬drama, o, quizá, sospecharíamos que quieren inva¬dir¬nos, conquistarnos y so¬meternos —tal como nosotros hacemos con otros reinos cer¬canos con cierta frecuen¬cia y tal como esos reinos tratan de hacer a su vez con otros reinos— y seguramente nos ar¬maríamos en los montes con palos y estacas, con piedras y con nuestras armas más sofisticadas, los arcos y las fle¬chas, con lo que fuera, con tal de "endingarles" una buena, ya sa¬bes, mi señor; y es que nuestros campesinos y agricul¬tores, tú ya sabes, yo, eh, bueno, yo... No sé si debería manifestarme así ante ti, el rey, pero confío y pruebo tu compasión de paso, sí, bueno....Ya sabes, oh, rey... Es que no se puede dudar, por lo menos en privado, de que son muy bestias los muy tunantes; por eso no creo que les gustara mucho ver hombrecillos como enanos o como duendes, u hombrezazos enormes tal vez, como gigantes mi¬tológicos, quién sabe, aunque fueran como nosotros por dentro. Y, claro, ante estas sospe¬chas de nosotros los hu¬manos y antes estas reacciones tan desaforadas y tan fuera de lugar, mi rey, pues se¬guro que nos hemos quedado solos, completamente solos los hombres, en la inmensidad y en la inmensi¬dad de la inmensidad del espa¬cio.
Este es, Akamón, mi buen Akamón, el problema. Este y sólo este. ¿No lo comprendes así? El ser humano no vibra armo¬niosamente como vibran por ahí, seguro, en otras dimensio¬nes de la materia, en otros vibracio¬nes de la luz. El ser humano no tiene armonía alrede¬dor porque tampoco la tiene dentro de sí. El ser hu¬mano se siente solo y triste y está perdido en el gran espacio, sin que nadie superior a él venga nunca a echarle claramente una mano. Pero es que, mi rey, está claro que como —pongamos por caso— no os pon¬gáis pronto de acuerdo los siete reyes de los siete gran¬des reinos de este mundo, como eso no suceda, ya digo, pronto, y muy pronto más bien, nos vamos y os vais todos a freír algarrobas, para ser claros y por mucho que tú, Akamón, seas mi rey. Sé que, llegado aquí, ya me permites decir estas cosas, estos pensamientos que no son más que reflexiones para adentrarnos luego y definitivamente en lo que de verdad nos interesa, que eres tú y tu pregunta que, aunque a veces quizá lo du¬des un poco, te la estoy en vías de responder de un modo total. Estas cosas, estos pensa¬mientos, ya digo, duras, pero incontestables, ¿no crees?. Tu padre, el gran rey que murió hace ocho jornadas con¬tando ésta, día en el que tú quieres pretender renacer al hablar conmigo y saber entonces más de lo que crees que ya sabes, tu padre, te decía, fue un gran gobernante, pero no supo traer la total paz al reino; tu padre fue un gran le¬gislador, sí, pero ni aún así consiguió que sus leyes apa¬ciguasen a nuestros montañeses que están perma¬nentemente enfrentados a nuestras gentes de la plani¬cie del norte, junto al mar seco donde está el oasis de Elisel. Tu padre fue muy justo, repartía bien y con sen¬tido en los juicios, pero no logró impedir durante su reinado que se produjeran crueles destierros y ejecu¬ciones a ba¬llesta con tres gue¬rreros disparando a la vez contra el co¬razón del que había representado el papel de asesino o burlador de las leyes del reino, conducido por las fuerzas más perversas del reino fantasmal, que es el que posee interiormente al hom¬bre cuando éste no se impone sobre sí mismo como gran hom¬bre que es por dentro y que debe llegar a ser por fuera de sí. Y fue tu padre un buen premiador de los justos y los es¬tetas, pero no supo lo¬grar que salieran adelante los hombres más creativos, los más soñadores, los que tienen por nacimiento más poder de imaginación y, por tanto de creación, oprimidos como estaban, y aún están, mi señor, por los hombres menos creativos, los que adoran y veneran tan sólo la materia y los que se la compran en diferentes formas, y se la rega¬lan entre sí también en diferentes formas, convirtiéndola así en objetos inservibles muchas veces, como ese hornillo de sílex que le vi a la mujer de uno el otro día, un buen amigo, y que de ninguna manera era mejor ni más estético siquiera, por mucho que estu¬viera traba¬jado por las manos del hombre, que nuestro tra¬dicio¬nal de siempre horno excavado en la tierra. El horno excavado en la tierra surge del gran horno que es el mundo, el cual cuece nuestras vidas poco a poco, las forma, las moldea, y también lo mismo con las formas de la Naturaleza. Es La Tierra, en este sentido, un enorme ata¬nor para el verdadero alquimista que sepa reconocerla como tal. Es La Tierra una fuerza suprema, que se manifiesta en una belleza de envergadura cuando se manifiesta. Las plan¬tas, las olas, los anima¬les más bellos y estéticos (los otros tienen sus formas porque el hombre con sus temores las crea), la lluvia de verano, el arco iris, las estre¬llas a lo lejos, el cielo azul celeste en lo alto, un va¬lle, un atardecer o cual¬quiera de las otras sin duda tam¬bién maravillas de ella a lo largo y ancho de nuestro mundo... Te has detenido a contemplar, Akamón, las do¬radas cataratas que na¬cen de lo más alto de tus montañas más altas y de donde se derrama nuestro gran río, el que cruza tu reino de parte a parte? ¿Las has visto, rey, cuando atar¬dece en primavera, es¬condido tras unas zarzas, oyendo aquí y allá el sonido de los juegos de los cervati¬llos y, también aquí y allá, observando mati¬ces de colori¬dos y detalles imprevistos surgiendo hasta de cualquier brizna de hierba que brille por el sol con una gotilla de ro¬cío en el envés de su hoja? ¿Has contemplado acaso, Akamón, yo te pregunto, tan grande y excelsa belleza aquí mismo, en tu reino? Sé que no, por¬que tu padre al final no permitió que fueras educado en los campos y en las monta¬ñas, por si pudiera pasarte algo malo por no sé qué peli¬gros que siempre decía que existían en tales casos, pese a que yo le pensara y le defendiera lo contrario en más de una ocasión, con tal de edu¬carte, yo y los demás, con un poco de uso de tus verda¬deros sentidos además de los pura¬mente físicos y hu¬manos. Akamón, Akamón, qué íntimo placer me pro¬duce hablar contigo después de lo que, estando con¬tigo en el pasado al verte crecer, he vivido junto a los de¬más también llamado sabios. Akamón, como sabes, todos nosotros, cuan¬tos estamos aquí, en la gran sala de tu pa¬lacio, te conoci¬mos desde muy pequeño. Te ilustramos, te enseñamos a leer y a escribir y tratamos de infundirte al¬gunos de los grandes secretos, en mu¬chas ocasiones a es¬condidas de tu padre, quien pensaba que el único gran se¬creto de esta vida residía, según aseguraba con mucha fre¬cuencia, en nacer siendo rey para así conquistar la mayor cantidad de territorios po¬sibles y ser rico y respetado por los de aquí, su reino, y por los de allá, los habitan¬tes de los reinos vencidos por su causa. Y te adorábamos como espíritu humano porque creímos conocerte, Akamón, desde el primer día de tu na¬cimiento. Somos un poco padres tuyos, sin que eso sea ofen¬der, ya que no olvido en ningún mo¬mento que soy gente de tu pueblo ante ti. Pero, Akamón, yo te mecí en mis brazos recitándote versos de los poetas de verdad, de los que se esconden de lo humano en los cam¬pos después de recitar en público, por las calles y las plazas de nuestros poblados, algu¬nos, tan sólo algunos, de sus poemas dedicados al ro¬mance permanente, con sus menos y sus más como en cualquier pareja bien avenida, entre el hombre y la vida. Akamón, escúchame bien ahora. Óyeme con to¬dos tus sentidos muy alerta. ¿Ya? Porque es muy im¬por¬tante lo que voy a decirte. Sí, lo es. Me siento con el derecho justo de de¬cirte algo que, como rey, tú has de sa¬ber cuanto antes, sobre todo ahora que acabas de ser coro¬nado, y más aún ahora que te decides a sondear los secre¬tos insondables para quien no esté interiormente prepa¬rado.Se trata de lo siguiente, Akamón: No, no y no. Que no. No hay justicia verdadera, no, mi rey, no hay libertad verdadera, no, mi rey, no hay amor ver¬dadero, no, mi rey, ni en tu reino ni bajo tu reinado.
—¡¿Cómo no?! —Akamón, el rey, se levantó im¬pulsado por un resorte interior atávico, y llevó su jo¬ven mano de dedos finos y largos hasta el asa de oro tallado de su es¬pada templada en los grandes hornos del Oeste del reino. La espada había estado a los pies del trono hasta ese mo¬mento y ahora iba a estar en su mano. Pero la voz de Anaíria de¬tuvo en seco cual¬quiera de los movimientos del rey, que hizo caso a su grito solamente porque confiaba mucho en ella. Anaíria aulló, como una loba en peligro, así:
—¡No, Akamón! ¡Piensa muy bien qué gestos haces ahora, después de haber oído que no hay justicia, liber¬tad ni amor verdaderos ni en tu reino ni bajo tu rei¬nado. Medítalo muy bien. mi rey, porque tu maestro, tú debieras intuirlo, ante nosotros y ante ti, te está pro¬bando!
Todos los sabios, incluido aquel grande entre los gran¬des que estaba de pie transmitiendo su pensamiento a Akamón como si le relatara un cuento, mi¬raron len¬ta¬mente hacia Anaíria después de que ella gritara así, y de modo tan contundente que las vidrieras de colores, que daban a los magníficos jardines de ro¬sas que el rey joven cultivaba desde pequeño con sus propias manos, vi¬braron durante lar¬gos segundos (el arte de hacer cre¬cer bellas rosas se lo había enseñado su tercer maestro instructor, también de cuerpo presente en la reunión del gran cónclave, como el anterior sabio de la barba roja). Pero lo más importante fue que el rey se detuvo en su movimiento de ataque ins¬tintivo. Sí, se detuvo y no llegó ni a coger el asa de su espada al sentirse hondamente ofendido por aquellas pala¬bras que lo acusaban con descaro de injusto, y no sólo a él, sino también a su pa¬dre, el gran rey, grande entre los gran¬des porque logró anexionarse el territorio que daba al mar, causa por la cual hoy podían disfrutar del mar los más pudientes del territorio. Nadie, nadie, nadie en el poder podía permitir aquella injuria ante el rey, aque¬lla rebelión en palacio, aquella forma de decir la ver¬dad al mismísimo monarca, a quien de hecho y por nacimiento ya sabía, ante su pueblo, toda la verdad. No, ni siquiera Akamón podía escuchar algo así sin reac¬cionar. Ni siquiera él, que había sido filósofo, que había defendido ante sí mismo la necesidad de que cualquier ser vivo en el planeta tenía el derecho de an¬temano de ser, vivir y pensar como quisiera mientras no molestase a su vecino de al lado. No, ni siquiera él, que era quien se había arriesgado a oír la verdad al traer a los grandes sabios de su reino a la gran sala de su palacio recién estrenado como rey. Furor, enro¬jeci¬miento, ansiedad, ganas de matar, eso es lo que sentía ante el viejo sabio, el cual, sereno, no paraba de mi¬rarlo a los ojos con una cierta sonrisilla muy leve des¬prendién¬dose de sus labios, como si no le temiera en absoluto. ¿Era posible encajar tan grave afrenta en nombre de la ad¬quisición del mayor y más grande de los conocimientos? Akamón respiraba desordenada¬mente medio levantado en su trono, dirigido todo él hacia la espada, pero detenido en el aire por Anaíria, por la bellísima apadrinada del gran rey antes de mo¬rir. Anaíria, la cual se levantó tras su anterior grito, y sin desplazarse y bajando el tono de sus voces, le dijo ahora dirigiéndose sólo a él haciendo caso omiso de la presencia del cónclave de sabios:
—Lo sabes, Akamón. En el interior de ti sabes que el gran sabio te prueba ahora a ver qué haces. Y que si actúas como no debes, mi rey, si reaccionas tal y como ningún hombre debe, no podrás ser candidato a crecer como él te dice, ni llegarás nunca a ser ese hombre verdadero del que él te está hablando desde que inició su gran dis¬curso a ti. Así que no sólo detente en el ex¬terior, Akamón, sino en tu interior. Cesa de pensar que lo odias por así haberte hablado y escúchale otra vez. Es tu única vía si quieres seguir adelante, Akamón.
Los grandes maestros asintieron con un visible gesto de aprobación ante lo que Anaíria acababa de explicar al rey. El gran anciano, el que estaba en medio de la sala, el que había osado decir la verdad al rey, también la miró, aun¬que éste como si le reprochara cariñosa¬mente que hubiera alertado al joven que se sentaba so¬bre el trono. Pero sir¬vió, y eso fue lo importante. El aviso claro y contundente de Anaíria sirvió para que Akamón apagara sus ánimos, de repente sobresaltados ante lo que habían sido simplemente palabras. Y supo que las palabras hay que oírlas y escu¬charlas, digan lo que digan, para luego actuar tú del modo como creas más importante. Y que es más importante lo que se hace que lo que se dice. Y comprendió también que aquel gran maestro le estaba enseñando muy rápida¬mente cuáles eran sus defectos, le estaba poniendo ante ellos del modo más sencillo: demostrándole que aún podía sentirse ofen¬dido, lo cual era signo de que aún no había comprendido nada sobre el hombre su¬perior, el que debiera situarse por encima de la violen¬cia y vivirlo todo en nombre del gran amor. Y com¬prendió que el venerable y gran sabio, su prin¬cipal maestro de la niñez, lo había probado en su orgullo, en su falta a la verdad por no reconocer en voz alta lo que todo el pueblo ya sabía, por no poder oír la verdad, en definitiva. Y por eso finalmente Akamón agradeció a Anaíria, con una mano en alto y los cinco dedos abier¬tos como enviándole su corazón, su noble e inespe¬rado gran gesto al ofrecerle un arma eficaz en la lucha para que pu¬diera defenderse de la prueba puesta por el gran sabio de modo tan evidente, pero tan oculta al mismo tiempo por sencilla. Y luego, luego, el rey jo¬ven demostró su gran nobleza interior ante el consejo de los grandes sabios allí reunidos. Sí, Akamón de¬mostró las cualidades de su corazón cuando, de re¬pente, salió de su ensimismamiento y pi¬dió un gran perdón a los sabios de su reino. Nunca antes un rey había tenido que pedir perdón, ni en sueños, a ni uno sólo siquiera de sus sabios, ni a uno solo siquiera de sus vasallos en el reino por muy alto que fuera o que fuese su rango. Fue la primera vez en aquella meseta alta que sucedía un hecho como aquel, tan revolucio¬nario.
De pie ante su trono, con la mano izquierda sobre el co¬razón, mirando a todos y cada uno de los sabios primero y, luego, a su gran maestro que se hallaba en medio de la sala regia, Akamón, distentido, haciendo un gran ejercicio de humildad ante todos los allí pre¬sentes, habló así:
—Perdón, sí, mis sabios. Perdón por no haber sido digno de estar en esta reunión, aquí, ante vo¬sotros y hace un momento, cuando he intentado agarrarme a mi espada para sentirme se¬guro ante la verdad que he oído en mi cara y en mis oídos. Perdón os pido por ha¬ber dudado de todos voso¬tros, al pensar que érais unos traidores al reino durante unos instan¬tes, justamente hasta oír la dulce y tierna voz de Anaíria, aunque esta vez a voz en grito, que me ha sal¬vado, justo es decirlo en alto, de cometer este gran pe¬cado de no haberos res¬petado y de haberos creído in¬dignos de es¬tar en mi casa y de echaros indignado para ponerme a pensar un cas¬tigo real para vosotros. Perdón y setecientas veces siete perdón, amigos. Yo declaro que ahora sé que el mundo es una ilusión de mis sentidos y que veo mis temo¬res, cuando los siento con intensidad, tam¬bién reflejados claramente en él. Por eso he creído que érais malos cuando he oído tus últi¬mas palabras, gran sabio, las que nos acu¬saban a mí y a mi padre, cierta¬mente con razón cabal, de haber sido y de ser injustos con este reino que ahora sí quiero, con vuestra ayuda si me la otorgáis, convertir en reflejo de mi real bondad y de mi real sentido de la jus¬ticia y de la belleza en este mundo planetario. Perdón real, mis amigos e invita¬dos, mis maestros, porque todos vosotros me enseñas¬teis vuestras asignaturas cuando era pequeño, lo sé bien, lo recuerdo y no lo olvido. Perdón, viejos valien¬tes. Yo, el rey, me postro a vuestros pies. Y os declaro que, en el fondo de mí, yo también sospechaba esa in¬justicia, esa falta de libertad, esa carencia de amor que se da en nuestro reino, entre sus poderes y el pueblo, entre los habitantes de unos y de otros reinos. Pero no sabía cómo reconocer en alto mis sospechas, y por eso reaccioné tan violentamente al oír lo que no sabía cómo oír, al tener que afrontar lo que no sabía cómo afrontar. Gracias por haberme curado de este mal inte¬rior, como el que suponía tener algo dentro que no sa¬bía cómo sacar fuera de mí. Ya está, sacado está, aun¬que haya tenido que ser de labios de ti, mi gran maes¬tro, al que prometo nunca más amenazar ni con gesto, ni con pensamiento ni con ac¬tos.Porque ningún ser humano debe jamás amenazar a ningún ser humano, ni mucho menos a un animal, ni a una planta ni a un mineral, tal como ahora, tras escucharte, mi sabio, sé. Y como sé, aplicaré, no lo dudes.¿Me perdonas, gran sabio entre los grandes? Yo, el rey, te solicito el perdón de tu corazón. Dámelo para que pueda seguir viviendo en paz, sabiendo que a nadie he ofendido, que a nadie ni a nada he molestado, sobre todo cuando yo estaba en supe¬rioridad de condiciones. Dámelo, gran sabio, dámelo. Te lo ruego. —Y diciendo esto con voz muy digna y sin afectación de ningún tipo, Akamón bajó lentamente del estrado de su trono adornado con bri¬llantes en lo más alto del respaldo, y, ya en medio de la sala, equidistante a todos los pre¬sentes menos al gran sabio que estaba a su lado, se tiró repentinamente sobre el suelo adoptando la pos¬tura de la humildad —una de las posturas reales del gran yoga univer¬sal que le había sido enseñado por el maestro de lucha mental, allí presente— y dijo con los ojos cerrados y ape¬nas sin respirar:
—Perdón, mis hermanos. Perdón también ante lo más alto.
Y fue Anaíria la que, pasando por entre el consejo de los grandes sabios, se echó tam¬bién a los pies del gran maes¬tro para arrodillarse y coger de los hombros al que era su amor para, acariciándole dulcemente el cabello, decirle:
—Mi rey, Akamón —suspiró— ¡Levántate, te lo ruego!. Ningún ciudadano tuyo quiere verte tirado por los suelos ante extra¬ños. Mi rey, leván¬tate... Yo te lo pido, Anaíria.
Y Akamón se levantó. Se dejó conducir dignamente por Anaíria, que lo dejó de nuevo sentado en su trono. Antes de separarse para él quedarse solo delante de los grandes sabios de nuevo, él y ella se miraron. Y hubo una chispa de lo más alto en el aire; como si en aquel instante se produjera, sí, el encuentro entre lo feme¬nino y lo mascu¬lino que tuvieran desde siempre que fundirse para dejar de ser dos y ser uno. Y hubo una fusión de las fuerzas vita¬les de ambos, como si él y ella ya su¬pieran quiénes eran desde siempre. Y, al encon¬trarse de esta forma, se forta¬lecieron, sintieron que ya no le temían a nada ni a nadie y que el mundo adqui¬ría toda su verdad ante sí. La verdad del amor hu¬mano como reflejo del que es también el amor de lo más alto hacia el hombre, que lo demuestra mediante la Naturaleza y sus poderes ocultos. Akamón y Anaíria vivie¬ron de esta forma el proceso mágico del amor de verdad, que se produce cuando une a una mujer y a un hombre evolu¬cionados, como estaba su¬cediendo en aquel momento ante los grandes sabios, que sonrieron para sí complacidos, cada cual a su ma¬nera, y que, algunos de entre ellos, recorda¬ron segu¬ramente sus historias de amor en el ayer con sus espo¬sas actuales, las cuales los completaron internamente del modo más especial cuando entraron en sus cora¬zones. Todo esto ocurrió sólo en unos segun¬dos, por¬que la reunión volvió a reanudarse como si nada hu¬biera pa¬sado. Allí to¬dos conocían el valor del perdón, y todo el mundo lo res¬petaba todavía. No como en otros reinos, que el perdón ni se conocía ni mucho menos se practicaba entre sus habitan¬tes, que aplicaban una vieja ley perteneciente al reino de los animales más crueles, la cual dictaba que "muerte por muerte y ofensa por ofensa".
Pero, al reanu¬darse el cónclave, el maestro de Akamón miró a su discípulo —en realidad su prefe¬rido desde que fue muy pequeño— y lo hizo con ter¬nura inmensa. Porque el gran sabio, aún siendo más joven por en¬ton¬ces, cuando fue maestro del hoy rey ya intuyó la valía de su fuerza vital, de su interior, en donde se fundían oriente y occidente en sí mismo por una extraordinaria mezcla de azares, tanto de índole física como de índole de nacimiento... El príncipe había nacido en medio del mar que separaba la costa oeste de lo que ahora se llamaba Asia y la costa este de lo que ahora se llamaba Europa, en medio justo se¬gún los mapas, por donde pasaban todas las navegacio¬nes desde hacía si¬glos... Aquel príncipe tenía que ser un cosmopolita, un pensador, un ser abierto y libre de co¬razón; tenía que te¬ner fundido en sí el gran conoci¬miento de oriente y el de occidente, tenía que llegar a ser un gran gobernante un día. Así lo auguraron tam¬bién en el pasado todos los vene¬rables ancianos que es¬taban allí reunidos. Por eso, y en secreto, los jóvenes sabios de aquel tiempo (aquellos mis¬mos viejos de ahora) se pusieron secretamente de acuerdo para ins¬truir al príncipe en todas las grandes artes no¬bles, la poesía, la música, la arquitectura de los monu¬mentos, de las catedrales y los palacios, la estética, la medita¬ción, el gran yoga universal, el gran Tai—Chi cós¬mico, la pintura y, también, el arte de amar a una mujer en la intimidad. La agricul¬tura, las ar¬tes de la pesca y del tiro con arco y con ballesta, y algu¬nas cosas menores más, todo eso le sería finalmente enseñado por otros maes¬tros de sus respectivas artes en el mundo.Otros maestros distintos a ellos, por aquéllos, los ahora grandes sabios, así lo quisieron, tras decidirlo en se¬creto.

El gran maestro de entre los maestros, prosiguió en¬ton¬ces su discurso al rey así:

—No te preocupes, Akamón, ya que yo por nada tengo que perdonarte. No me has ofendido, no me has dañado, no me has faltado, sino todo lo contrario. Por tanto, prosiga¬mos. ¿Por dónde íbamos? Sí, ya recuerdo, ya... Te estaba diciendo, antes de dejarte claro que no hay justicia, ni libertad ni amor de verdad en nuestros reinos actuales so¬bre el planeta, que sólo así, mi gran rey, el mundo será más justo. Sólo así y sólo así. Uniendo por fin a todas las razas, dejando que se paréen libremente entre sí, que se unan, que convi¬van, que se organicen de otros modos y maneras a las actuales, si así lo prefieren. Uniendo nues¬tros siete grandes reinados distintos en este mundo, siete terri¬torios al fin y al cabo, y haciendo uno sólo, pero no uno sólo donde el gran reino más fuerte y más armado rija los destinos de todos los demás, sino un solo reino de to¬dos en uno; esto es, que convi¬van en él blancos con negros y rojos y amarillos y verdes, y que hagan el amor como quieran, en nombre del más puro senti¬miento, quizá, por qué no, en nombre del más puro placer. Nunca nada, ni el acto físico del amor por su¬puesto, en nombre de la maldad, el afán de posesión o del instinto animal. Y, así, a par¬tir de esta pau¬latina y natural unión entre los enamorados que hallen a sus enamoradas en los otros y distintos con¬tinentes de La Tierra, se conseguiría que se produjera el definitivo gran encuentro con lo más alto de lo más alto, con el dios de los dioses, con el sin nombre conocido, con lo único lógico y razonable sobre la total creación cós¬mica, después de todo lo dicho y después de todo lo re¬flexionado: El gran hombre. El gran hombre, el creador del hombre pequeño, el cual ha de convertirse en él si quiere vencer en el gran juego de la vida. Y así ya queda claro, ¿no, mi Rey?, este asunto para la mayoría tan peliagudo, pero que, como ves, es tan sencillo como la actitud de una rama pequeña al de desplazarse sobre la corriente de un pausado río, en cualquiera de los atardeceres de nuestro valle.
Y, tras decir ésto, el gran sabio miró hacia afuera y añadió al rato, tras respirar profundamente tres veces y tras pasar una de sus manos, con armonía, por su largo ca¬bello del color de los días de lluvia:
—Amanece ya, oh, rey, sabios, Anaíria. Ya ama¬nece. Es la hora en la que el día se impone suave¬mente, como todo lo que viene de lo más alto, a la no¬che. La hora de los primeros cantos de los pájaros, la hora en la que la hierba aún está dormida y en la que los cervatillos pare¬cen flores al levantarse. Es la hora de concluir hoy nues¬tra reunión de esta segunda no¬che. Sí, es la hora de con¬ciliar el sueño y de entrevis¬tarnos con nuestros ocultos yoes, en cónclave interno, para saber qué decidimos, qué aceptamos y qué recha¬zamos de cuanto estamos viviendo en esta jornadas dedicadas a la reflexión en el gran palacio tuyo, oh, rey. Es la hora, la hora mágica en la que La Naturaleza des¬pierta y en la que el sol se levanta por los horizontes de nuestro reino, trayéndonos su calor, que es el mismo que el que se expande desde lo más alto hacia to¬dos los confines del universo. Es la hora, mi rey. Yo me voy. Quedad en paz con vosotros mismos.

Y el gran sabio se marchó despacio, mientras se disol¬vía lentamente el cónclave. Anaíria miró hacia Akamón, pero decidió marcharse enseguida: el rey, a solas ya en su trono, meditaba profundamente. O tal vez sólo dormía, hon¬damente cansado. No era posible saberlo; tanta, tanta era su inmensa quietud.
Anaíria, sin hacer el menor ruido, salió de la gran sala para dejar meditar o dormir a su rey. Y, cuando ella sa¬lió, un pájaro muy bello y muy pequeño, de color azul cielo, fue a posarse de súbito sobre la base de piedra pu¬limentada de una de las ventanas altas y verticales. Y aquel pájaro cantó del modo más perfecto que se pueda ima¬ginar.

Hasta los sabios, desde sus aposentos, lo oyeron. pero sólo el gran sabio supo que el ave había sido enviada por lo más alto para coronar la reunión con la voz que él de¬muestra, desde siempre y para siempre, a través de los más sencillos y humildes pájaros.











(Tercer día)
La aventura del náufrago perdido en La Isla Maldita

LLovizna, hoy llovizna, mi señor. Qué maravi¬lla entre maravillas la lluvia, ¿no crees, Akamón? Es como si el cielo limpiara los campos de la tierra, como si lo ali¬mentara con sus partículas etéricas en forma de agua. Llovizna desde el alba, mi rey. Yo estaba des¬pierto ya en mi aposento cuando presentí estas gotillas cayendo sobre tus jardines. Se entraba a mi cuarto una suave brisa que olía a florecillas silvestres, a romero, a azahares, a hierba humedecida. Me levanté de mi le¬cho, miré por la ventana y la vi mientras caía, mansa como la caricia de un verdadero amante sobre la es¬palda de la tierra aún dor¬mida. Me maravillé, tengo que decírtelo, me maravillé una vez más. Hacía ya mucho tiempo, mi rey, que nada de este mundo me maravillaba. Ha sido un regalo de tu palacio, de tu vi¬vienda, a la que se lo agradezco y a la que auguro lo mejor para el futuro, ya que este sitio ha de llegar a ser un monumento de la humanidad cuando pasen los siglos, un remanso de inextinguible belleza aunque pasen los años y los años. Noble es tu palacio, luego noble será el rey que lo habite. Observa, Akamón, cómo te habla a ti la vida desde tu palacio mismo y todo el tiempo y sin cesar. Obsérvalo cada día porque, en cada instante, la vida ha¬bla. Lo hace desde los obje¬tos, desde los semejantes, desde lo que te quita y desde lo que te da. la voz de la vida es amable y es silenciosa, tranquila, considerada, y llega tan sólo cuando estás dispuesto a oírla sin asus¬tarte. Porque la voz de la vida no irrumpe a la fuerza en la existencia de nada ni de nadie. La voz de la vida, como la lluvia con la tierra, necesita de un medio poroso, de una materia abierta internamente, para finalmente acceder a entrar y a allí morar. Como la voz de la lluvia, esos leves chasquidi¬llos, ese piar del agua al chocar con los cantos de las piedras más ínfimas, ese sonido de calma ex¬tendién¬dose por aquí y por allá, ese silencio convertido en so¬nido somero, humilde y, aún así, tan bello al oírlo como cuando se oye a las olas del mar batir sobre el mundo.
Llovizna, Akamón, llovizna y esta mañana es casi la úl¬tima de los llamados grandes sabios del reino en tu casa. El último día abierto en el cielo en el que noso¬tros esta¬remos juntos, ya que nuestra próxima charla será la úl¬tima; la que empezará de noche y acabará al alba.
Hoy es día de luz opaca, suave y sensual. ¿No encuen¬tras algo especial en ti mismo a partir de este gris de tonali¬dades limpias y mágicas y de esos chorrillos ca¬yendo desde lo más alto del mundo, desde el principio del cielo, hasta la tierra a la que ablanda?.
Akamón, Akamón, la lluvia es tan bella cuando sabes mi¬rarla...

Pero, veamos qué decíamos al final de la pasada no¬che. Ni la lluvia con su paz ha de poder apartarnos de nuestro tema principal, que ya comienza a tocar a su fin. Hablába¬mos del crecimiento interior, mi rey, y de¬cíamos que había algo que tú, y quien sea por dentro como tú, debe saber que nadie, rey, que nadie y nadie puede guiar en los gran¬des pasos definitivos a na¬die. Debe ser así. Está escrito en los anales de nuestro tiempo y de nuestro espacio. ¿Pertenecerían a lo más alto los pasos que tan fácil¬mente pudieran darse, me¬diante el consejo de otro, mediante la ayuda definitiva de otra persona? No, los pasos hacia lo más alto sólo pueden comenzar a principiarse por decisión del pro¬pio aspirante cuando se encamina directamente hacia lo que más le importa o debe¬ría importarle en el mundo, que es y ha de ser realizarse a sí mismo en la Tierra como más hombre, más humano, mucho más, que antes.

En efecto, un hombre que conozca los grandes secre¬tos de este mundo —de los pocos que hoy en día exis¬ten— puede ofrecer a otro hombre la respuesta a cuá¬les son los símbo¬los que ha de descifrar lentamente para comprender los enigmas de la vida y de la muerte. Pero es que cada uno, cada verdadero aspi¬rante, debe descifrar esos símbolos má¬gicos a su ritmo y a su paso, cada cual con¬formando indi¬vidualmente la sinfonía de su propia vida, cada cual, rey, a su modo y manera, tal y como, finalmente, le dicte su propia e individual conciencia personal de sí.
Para que llegue realmente a conocerse a sí mismo, al hombre en el mundo se le puede incluso llegar a ofre¬cer las claves del significado oculto de los signos de sí mismo que puede hallar en los astros, o también en el juego de los naipes mágicos (aún desco¬nocido por los ac¬tuales hombres, pero posible ya en su imagi¬nación, como cualquier lector puede demostrarse ahora mismo a sí mismo a partir de su propia mente y su capacidad de crear cosas que no existen tanto dentro —como fuera— del ce¬rebro en los estados superiores de conciencia). Cada ser humano puede también, de esta manera, llegar a conocerse de modo efectivo en el vuelo de determinadas aves, en el determi¬nado vaivén del mar o en los sentimientos que conducen a el interior del sí mismo y al yo superior, al gran sabio que cada cual tiene dentro de sí... Al hombre que libre¬mente decida —y logre— dar el primer paso hacia el abismo simbolizado por el loco del Gran Tarot a punto de caerse desde el gran precipi¬cio, le puede lle¬gar a ser ofrecido in¬cluso, en bandeja de plata y por un ángel acaso, los métodos correctos de encender deter¬minadas glándulas en sus entrañas, de tal modo que se pro¬duzca un efectivo y real crecimiento físico si el hombre mismo lo considerara necesario, y de encen¬der también, opcional¬mente, determi¬nados dispositi¬vos internos que, una vez pues¬tos en fun¬cionamiento, aceleran con toda seguridad el desa¬rrollo de la fuerza vital que está situada, como bien saben los yo¬guis ver¬daderos, en la base de la columna vertebral hu¬mana, allí donde yace dormida la gran serpiente enroscada, llamada Kundalini por los sabios de los territorios orien¬tales. Ella es la serpiente dormida en la base de los cinco chakras vertebrales, que son com¬pletados a su vez por los dos chakras cabezares, situados el uno en la coro¬nilla y el otro justo en medio de la frente y sobre la na¬riz humana, el que se despierta primero cuando se le re¬clama pausada y vibrátilmente con la sílaba sa¬grada OM, la que inicia en todos los mantras, poste¬riormente, cuando le ha sido dada cabida en el cuerpo por medio de la más alta vibración de todo lo del cuerpo, tanto de los sentidos como de los órganos con salida abierta al exterior; como el oído, cuyo tímpano, mi rey, ha de ser hecho vibrar oyendo o pensando co¬sas bellas para que alcance a agitarse con los sonidos de la belleza y sea así como se enaltezca al fin y com¬prenda de una vez para siempre que, como hom¬bre en el mundo físico, oye de otro modo ahora la vibra¬ción de las campanas, la vibración de los mantras, la vi¬bra¬ción de los dongs orienta¬les, la vibración de su propia voz, que procurará a partir de entonces que sea clara y diáfana, como permanente muestra de sus relajados senti¬mientos y de su buena respiración, esto es, su plena armo¬nía con el aire que respira y con el que se conecta de modo total con la vida.
Porque el hombre, Akamón, sólo se va de la vida fí¬sica, como está lar¬gamente probado a través de los si¬glos, cuando emite su último suspiro, cuando expía, cuando deja de respirar definitivamente, cuando ya no puede inhalar aire para llenar sus pulmones, que ocu¬rre cuando la fuerza de su propia vida se aleja del cuerpo físico para de¬jarlo morir y cumplir así que la materia regrese a quien le per¬tenece, que es la materia misma y que el espíritu se vaya con los suyo, que es el espíritu total de la total gran creación. En esto, aunque también en otras cosas, consiste el acto de morir, que es uno de los más bellos de entre los que vive un ser humano en la tierra. Quien llega pre¬parado al morir, porque se ha crecido a sí mismo, porque sabe que sabe y que, al saber, sabe que ya no sabe nada, quien así de dispuesto llega a la muerte, está destinado a encon¬trarse con aquello mismo en lo que creyó, con aquello mismo que buscó. Y, entonces, ese ser entrega su vida a la última respiración como si fuera lo más bello de lo que dispone. Y es que, en realidad, noble rey, ese hom¬bre es lo único de lo que dispone cuando se enfrenta a su morir: Su vida, su vida y no más que su vida. Ese es su equipaje, lo que lo define ante lo más alto, lo que lo clasifica y lo que lo convierte, en defi¬nitiva, en una o en otra forma de energía. Es así, por tanto, como el hombre buscador de lo más alto, el que llega a la muerte con las ideas claras sobre quién es en realidad él mismo, encuentra un mundo supe¬rior al morir y participa de él en la misma medida que supo expresar sentimientos en la tierra y hacer que estos fructi¬ficasen en armonía y en paz a su alrededor, y du¬rante su vida física en este mundo de la materia densifi¬cada.
Todo ésto, y mucho más, le puede ser enseñado y desvelado al hombre por parte de los grandes sabios. Y, allí donde todo esto sea enseñado, todo el mundo dirá la verdad; pero de ningún modo toda la verdad, Akamón. Porque toda la verdad sólo la conoce aquello que rige en lo más alto, y nadie más. Y, además, el hom¬bre solo que llega solo, o fundido con su par o con su im¬par, con su igual o con su contrario, de estas dos formas completamente solo hasta el umbral de la verdad, ha de em¬prender de inmediato el fundamento de toda gran iniciación, que no es otra cosa que amar. Porque sólo el ya iniciado en una iniciación me¬nor puede aspirar a La Perfecta Iniciación, reservada para los más valientes de entre los habitantes de este mundo.

El Gran sabio se quedó pensativo, se introdujo del todo en sí mismo, allí, de pie, justo en el instante, además, en el que la lluvia pasó a ser una tormenta desaforada. El cielo bramaba, las nubes rugían ahora, el éter estallaba y producía rayos luminosos aquí y allá, mientras una cata¬rata de agua se derramaba en vertical desde aquel alarde de quien estuviera en lo más alto, el cual parecía más que nunca en aquel instante haber decidido divertirse inmis¬cuyéndose en las leyes natu¬rales para formar aquella fiesta de luces y sonidos, aquel despliegue de fenómenos físicos y químicos, aquel espectáculo numinoso para quien lo supiera leer, como parecía saber allí entre todos el gran sabio, el cual dijo apartándose del tema que antes lo ocupaba:
—Ha llegado la tormenta a tu reino, Akamón. Presintámosla en nuestros corazones, oigámosla en nuestro interior como si se tratara de un gran mantra de La Naturaleza, dejémosle paso por nuestros poros y unámonos a ella con la fuerza de la vida que anida en nuestro pecho completamente abierta a los cielos, que de esta forma nos saludan, que de esta forma se abren ante nosotros, simbo¬lizando lo que un día podría ser si el que rige en lo más alto decide bajar a ver qué pasa por estos lares, por esta tierra tan pobre y carente en cuanto a inteligencia uni¬versal. Oigamos, sí, esta tor¬menta que lo ha humedecido todo alrededor, esta tormenta que introduce en nuestros corazones una suave sensación de bienestar y, también, para los más ignorantes, un desasosiego producido porque La natu¬raleza ha hablado. Los que nada saben y nada quie¬ren saber del mundo a su paso por la vida física se desa¬so¬siegan, se ansían, sienten hasta temor cuando La Naturaleza resuena, cuando el cielo truena, cuando la llu¬via se desata de esta forma. Y se esconden en sus hogares con sus ventanas cerradas para no verla, para no oírla, para no sentirla. Y no saben, no, que la tor¬menta es buena; no saben, no, que la tormenta es so¬lamente un juego del éter con el éter, un ejercicio de yoga total por parte del cosmos en nuestra tierra, un alarde de poder infinito para que los hombres sepan que lo que está más arriba de lo que está más arriba es capaz de crear esas cosas, y aún otras cosas de más alta entidad. Akamón, sabios, Anaíria, oíd, oíd la hermosa tormenta. Cómo suena, cómo palpita, cómo es armo¬niosa, primero el sonido para avisar que llega la luz, luego la luz estallada en el aire como una explo¬sión de nuestros vecinos atlantes, los degenerados, pero ésta en los cielos y sin peligro ninguno para nuestros bos¬ques ni, por supuesto, para nuestras gentes. Esa elec¬tri¬cidad que se desata en los cielos será un día usada por el hombre en la tierra que, a partir de entonces, ya no tendrá que alumbrarse con el fuego de las antorchas ni con ceras encendidas mediante una mecha. Esa co¬rriente etérica es la manifestación en forma de luz de lo más alto, es su símbolo en la tierra, el signo de que está ahí, lo que lo demuestra. Y esa fuerza que estalla y que produce esa gran luz es la misma fuerza que pro¬duce que el mundo exista y sea visto por nosotros y por él, que hasta el momento de crearlo tan sólo lo imaginaba. Esa fuerza que recorre nuestros cielos ahora, por contraste de temperaturas, por unirse del todo lo más frío a lo más caliente, por fusio¬narse con¬sigo misma La Naturaleza en una de sus principa¬les manifestaciones, esa fuerza, te digo, contiene en sí misma muchos secretos ancestrales. Esa fuerza será ca¬paz un día de trasmitir tus pensamientos, oh, rey, y de lle¬varlos sobre ella allí donde tú quieras; es una fuerza ca¬paz de transportar sobre sus lomos las voces del hombre, de tal modo que, si el hombre llama vibrando desde el co¬razón, esa vibración es conducida hacia aquello a lo que llama y lo atrae de modo definitivo. Esa fuerza que ahora se manifiesta en el aire para mos¬trarnos el símbolo de lo que es más arriba, tiene el po¬der de penetrar en el hombre que medita y hacerlo suyo, y convertirlo en su propia voz, y abrazarlo y me¬cerlo y quererlo, y, finalmente, llevár¬selo de la vida para conducirlo a los reinos superiores, a los que están regidos por los grandes sabios despiertos, de antiguos humanos —pocos deben de ser, la verdad— que logra¬ron no ser ellos, sino ser él, aquél quien les acon¬sejaba desde el corazón.
La lluvia, la lluvia, mi buen rey, limpia el interior y, si te pones bajo ella, limpia también de modo especial el exterior. ¿No te has fijado en que la lluvia, cuando moja la cabeza, deja los cabellos más limpios y brillan¬tes, más suaves, más con su forma real, más moldea¬ble? La lluvia acaricia al hombre que la sabe recibir en su cuerpo, de la misma forma que acaricia los campos, a los que nutre, los grandes poblados, a los que rege¬nera su aire y las malas vibraciones procedentes de los malos pensamientos, y el mar, sobre el que choca, so¬bre el que forma una enorme unión entre el cielo y la tierra a través del agua ca¬yendo en vertical hacia abajo, en un acto de amor total.

Pero no es de la lluvia de lo que tú me querías oír hablar aquí, ante ti. Por eso, mi buen rey, prosigamos desde aquí con mi discurso a ti, que espero te sea grato. así lo su¬pondré yo mientras te sienta ahí, de esa forma tan intere¬sada escuchándome, cosa que te agradezco, porque no hay mayor alarde de humildad humana, como ya te dije, que sa¬ber escuchar a todo el mundo que llegue hasta uno sin juz¬gar. Y quien así hace, se eleva, porque cree ya en la gran fuerza que todo lo crea y que en todos está.
La Perfecta Iniciación, Akamón,

Tras una larga pausa de meditación, el gran sabio si¬guió hablando así:

Akamón; mi buen Akamón... Quien quiere cre¬cer por dentro, comienza por amar siempre a La Naturaleza en to¬das sus expre¬siones, con la razón y con el corazón, y no sólo al reino creado por los hombres sobre el mundo, que, por ignorante aún de la verdadera reali¬dad, es vil y ruin para con las mayorías sin voz en la tierra y mediocre e insen¬sible con la mayoría que sí tiene voz pero que está regida y determinada por una mi¬noría que tiende a perpetuarse a sí misma en el po¬der de nuestros poblados con fines que, a veces, pare¬cen ciertamente siniestros.
El que se inicia a sí mismo con perseverancia, es por¬que sabe ya que cada persona está sólo rodeada de sí misma todo el tiempo y sin ce¬sar. Por eso, él o ella, los que se inician así, pueden pasar a ser, por propia vo¬luntad, otros en el mundo mágico. Es una buena téc¬nica, mi rey. Los aspirantes a La Perfecta Iniciación pueden representar en la vida que les queda por de¬lante, una vez pasadas las primeras pruebas, a las figu¬ras más bellas y nobles de la imaginación popular. Por ponerte algunos casos, rey, te nombraré ahora las figu¬ras del gran caballero an¬dante y la princesa salvada del rey malo o del dragón; o el gran lu¬chador oriental y la guerrera india, el gran maestro y su discípulo, el cami¬nante y la posadera en el camino, el iniciado y su crea¬ción, el gran maestro de lucha perfecta y el aprendiz de luchador, el gran amante y la recreación de su objeto de deseo materializa ante él... Y estos, los aspirantes así iniciados por sí mismos, se habrán de ocu¬par en leer con atención, empleando para ello un determi¬nado tiempo diario, sobre el gran libro de la vida, que sabrá lograr que quede abierto ante él por la pá¬gina de su propio mundo. Entonces, lo in¬ter¬pretará para, desde ese momento y conocidas una a una las grandes res¬puestas, ac¬tuar siempre, y muy serenamente, en conse¬cuencia. El ver¬dadero aspirante o la verdadera aspi¬rante, justos o por separado, concluirán pronto por sí mismos —si saben y pue¬den llegar hasta esta fase del camino hacia sí— que la realidad de cada per¬sona es una proyección ante sí de luz en determinada frecuen¬cia, la cual le proyecta, le trae a su vida aquello que él desea, aquello que imagina, aquello que piensa o aque¬llo que dice, dependiendo de su estado men¬tal y psí¬quico en cada etapa de su vida, y a partir y sólo a partir de las decisiones que haya ido tomando en el pasado y que le hayan hecho ser y sentir como manifiesta que siente y que es.

Por eso, el verdadero aspirante busca un medio de com¬prender más su entorno y lo encuentra al concluir por sí mismo, y al comprobarlo realmente, que quien actúa sobre su mente con decisión somete la rea¬li¬dad y la puede llegar a dibujar ante sí a voluntad, si actúa con nobleza sobre la gran fuerza que a partir de enton¬ces le ofrecerá, sin duda, la Madre Naturaleza. Y quien ésto hace, sabiendo que lo hace, comienza a llegar a ser quién es, quien siempre ha sido desde siempre, y crece internamente sin que nada ni nadie alrededor pueda evitarlo. Ni siquiera las rejas de un calabozo como los que aún hay en los sótanos de tu pa¬lacio de gobernación, en la plaza de La gran conquista, llamada así por aquella gran masacre que fue lo de tu padre con las tribus nómadas del norte, hace muchos años. No, tú no habías nacido toda¬vía, no, Akamón. Tu padre aún no había conocido a la joven esclava Yemuria, hija de reyes bárbaros, a la que capturó cuando ella sólo tenía trece años después de que sus tro¬pas devastaran su pueblo hasta no quedar ni un solo hombre vivo. La adoptó en su casa como esclava y, cuando ello tuvo dieciséis años, se descubrió total¬mente enamorado de ella, que, nada más aprender bien nuestra lengua, comenzó a contarle cuentos y le¬yendas, lejanas historias que ha¬blaban sobre la creación del mundo por parte de grandes dioses universales. Tu padre, embriagado por aquellas his¬torias, se detuvo y se dio cuenta de la excelsa belleza de aquella princesa bárbara, que tenía el mismo color de tus ojos verdies¬meraldas y las manos más suaves y sutiles, más finas y largas, que ninguna de nuestras muchachas por en¬ton¬ces. Tu padre casó con Yemuria de inmediato y tú fuiste concebido de aquella unión. Yo te aseguro que la noche en que tu padre fecundó a Yemuria, Akamón, yo mismo oí desde mi cueva de aquel tiempo —que no era la misma cueva de la que luego me sacaría tu cocinera y tus andanzas— los gri¬tos de placer de los dos. No, no fueron gritos; fueron llamadas siderales, sonidos ancestrales surgiendo por sus gargantas en busca de una fuerza en el universo que re¬presentase aquella unión. Fueron suspiros mágicos, profun¬dos como suspiros de volcanes y fueron palabras silencio¬sas las que, en esa noche, ellos dos, estoy seguro, llega¬ron a transmitirse hasta de pensamiento a pensa¬miento mientras su cuerpos se tomaban entre sí como sólo dos ver¬daderos amantes pueden hacerlo, desde el fondo, imitando a los dioses cuando se parean entre sí, acariciando la piel como si fuera terciopelo y besando lentamente los caminos abiertos entre los huesos, y admirando con los ojos los recovecos del cuerpo de aquel o aquella con quién estás desnudo sobre el lecho, o sobre la tierra. ¿Has hecho el amor alguna vez, Akamón, en La Naturaleza? ¿Lo has hecho con alguna doncella, sin embargo? Porque no es sólo el le¬cho, el gran tálamo, el que debe ser dispuesto para el gran acto de placer o de procreación por los seres huma¬nos. El verdadero amor acaba por hacerse también en los campos, en los bosques, en las arenas que dan al mar. Y es entonces cuando se produce una complicidad en¬tre los tres, entre tú, ella y ello, lo que está más alto. Y no me preguntes, Akamón, cómo lo sé, aunque trata de pensar, si lo deseas, que yo también fui un día hu¬mano detrás de las cocineras de las posadas y detrás de las campesinas mejor dotadas. Yo también lo fui, sí, hasta el día en que viví una de esas experiencias en la Naturaleza, con una moza de muy buen ver que tenía los mofletes enrojecidos a causa de su salud corporal, y a partir de ese instante amé y desée más ser amado por ello que por ellas, ser deseado por lo más alto antes que ser deseado por una mujer que no tu¬viera despierta la gran fuerza dentro de sí, como yo ya comenzaba a te¬nerla.
Sí, naciste tú, mi buen rey. Y no a causa de mis an¬danzas con aquella joven fruta de nuestros bosques y campos, sino de aquella unión atávica entre tu padre, el gran rey, y Yemuria, la cual un día, como todos sa¬ben el reino, lo abandonó. Fue muy triste aquel episo¬dio vivido aquí, en este palacio. Tu padre gritó echo una furia, sus gritos cruzaban cada día la plaza de los manjares y las frutas provenientes desde aquí, desde esta misma sala en la que ahora estamos. Tu padre se desgañitó llamándola: ¡Yemuria, Yemuria, Yemuriaaa...!, decía y decía a viva voz. pero Yemuria no estaba. Ella se lo había avisado, todo hay que de¬cirlo. Ella, a la edad de veintiún años, cuando tú aún eras muy pequeño, le dijo a tu padre, el gran rey: "Si no dejas de guerrear y de conquistar a nues¬tros veci¬nos, si no concluyes con las matanzas de guerre¬ros, de campesinos, de magos y de sabios de otros reinos, sino no concluyes las grandes diásporas de esclavos hacia tu reino provenientes de los lugares que conquistas y anexionas, yo, mi amor, me iré de palacio para siem¬pre". Y el rey, tu padre, asombrado, por aquel enfren¬tamiento en palacio, le preguntó a Yemuria tratando de saber hasta dónde era capaz de llegar (lo sé porque yo ya estaba ya presente entre su cónclave de asesores, así que lo viví y lo oí todo): "Pero, ¿te llevarás a nues¬tro hijo, mi here¬dero, si te vas como dices?" A lo que Yemuria, sabiendo ya cómo era el rey cuando alguien se le oponía, respondió claramente: "No, no me lo lle¬varé porque ha de ser rey después de que tú seas rey. Pero me iré para que un día él conozca -—como ahora ya conoces, Akamón— la causa por la que me fui: tu afán por ganar siempre, tu afán de poder, tu afán de matar, tu afán de acumular tus riquezas y las riquezas de los demás, tu afán por reinar sobre toda la tierra si pudiera ser. Y yo quiero que él sepa —dijo tam¬bién Yemuria en aquella última ocasión en la que fue vista en palacio— que su madre no podía pasar por estas co¬sas, que mi conciencia de bárbara me indica que la vida ha de ser más natural y que nadie puede matar ni con¬quistar a nada ni a nadie. Y tú, mi rey, me dañas cuando conquistas y matas. ¿Cómo puedo darte mi amor si tus sangres están llenas de sangre inocente? ¿Cómo? Y Yemuria, la antigua esclava, se retiró ves¬tida de seda blanca con un cinturón de terciopelo vio¬leta alrededor de su cintura de avispa. Nunca había visto yo tan brillantes las esmeraldas de sus pupilas, ni tan fuerte y profunda su grácil voz de bella mujer.
Esa misma noche tu madre se marchó. Se fue. Y nadie sabe cómo ni hacia dónde. Y nadie más la volvió a ver. Ya cono¬ces tu historia, mi buen rey, ya la sabes, como tenía que ser. Sin embargo, no conoces la última le¬yenda que Yemuria le narró a tu padre, el gran rey, ante la gran corte de sabios y asesores, como conclu¬sión de una larga reunión entre todos. Tu padre pre¬guntó allí, ante nosotros: "¿Queréis oír a mi esposa, la reina, contando una de sus famosas historias? ¿Sí? —Y cuando todos los presentes asintieron de buena gana, ya que conocían las dotes de Yemuria— El rey pidió en alto: "Mi Yemuria, ven, que venga mi amada Yemuria aquí y que nos cuente una bella leyenda bárbara. Yemuria, Yemuria... —LLamó él.
Y vino ella, Yemuria, y vestida con una túnica del co¬lor de las perlas, con un cinto rojo vivo y con su pelo rojo (natural, no como el que lucen hoy algunas de nuestras doncellas más presumidas, que no es más que teñido con tintes de la tierra) cayendo por su espalda hasta las ca¬deras, ella contó una historia. Sí, era pre¬ciosa; recuerdo que a todos los allí presentes nos con¬mocionó cuando la hubimos escuchado de sus labios de fresa y melocotón. ¿Cómo decía? ¡Ah, ya! Ya... Ya recuerdo, rey, ya recuerdo. Era la historia de un nave¬gante que amaba, antes que a nada, al mar. Al gran océano, por el que había surcado centenares de veces desde que, siendo un niño, se convir¬tió en grumete de un gran marino junto al que dio varias veces la vuelva a este planeta, siendo uno de los primeros que comprobó cómo era la tierra, redonda como el sol y como la luna, tal y como describieron desde siempre los sabios de cada territorio. La tierra, redonda como el cír¬culo perfecto, el que simboliza que todo siempre re¬gresa a sí mismo siempre el que es signo de misterio o de luz, la figura que, meditada, conduce a la mente a uno de sus pri¬meros estadios de relajación hacia su profundidad infi¬nita.
Aquel navegante, a sus treinta y dos años de edad, consiguió cons¬truir su propio barco y se lanzó al océano con un puñado de hombres rebeldes, que no se conformaban con su vida en las aldeas y que deseaban encontrar otras tierras a lo le¬jos, en otros continentes. Pensaban pasar quince años allende los mares, bus¬cando ciudades, tesoros, conociendo aventuras, vi¬viendo de otra forma en definitiva. Pero una borrasca ya fue mal presagio al salir del primer puerto, porque en cada isla de aborígenes el marino fue perdiendo tri¬pulación. En una, se comieron a dos los caníbales y tu¬vieron que huir gritando pies para qué os quiero; en otra, tres más se enamoraron de las bellas amazonas que encontraron por allí en estado muy primario, vis¬tiendo pieles de buey y de jabalí y con los pelos muy greñosos. En la de más allá, uno se mató al volverse para mirar a una indiana mujercita que coquetamente lo miró a él al pasar. Cayó por un socavón, mi buen rey, y se partió el espinazo, pobre de él. Y, finalmente, una terrible tormenta hundió la embar¬cación y trece hombres quedaron sobre el agua verde en una noche de luna grande y en territorio de enormes tiburones azules, negros y blancos. Tres fueron zampados por los bi¬chos del mar, que no tuvieron compasión en aquella terri¬ble noche azulada, repleta de neblinas y de som¬bras sobre el agua aparentemente solitaria. Cuatro fue¬ron ahogados por el mar cuando se les acabaron las fuerzas físicas y na¬die pudo hacer nada por evitarlo. Todos iban agarrados a maderos, menos uno, el gran marino, el cuál se había aga¬rrado al gran mástil par¬tido, que flotaba enorme, exten¬dido hacia allá y hacia acá de él. Los de los maderos se perdieron en la lejanía, hacia extrañas islas conducidos por las corrientes, hacia quién sabe dónde, quizá hacia otras dimensiones de esta realidad, quién sabe, porque, ¿quién es quién co¬noce los secretos de aquellos a quienes no ve nadie? Pregunta crucial, koan infinito, mi señor, sí...Pero si¬gamos con nuestra historia del marino, que fue así contada por Yemuria a tu padre, el gran rey ante sus consejeros y sus sabios: Sólo el del mástil, el marino, se salvó. Sólo él quedó vivo de entre todos los aventure¬ros que retaron a lo desconocido. Los demás sucumbie¬ron, sí, unos por sus inseguridades, otros por sus mie¬dos, los de más allá por su falta de previsión y, en de¬finitiva, por su falta de carácter todos ellos. El del más¬til se salvó. Y llegó a la isla maldita. Lo supo porque, como conocía todos los mapas de navegaciones, cono¬cía aquel perfil en¬demoniado, repleto de roquedades, de malezas grises y sin color, de humos extraños sur¬gentes de volcanes medio apa¬gados, una isla para no dormir en paz, para ser claros. Fue allí adonde su más¬til lo llevó. Cayó exhausto en la playa y durmió ente¬ramente durante tres días y tres noches y, cuando des¬pertó, se hallaba en medio de una tribu sal¬vaje, que to¬caban sin parar tams-tams y que lo miraban con mu¬cha curiosidad y haciendo mucho estruendo con sus lanzas de caña, con sus abalorios de metales tintinean¬tes. El ma¬rino pensó: "Es el final, ya lo ves, es el final. Aquí te quedas marino. Por lo menos, te has divertido surcando mu¬chas veces el mundo de parte a parte. Adiós vida, gracias por tener ese mar. Adiós mis amo¬res de cada puerto, os quise a todas. Adiós a mi madre, a mi padre, adiós compa¬ñeros marinos, adiós huma¬nos, adiós. Un último consejo: Uníd del todo las ciu¬dades de todos los mares.
Pero no pasó nada. No se lo comían, no lo molestaban, ni siquiera le habían robado sus enseres personales, su saca, sus espadas y puñales, sus pieles para cubrirse, su piedra de la suerte de color rojo brillante, su collar... No, no, todo estaba ahí, todo lo tenía consigo. No ha¬bía perdido nada. Se levantó y todos lo dejaron estar por allí a par¬tir de entonces como quiso, todos lo mira¬ron como uno más, aunque lo observaban para que no hiciera nada peligroso o extraño para ellos. Como así lo dejaron hacer, y preve¬yendo que sólo existiría aque¬lla gente en aquella isla y que tal vez se molestaran si se iba, así, por de pronto, el marino hizo. Y se com¬portó como ellos, habló como ellos después, se comu¬nicó con las aves y con los animales más tarde, habló con los árboles y con las plantas al final y, más allá del final, habló con el dios de la isla y, también, con el dios de los dioses en la Tierra. Todos esos diálogos tuvieron lugar alrededor de decenas y dece¬nas de tams-tams, durante las iniciaciones perfectas del mago isleño, el cual hacía que el marino y la tribu —todos por propia voluntad— bailasen y bailasen como si fueran lobos y lobas, durante tres días, aullando, jadeando, de¬jando de ser ellos por las noches, y gritando, cantando, jale¬ando y celebrando por el día, y todo esto sin dormir, bajo el efecto de sus brebajes, los cuales hacían que la mente fuera directamente a otra dimensión, desde donde ellos mismos podían ver cuanto acaecía en todo el planeta y, además, quien así lo quisiera, podría re¬cordar lo que allí viviera durante sus fantásticos viajes mentales.... Aquellas iniciaciones se repetían cada vez que un nuevo niño se convertía en un nuevo joven, cada vez que un joven se convertía en gran guerrero de la tribu y cada vez que un gran guerrero de la tribu se convertía en un gran rey. Como el Rey Keóma, que mandaba sobre todo y sobre todos en aquella tribu ex¬tendida por toda la isla, el cual alec¬cionó él mismo, durante siete días y siete noches, al ma¬rino en torno a los grandes secretos que sabía, y que ha¬bía aprendido cuando, en su última gran batalla, se dio cuenta de que no quería que los hombres de la misma isla se siguie¬ran matando de aquella forma, tal y como él lo estaba haciendo y lo habían hecho hasta aquel momento. Así que se detuvo Keóma sobre la ladera de la selva en la que estaban cabezas cortadas, cuerpos mutilados, gente jade¬ante y escondida al acecho por todas partes y se juró a sí mismo unirlos a todos en un mismo pueblo y hablarles de lo que era y debía de ser la libertad entre los seres de aquella isla. Cuando el marino acabó aque¬lla iniciación del rey negro como el azabache, rey de aquella isla per¬dida —denominada maldita por los mapas más modernos— sa¬lió de la choza enorme donde había estado, miró a sus ami¬gos y amigas, los cuales le reverenciaron porque lo consi¬deraban ya ma¬estro de ellos tras haber hablado con el rey Keóma. Pero él les pidió que no lo saludaran así, y que le son¬rieran como antes siempre. También les pidió que lo ayudaran a construir un pequeño barco para él y Mutanga, la joven nieta del rey, de un color de piel como el ébano que brilla aunque no le dé el sol. Así podrían irse al antiguo reino del marino para tratar de contar a sus semejantes lo que había visto en la selva de la isla maldita, y para con¬vencerles de que aquellos hombres tenían sus normas, sus ritos, sus raíces, su cultura ancestral, su sabiduría oculta, su inteligencia... Y que nadie los matara ni los exterminara más.
Cuando el marino y Mutanga se marcharon enamora¬dos de la isla maldita, el padre de ella, el gran rey de aquella isla, le hizo un regalo: una bola de cristal transparente, tallada por la misma tierra, del mucho menor tamaño que la palma de la mano de un gue¬rrero. Y le dijo en su idioma que el marino conocía y que estaba basado en los símbolos de la Naturaleza y en los signos de los astros: Cada vez que el viento dé en tu cara allí donde estés, y te haga sentir escalofríos en la piel es que nosotros te estamos llamando desde aquí. Entonces, marino que te llevas a mi hija más be¬lla, la que es un sol negro, un espacio cós¬mico, un agu¬jero a otra dimensión como el de nuestra gran mon¬taña, la enigmática, la que contiene fenómenos en sí misma y la que está repleta de hombres luminosa¬mente blan¬cos y sin formas definidas, marino, a ti te digo, coge en¬tonces este mundo fabricado en menor escala por La natura¬leza y mírala en su transparencia. Piensa en mí y me verás reflejado en ella, yo desde aquí te estaré mirando también en mi bola de cristal. Y cuida a mi hija, no la dejes sola entre los bárbaros de tu pueblo, esos salvajes que, de re¬pente, todos a una, de¬jan sus quehaceres y se lanzan a los mares a cazarnos como venados, a matarnos como si ellos fueran ser¬pientes traidoras y venenosas y a esclavizarnos, por el puro placer de llevarse cosas exóticas a sus gran¬des po¬blados.
Adiós marino, adiós hija, adiós amantes. Fue un pla¬cer, marino, tenerte en nuestra isla. Por cierto, ¿sabes su verdadero nombre cuál es de verdad? La isla de los seres libres. La llamamos así porque respetamos la Naturaleza, respetamos a los animales y por eso sólo comemos frutos y granos. Lo de la isla maldita nos lo pusieron esos asesi¬nos fanáticos de tu reino, los cuales fueron rechazados de nuestra isla por nuestro gran es¬píritu de la montaña enigmática.A él fue a quien ro¬gamos que los echara y él, simplemente, lo hizo.
Y el barco construido por los nativos con cañas de bambú, con hojas de palmeras, con troncos de pino, con cáñamo y con una vela hecha del cabello de las mujeres de la isla trenzado todo él entre sí —las cuáles se ofrecieron ellas mismas a hacer la vela así ante la falta de hilo para te¬jer— se alejó hacia el gran hori¬zonte, hacia el lugar donde todo se pierde o todo se en¬cuentra, cosa que de¬pende, en definitiva, sólo y sólo en manos de cada mujer, de cada hombre.

El marino y Mutanga fueron muy felices, pero no en su reino, donde nadie les hizo caso y los consideraron unos extravagantes, sino en la isla lejana donde se re¬tiraron y donde sus hijos se mezclaron con los aborí¬genes, y donde otras iniciaciones se sucedieron a los hijos de los hijos del marino y donde surgiría un día una mujer y un hombre perfecto, en el que se uniría el donde de reunir todas las islas del mar, convertirlas en una sola, y así lograr la felicidad final del gran hombre en la Tierra.

Y poco más o menos así, Akamón, acabó el cuento de Yemuria a su esposo, el gran rey, tu padre. Sí, poco más o menos que así, si mal no recuerdo. Pero, ¿qué veo? Atardece ya sobre tus jardines. Debo descansar, meditar, estar a solas conmigo mismo antes de prose¬guir. Debo pre¬pararme ya para la sexta reunión con¬tigo, aquella en la que te responderé a aquello que me preguntaste, rey. En la próxima será, sí. En la próxima...
La tarde, la tarde me recuerda caídas del día en el otoño repleto de hojas ama¬rillas sobre la tierra, la tarde me recuerda luces solares de tonalidades sonrosadas y amarillas suave sobre fondos grises y perlados; la tarde, la tarde, ese instante en el que los animales descansan absorbiendo por sus ojos lo que les rodea y ese instante en el que puedes, ilus¬trarte, sentir, pensar a solas, des¬cansar de la mañana en tu cuerpo y, al mismo tiempo, profundizar en ti donde¬quiera que estés con sólo cerrar los ojos y sentirte den¬tro, ahí, desde siempre con¬tigo...Sí, desde siempre, para siempre y sin final.

Anaíria, sabios, rey, me voy a descansar.

Mañana a las doce será.

Y el gran sabio se fue, mientras Anaíria y Akamón se mi¬raron embelesados dejando volar sus pupilas de una a otra parte de la gran sala real.




(Tercera noche)
El relato del príncipe bárbaro que se negó a luchar

¡Oh, rey, sabios, Anaíria...!: Ha llegado, sí, el mo¬mento de la gran respuesta al rey. Ha llegado. Él pre¬guntaba: ¿Cómo puedo ser un buen hombre en la tie¬rra y un buen rey en mi reino? Y, hasta el momento yo le he hablado, te he hablado, mi buen rey, sobre quién es y quién no el verdadero aspirante, sobre quien sabe vivir y quién no, sobre quién intuye las cosas de este mundo y sobre quien, desgraciadamente para él, no. ¿Por qué te he hablado de todo esto antes de respon¬derte, rey? Pues porque nadie que no intuya lo vir¬tuoso sabrá vivir y nadie que no sepa vivir podrá ini¬ciarse en el secreto más alto, el que sin duda pasa por tu objetivo de ser un buen hombre y de ser un buen rey en la tierra. Y hoy, antes de que concluya esta no¬che, voy a desvelarte el gran secreto de entre los secre¬tos. Sí, aquí, ante los grandes sabios de este reino, mu¬cho más sabios que yo sin duda, ante la bella Anaíria, mucho más bella que yo sin duda —el anciano com¬puso una sonrisa muy tierna en este instante mirando hacia la cuidadora personal del rey— y ante ti, mucho más poderoso que yo, por supuesto. En realidad, tú, Akamón, mereces que el gran secreto te sea revelado. ¿Por qué lo mereces tú, precisamente tú, mi rey? ¿Por qué tú y no otro? Sencillamente, porque tú eres aquél que ha sido capaz de preguntarse a sí mismo con la su¬ficiente insistencia la duda profunda que surgía del fondo de su corazón, y que conllevaba en sí misma pensar en nombre de todos los seres humanos. Esa ha sido tu llamada al infinito, invisible e inaudible para los oídos humanos, y por eso estamos nosotros aquí, porque nuestras almas te oyeron y tu alma les pidió que viniéramos. Y aquí estamos, ante ti. Y aquí estoy yo, ante ti. Diciéndote lo que has de hacer porque tú mismo has concebido que existiera alguien que te di¬jera lo que hay que hacer. ¿Y por qué me toca a mi, precisamente a mí, la tarea de decírtelo? Quizá porque soy el maestro que más recuerdas de entre los que tu¬viste cuando eras pequeño. Quizá por eso, al recor¬darme con intensidad, me creas y me traes hasta aquí, ante ti y de esta forma. Quizá, quizá, mi noble rey, por todo eso esté yo aquí, estemos todos aquí, en tu palacio. Quién sabe. Las leyes de la energía y su manifestación sólo son y serán conocidas a la perfección por lo más alto y por nadie más que lo más alto. ¿Por qué? Pues porque es esa una condición necesaria para que el mundo exista, para que la tierra se dé como fenómeno: que haya un desdoblamiento, que también haya por lo menos un gran misterio y que haya, por supuesto, hombres que busquen la verdad y otros hombres que no la busquen. Es en los pares de opuestos y en los pa¬res de complementarios en lo que se fundamenta la configuración espacial de nuestro mundo. Y esto es indudable. Si la dualidad que crea el mundo en todo instante se unificara, ya no podría haber realidad, lo mismo que si los dos hemisferios del cerebro humano se unieran ya no se daría el mismo ser humano, sino uno muy distinto, que transcendería de inmediato la realidad física tal como la conocemos en los reinos y en La Naturaleza.
Pero vayamos a lo que nos interesa, Akamón. No nos perdamos más por las ramas del antiguo árbol del gran conocimiento. Tienes que saber. Es necesario que sepa, quien de verdad quiera saber. Así es como se cumple que exista una salvación para los hombres de este mundo: sabiendo.Conociendo la verdad sobre lo que es y lo que no es en realidad. Porque cuando quien quiso saber, sabe, se produce un encuentro de lo más pequeño con lo más alto, se unen las fuerzas opuestas, se crea el mundo. Así se crea el hombre a sí mismo: queriendo saber y consiguiendo saber. Sabiendo. Logrando saber.
¿Quién es el aspirante a saber? El que se inicia a sí mismo con la fuerza de su mente y de sus sentimien¬tos. Quien concluye por razón o por emoción que este no puede ser el mundo real, y que más bien ha de si¬tuarse en otra parte y de otro modo la verdadera reali¬dad. Quién así siente y piensa, se eleva; se eleva ante sí mismo, se gradúa como hombre, deja todo resquicio animal atrás, sublima sus emociones y sus actos, eleva la mente, eleva el corazón y llega, finalmente, hasta las fronteras de lo que está más alto. Allí se encuentra otro mundo, otra esfera hecha de vibraciones diferentes, seguramente, como se deduce de cuanto venimos di¬ciendo. Allí, el humano elevado internamente habrá de encontrarse con sus verdaderos hermanos y habrá de comprender la verdadera naturaleza de este mundo. Entonces, bajará a la tierra desde su yo real en¬contrado, y lo hará solamente para cumplir bien sus deberes mientras viva en su cuerpo terrestre, sola¬mente para ayudar a los demás a crecer y solamente para disfrutar de la música, del mar, del viento, del si¬lencio al atardecer, de la vida misma y, quizá, para de¬jar algún hijo, o alguna hija, los cuales continuarán con la labor humana de dar paso, una y otra vez, al fe¬nómeno del mundo como planeta verdiazul en la inmensidad situada en el verdadero no tiempo y no espacio.
Y este es el proceso, mi buen rey, sólo éste. ¿Y cómo se convierte uno en aspirante a todo esto? ¿Es fácil, es di¬fícil? Pienso que te lo estarás preguntado a medida que me vas oyendo. ¿Cómo lo hace uno? Así, ni más ni menos que así, Akamón: iniciándose en La Perfecta Iniciación, y haciéndolo uno mismo. ¿Cuál es esa Iniciación Perfecta? La que te digo todo el tiempo.La que te estoy desvelando paso a paso. Aunque escúchala de nuevo, si quieres ahora, y de otra forma:

Un buen hombre nunca debe olvidar que para con¬vertirse en aspirante a la sabiduría más antigua, la que inicia al hombre en el conocimiento secreto, debe rela¬cionarse bien con los demás en su entorno físico de cada día. Porque tal como se relacione él con los de¬más, así es como se relaciona internamente consigo mismo. No debes olvidar esto nunca, mi rey. A los ojos de los sabios serás como aquello que hagas y que digas, de ninguna manera como tú crees ser. Además, el que cree saber algo está fuerza de la verdadera reali¬dad, y se pierde la vida verdadera, la cual es un conti¬nuo aprendizaje, inacabable, que nunca permite que se sepa algo con seguridad, sino con una cierta dosis de fé unido con otra cierta dosis de intuición personal. Para conocer a un hombre, mi señor, basta ver cómo se re¬laciona con los camelleros, con los tenderos, con los humildes y marginados que están mendigando a la en¬trada de la gran aldea. Si uno no saluda con la mirada ni ayuda al pobre más pobre y viejo con el que se en¬cuentra, es que se odia a sí mismo y no quiere ni ente¬rarse por encima de que un día él podría llegar a ser tan viejo como ese hombre y, quizá, también tan pobre como él. Y de esto será culpable ese hombre ante sí mismo. De odiarse, de no quererse, de no respetarse, de no poder amarse y, por tanto, de no poder ni saber amar. Y, al no amar, no generará que el amor de la vida hacia él lo tome. Porque el amor sólo sólo hace el amor con el amor. Por tanto, ¿cómo ha de "salvarse", llegar a lo más alto, un hombre que no ame? Yo os lo pregunto de nuevo: ¿Cómo, rey, grandes sabios, Anaíria? ¿Cómo? ¿No ha quedado ya suficientemente claro que lo más alto tan sólo responde al amor y que si no hay amor no responde? Pues es fácil concluir que esto es así: Todos los predicadores de todas las religio¬nes, en todos los reinos desde la antigüedad hasta aquí, siempre han afirmado que lo más alto es amor y que quien ame se salva y que quien no ame, no. Y ese es todo el mensaje, en definitiva, de los grandes predica¬dores que han sido hasta el momento en este mundo.Y será el mensaje de los que estén por venir. Y es que no hay otro. No puede haberlo. Ese es el gran secreto, ahí lo tienes. Ya no necesitamos ni más profe¬tas, ni sacerdotes que nos relaciones indirectamente, a través de ellos, con los dioses...Nada, que no; porque, mi rey, tan sólo se necesita sentir amor hacia las cosas de este mundo (esto se consigue comprendiéndolas en su verdadera naturaleza) y ese sólo sentir amor nos traerá el amor de lo más alto por la ley natural que confirma que todo lo similar tiende a reunirse en el espacio. Y así es, y así será.
Y estas son las cosas sobre las que intuye, piensa y me¬dita un aspirante a Perfecto Iniciado.
El verdadero aspirante a iniciado, y luego a gran ini¬ciado perfecto, es quien nunca se mueve por interés ante los demás ni deja que lo utilicen los intereses ma¬teriales de los demás. El verdadero aspirante estable¬cerá, sin embargo, rela¬ciones vir¬tuo¬sas con quienes lo rodean; no como nuestros transportadores de hombres en sus carros rodantes, los cuales tratan muy mal y en¬gañan constantemente a sus clientes —no veáis, Akamón, sabios, Anaíria, la que me armó el que a mí me trajo hasta aquí en el primer día de mi llegada a este palacio—. El aspirante, de modo simbólico pero también práctico en su vida de a diario, sólo ha de te¬ner un verdadero propósito en su mente: abrir la puerta del palacio de su alma al gran sabio interior; la puerta dorada que conduce a la magistral voz del si¬lencio y, finalmente, a las puertas de la luz de oro, las que sólo deben de abriese, doy en imaginar yo, mi buen rey, a los espíritus más puros y desarrollados de entre los del mundo espiritual.
E intuirá el verdadero aspirante que la dis¬tan¬cia que separa al hombre del final del cosmos es di¬rec¬ta¬mente proporcio¬nal a la distancia que actualmente se¬para al ser humano de la gran verdad sobre sí mismo, sobre lo que es y lo que no a su alrededor y sobre quien es él en realidad y quién, pese a las apariencias, no.
Y quien sabe todo esto que te cuento comprende mu¬chas cosas, Akamón. Se hace a sí mismo, Akamón. Se encuentra en tres niveles de verdad, Akamón: en sí mismo con el exterior, en sí mismo con el interior y en sí mismo con lo más alto. Esto se descifra sabiendo que el que está dentro de uno es como un hijo pe¬queño, el que está fuera, como un padre experimen¬tado,y, la fuerza, como aquello que llega desde lo más alto cuando el hijo conoce a su padre perdido en la memoria de los tiempos infinitos. Es esta unión de tres en uno, ese hijo, ese padre y esa fuerza prove¬niente de lo más alto en un momento dado, mi rey, la que compone la salvación del ser humano mortal ante el cosmos. Es quien realiza en sí esos tres niveles de conciencia, y quien los aúna y sintetiza, quien logra elevarse tal y como es necesario para comprender no sólo los máximos secretos de la vida aquí, sino para comenzar a analizar los máximos secretos de la vida allá, en la otra parte del espejo que permite que el hombre sea uno en lo más bajo y uno en lo más alto. Pero lograr esta síntesis, esta simbiosis, mi señor, no es nada fácil, no. Fundir tu personalidad exterior —aque¬llo que crees que eres— con tu personalidad interior —aquello que sabes que eres en realidad— y mezclar el resultado con la fuerza de lo más alto, no es tarea para cualquiera, no. Para sentir realizada esta alquimia do¬rada en el atanor, en el hornillo del propio cuerpo, hay que emplear las dosis justas y exactas, las medidas jus¬tas y exactas de esto y de aquello, de tal ejercicio y de tal otro, de tal pensamiento y no tal otro, de tal actitud y no aquélla otra; y así, hasta lograr la mezcla total, la que estalla finalmente en la mente y funde al hombre con su yo superior, con su yo de lo más alto, a partir de lo cual ya nada será igual que antes en la vida del ver¬dadero iniciado, que, a partir de ese momento, se con¬vierte simbólicamente en un guerrero cósmico ante sí mismo, en un gran luchador, en un sacerdote oculto o, en definitiva, en la figura romántica que desee de en¬tre los héroes míticos que prefiera o que escoja. Y ese verdadero iniciado conducirá una vida oculta y secreta ante la mayoría o la totalidad de los demás hombres. En esa vida secreta, el gran aspirante a La Perfecta Iniciación no fallará casi jamás —lo tratará por todos los medios— llevará a cabo un régimen constante en su alimentación, que será natural y completa; llevará, mi rey, una vida oculta en la que se reunirá con fre¬cuencia con sus propios pensamientos, para tratar de dominarlos cada vez más y más, y así crear un entorno de vida organizado desde su mente; el gran aspirante no para de ayudar a la vida a manifestarse en todas sus formas más nobles, y cuidará especialmente, con placer o con la ayuda de un método, su cuerpo y su mente. Cuidará mucho lo que dice, lo que escucha y lo que hace. Dirá cosas interesantes o bellas, escuchará cosas interesantes o bellas y actuará bien y con sentido de la estética y de la armonía de La Naturaleza. Cuando el gran aspirante lo logre, habrá dominado su propio mundo y habrá creado su propia vida. Y se sorpren¬derá. Cuando ese valiente voluntario lo consiga, él se descubrirá como dios de sí mismo —sin que ni si¬quiera haga falta que se de cuenta nadie— y sentirá el deseo de amar profundamente a todo y a todos, porque sabrá a ciencia cierta que amar es lo más importante si se quiere conectar con el amor total de lo más alto, ese amor que, en definitiva, lo ha creado todo y que nada, o poco, tiene que ver con la clase de amor que actual¬mente se emplea entre las parejas para amarse entre sí en nuestro reino y, también, fuera de nuestro reino. Piensa en algo detenidamente, Akamón: ¿Alguien crearía algo sin amor hacia lo que crea? ¿A que no? ¿Te imaginas a ti mismo creando, pongamos por caso, un manuscrito sobre la historia de tus anteriores gene¬raciones hasta llegar a tu padre, el gran rey que ha muerto y que en paz esté, sin amor por lo que haces? No, no lo harías. Ni tú ni nadie. ¿Por qué lo que haya creado el mundo, sea lo que sea, lo hizo? ¿Por qué creó, por qué se erigió en gran creador del cosmos y de este mundo, del sol y de las estrellas? ¿ Por qué la pri¬mera causa de todas las causas se manifestó y creó lo que vemos? No hay otra respuesta, mi rey, no, no la hay: por un acto de amor. Si hubiera sido por un acto de odio, ese algo o ese alguien proveniente de lo más alto vendría a castigarnos y a requetecastigarnos con muchísima frecuencia después de habernos creado, para así divertirse, del mismo modo como hoy mismo se divierten instintivamente muchos hombres de nuestros reinos acudiendo a la gran choza de Teserina, la bien dotada —a la que llaman así por el tremendo tamaño de sus senos— la cual los acoge y, a cambio de bastante oro, les hace vivir con sus mujeres contrata¬das para tal efecto todo tipo de aberraciones físicas, que, curiosamente, les produce un gran placer a los que allí van. Ellos permiten que Teserina monte su parada con fines comerciales —las mujeres comercian allí con sus cuerpos y con sus artes castigadoras— y ellos acuden allí para castigar o ser castigados. Ya ves. Una creación del hombre mismo para flagelar efectivamente, para ser flagelado con dolor en la misma medida que siente dolor internamente por no saber, por no ser, por no saber ser. De esta misma forma, lo más alto debería venir entre nosotros, aunque fuera de vez en cuando, para infligirnos unas palizas terribles o para dejarnos a todos en paños menores e introducirnos de todo por todos los orificios corporales —como dicen que se hace en la choza de Teserina— con tal de sentirse bien con su creación cósmica. Pero no es así, ¿verdad que no, rey, sabios, Anaíria? No, no es así. Entonces, ¿por qué lo que quiera que sea nos ha creado, por qué? Nada más fácil de responder, y voy a hacerlo por segunda vez: Por amor. ¿No lo veis? No hay otra respuesta. No va a habernos creado por indiferencia, que es lo que hay entre el amor y el odio como pares de opuestos. O el creador nos ha creado desde lo más alto por odio, o lo ha hecho por amor, y no hay más vuelta de hoja. Por su entretenimiento y ya está, dirán algunos —de hecho lo dicen muchos en la actualidad, en esta etapa de nuestro reino en la que, entre guerra y guerra, todo el mundo quiere divertirse constantemente como si no existiera sobre ellos ninguna muerte ante la que tengan un d´día que responder, ante sí mismos, de sus actos durante la vida—. ¿Por entretenimiento de lo más alto consigo mismo?, respondería yo con esta pre¬gunta de inmediato a los que siguen esa corriente de estudio de las causas y motivaciones que pueda tener lo más alto para crearnos. ¿No es más lógico y natural que, en este caso, ese creador lo haya hecho para el en¬tretenimiento del hombre mismo? ¿Crearía alguien de los entre aquí presentes todo un mundo sólo para en¬tretenerse viendo cómo mueren, cómo sufren en si¬lencio, cómo, en definitiva, se odian a sí mismas y en¬tre sí mismas unas pequeñas criaturas llamadas hom¬bres? Haría falta ser muy tosco, muy rudo, muy mal¬vado interiormente, para realizar un acto de esa natu¬raleza, ¿no creéis? Pues de la misma manera, es fácil concluir que lo más alto crea el mundo para que el hombre no sólo exista sino que se entretenga rodeado de la belleza de La naturaleza, y, al mismo tiempo, para que se busque a sí mismo y se encuentre final¬mente. ¿Cómo? Llegando hasta donde se halla el crea¬dor de todo, hasta lo más alto de lo más alto. ¿Y lle¬gando cómo? O con la mente o con el sentimiento y, mejor, con mente y sentimiento unidos. Esto es lo que tiene que hacer el ser humano de esta tierra, esto y nada más que esto, aparte de ser feliz, amarse entre sí, organizarse, pasárselo en grande si quiere, como dicen nuestros jóvenes, viendo bellos paisajes y descu¬briendo los grandes secretos ocultos, que son, induda¬blemente, las pistas dejadas por lo más alto para quien quiera avanzar más rápidamente en el camino hacia él o hacia lo que sea ese ello. Y esto y nada más que esto, antes que entregarse a pelear, a matarse, a comer hasta convertir sus cuerpos en templos repletos de deshe¬chos de carne y de sangre de animales muertos. Por quien quien come carne y bebe la sangre de esa carne la transforma en energía sí, pero en energía cárnica. asta su semen blanco, mi señor, contendrá vestigios de esa carnicería. El líquido vital de quien come yerbas, cosas del campo, granos, frutas, será mucho más natural que el de quien coma carne, peces, aves, aceites hirviendo y otros mejunges salseros que en la actualidad muchos organizan para cada plato. Y no se dan cuenta de que un plato sencillo de cosas de la tierra contiene toda la sabiduría del mundo para el estómago del hombre, an¬tes que esa carne de los animales que antes corrían, amaban y vivían libres por los campos y que fueron vilmente masacrados para convertirlos en filetes blan¬cos y rojos, sosos, peligrosos para la salud a medio plazo, ya que contiene cosas tóxicas para la digestión humana. El hombre, mi rey, no está hecho para co¬merse a los animales ni para zamparse a las bellas aves que sobrevuelan los reinos. Los animales y las aves es¬tán hechos para ser libres, y para embellecer los paisa¬jes que el hombre mira en los bosques, sobre el mar y en las montañas. Y podría alargarme mucho más so¬bre este asunto, pero sigamos con lo que íbamos: el as¬pirante al conocimiento más profundo se contendrá antes que discutir con nadie, ni siquiera consigo mismo, huirá de la envidia y del odio y respetará a la Naturaleza como si fuera su hermana o su propia ma¬dre... Y es así, de este modo tan sencillo, como el hom¬bre debe dejará de temer a la vida y aprenderá definiti¬vamente a amar. Y esta es otra más de las vías para lle¬gar a La perfecta Iniciación, que, sin embargo, es siem¬pre la misma y se produce siempre de la misma forma al fin, cuando se presenta, cuando llega, cuando toma al aspirante vencedor de mil batallas contra la materia. Éste, mi rey, es el camino de la Iniciación Perfecta. Y sólo éste. Date cuenta de la importancia de mis pala¬bras, que no pretenden jugar contigo y con tu tiempo, sino ofrecerte la verdad que buscabas y que ahora espe¬ras con ansiedad de mi boca de viejo a punto de ocu¬parme muy pronto de otros menesteres en el uni¬verso.
Y, también, Akamón, el verdadero aspirante decide que tiene que perfeccionarse porque sabe que él es en sí mismo una fuerza, una fuerza poderosa que late en sí, en su interior. Y sabe también que él es alguien con vida en el inmenso cosmos, aparentemente vació y sin vida. Y, a partir de esa sabiduría, ha de hacer crecer esa vida en sí, desarrollarla, no someterla a una persona¬lidad pequeña, sino a una personalidad de carácter universal. El aspirante de verdad ha de dejarse ir, sen¬tirse a sí mismo como gran fuerza integrada en el cosmos, agrandarse interiormente, elevarse mental¬mente e irse finalmente al fondo de sí mismo, cayendo por un precipicio inmenso, pero apasionante, hacia el centro del cerebro... Eso es lo que ha de pasar y querer pasar quien se da cuenta de cuál es la verdadera reali¬dad. Y, de esta forma, el aspirante a iniciado que logra Iniciarse en los primeros pasos, aprende que un día abandonará la vida a voluntad. Esa vida que no es más que un sueño, una perfecta ilusión propiciada por los cinco sentidos físicos del ser humano.
Y el que quiere ser aspirante a La Perfecta Iniciación, mi noble Akamón, intuirá, a partir de una nueva inte¬ligencia proveniente de su fondo espiritual, que la vida de cada persona es y sólo es un tiempo para aprender verdades universales y para tratar de apli¬car¬las —hasta conseguirlo— cada cual a su manera y en su nivel. Quien así lo hace, mi rey, se eleva espiri¬tualmente y comprende estas y otras verdades de or¬den superior. Y es al comprender, y sólo al compren¬der, cuando el verdadero aspirante se compromete fi¬nal¬mente con su propio destino. Y, así, así de com¬prometido consigo mismo y no más que consigo mismo tanto en lo interno como en lo interno, el ver¬dadero aspirante comienza a saber con claridad meri¬diana que, en cualquier situación en la que se esté, es mejor ca¬llar antes que ponerse a decir pala¬bras sin sus¬tan¬cia, como hoy en día hacen las gentes de nuestro reino y de afuera de nuestros reinos, las cuales han lle¬gado a comunicarse entre sí —sucede diariamente en nuestras grandes aldeas— sólo obviedades, definicio¬nes de las cosas que ya son archisabidas, cuando no ex¬tremas tonterías que harían avergonzar a nuestros camellos si las oyeran, los cuales sólo se cuentan entre sí los secretos del desierto, haciéndolo además en per¬fecto silencio y durante largas y largas distancias bajo el más caliente de los soles. Y cuánta paciencia tienen los camellos con el hombre. Cuánta. El camello sí que sabe, y no el hombre de nuestros días. El camello lle¬gará antes al conocimiento de lo más alto que el hom¬bre, a este paso. El camello, que huele el agua, que la acopia en su cuerpo cuando la encuentra, que camina con la armonía necesaria para no morir en los duros desiertos por los que transita; el camello, que jamás traiciona, que jamás mata, que nunca va contra La Naturaleza, ya que, hasta cuando come, lo hace con respeto hacia aquello que come, rumiándolo y ru¬miándolo para que la sustancia ingerida se convierta en verdadero líquido reparador en sus entrañas. El si¬lencio del camello es el silencio que el hombre ha de imitar cuando no se saben decir cosas interesantes, cuando aún no se sabe crear con el poder de las pala¬bras y con el poder de determinadas vibraciones y de determinados sonidos y voces. El silencio hay que usarlo, rey, incluso antes que llegar a agitar una sola brizna del aire para decir una tontería o, lo que es peor, una bestiada. Uno andaría tentado de meterse a came¬llero, si no fuera porque les pagan con tan poco oro para subsistir a cambio de su trabajo. Sólo pensarlo en la soldada de los pobres camelleros, uno teme ya por lo pronto a la vida y a la muerte y se echa para atrás. De camellero por los desiertos y los pastos de los oasis, de eso es lo que viviría feliz alguien como yo. Y sería feliz siendo camellero, rey, mucho más feliz de lo que soy, te lo aseguro. ¿Cómo se quiere que sea feliz en esta pe¬rra vida, como llamado gran sabio por la mayoría, gran sabio entre otros grandes sabios, si mis hermanos hu¬manos no hacen más que locuras detrás de locuras, tanto ante sí mismo como ante La Naturaleza? Uno, ante estas cosas, se horripila y coge su soldada como gran sabio, que sale mi rey de vuestras generosas arcas, con cierto complejo de culpabilidad. Porque un gran sabio de verdad lo que debería hacer es rebelarse, salir a la plaza más cercana y decirles a todos: "Pero, ¡tontos, más que tontos! ¿No creéis que ya está bien de tanta barbaridad? ¿No creéis que ya es suficiente? ¡Parad de una vez, tontos de este mundo! Detengámonos. Pongámonos a pensar, ¿de acuerdo? Veamos, veamos qué hay que hacer para hacer las cosas bien ..." Y, a par¬tir de ahí, ponernos todos a hacer lo necesario, en to¬das las aldeas grandes y pequeñas, para enderezar las cosas. ¿Cómo empezaríamos? Cuidando nuestro en¬torno, nuestro cuerpo, nuestros pensamientos y de¬seos, nuestras aficiones secretas, nuestras personalida¬des internas y externas, hasta lograr acercarnos así, más y más, y más, hasta lo más alto, que es la única verdad cierta. ¿la prueba? Pues baste saber para probarlo que lo más alto, Akamón, se prolonga hasta más allá, mucho más, que la simple y mínima vida de un humano. Si se prolonga, si sobrevive al hombre, ¿no es más ver¬dad lo superior que lo inferior, no es más cierta la exis¬tencia de lo más alto que de lo humano?

Y no olvides, Akamón, que el verdadero aspirante no tiene porqué decirle apenas a nadie que lo es. Es una falta grave —que aparta sin duda del camino al gran aspirantazgo— ir por ahí, pongamos por caso, con¬tando en el valle de reunión de las jovencitas que uno es un iniciado en los más altos secretos de este mundo, y, acaso, de todas las estrellas reunidas si es necesario. No, no, no es eso, eso no vale. Aunque sospecho que muchos de nuestros jóvenes se sentirían tentados de ir presumiendo por ahí si se les contara lo que han de hacer, sin explicarles muy bien el cómo y de qué forma correcta hacerlo. El aspirante tenderá a ser mudo en cuanto a lo que aprende, a menos que sea para ense¬ñárselo a los demás en conjunto y del modo más ra¬zonable. Y no será el modo más razonable adquiriendo grandes chozas y haciendo que todos los que crean en él y en su iniciación le proporcionen el suficiente oro como para pagar los grandes gastos que generen sus caprichos y su organización, fundamentada en el co¬nocimiento de la verdad, no. Tampoco debe ser esto. El modo razonable de enseñar lo que se sabe, mi rey, es revestirse de paciencia y, arriesgándose lo menos posi¬ble a ser mal comprendido y malentendido, intentar impartir por partes el gran conocimiento, con palabras y hechos, a ese conjunto suficiente de seres como para que pueda ayudarse de un modo eficaz, algún día, a la humanidad... Esto, aunque complicado de que se dé tal y como están las cosas hoy en los diferentes reinos, sí es válido. Ahí el aspirante sí puede y debe hablar. Pero no antes, no para vanagloriarse, no para diferenciarse ni para apartarse con aires de superioridad de los de¬más, de los que no saben. Porque quien así actuara será apartado de la gran senda mágica por los ángeles guar¬dianes del gran umbral que separa lo humano de lo divino. El verdadero aspirante, rey, hablará larga¬mente y con profundidad sólo en ocasiones, cuando la situación lo merezca, y procu¬rará decir siempre cosas ilustradas, her¬mo¬sas interesantes o profundas, cuando se dirija a los demás hombres. Porque él sabe que lo que diga le vendrá. Lo hará así, Akamón, porque sa¬brá que sus palabras inciden, sí, en la realidad física tra¬yendo a todos, o a él mismo, ineludiblemente, aquello mismo que él dice y que él preconiza. Por esto, el gran aspirante también pondrá cuidado en pensar cosas be¬llas, ideales y armoniosas, cuando se quede a solas con¬sigo.
Y es así como el gran aspirante se elevará ante sí mismo para acabar uniéndose a su propia conciencia su¬perior de la realidad.

Y se comenzará a comprender entonces, y sólo enton¬ces, el valor real de existir en el mundo.
Pero algo más, antes de responder del todo directa¬mente a tu pregunta, mi señor: Tienes que saber que meditar es importante. Puede hacerse sentado, acos¬tado o de pie. Y ni mucho menos es necesario hacerlo sobre lechos infestados de púas o de erizos, como ha¬cen ciertos populares magos del reino de los indios orientales, los cuales se entierran vivos para demos¬trar que ellos son la fuerza universal que vive en ellos y no sus cuerpos físicos.
No, no, que no es ésto, vuelvo a decirte, o a deciros, da lo mismo. ¿Qué más da si todos somos parte de lo mismo, de la misma vida? Incluso, hasta puede que todos seamos siempre, en definitiva, nada más que el mismo. La fuerza no quiere trascender el cuerpo —si así lo deseara no lo hubiera creado— La gran fuerza lo que quiere, en buena lógica, es usar el cuerpo humano para manifestarse, pero no con el fin de realizar encan¬tamientos de serpientes mediante su uso, o con el fin de que el hombre se dé a sí mismo una buena somanta de latigazos sobre el cuerpo sin que éste, aparente¬mente, sienta dolor, o lo que es peor, aguantándolo, no, no, que no. La fuerza de lo más alto, la que todo lo crea, quiere usar el cuerpo humano para que el hom¬bre se libere más y más de la materia que lo contiene y se llegue a sentir plenamente a sí mismo. Y esto es todo. ¿Podría volar un ave si no hubiera aire? Pues, de la misma manera, no vive el hombre interiormente, ni realmente, si no tiene despierta en él a la gran fuerza que todo lo crea. Y, esto, dentro de sí, en el cora¬zón humano.
Y meditar, Akamón, es sencillo. Basta con hacerlo so¬bre una superficie cómoda y más bien dura, si es posi¬ble. Las cosas hay que llevarlas a cabo en su justo equi¬librio, ni en más ni en menos. Ni por buscar a lo más alto se va a ir uno a vivir a la montaña más alta a ver si lo encuentra por fin, ni por buscar a lo más alto va otro a abandonar sus deberes mundanos para afiliarse a un grupo sectario que le rece hasta a los sapos porque —según afirmen— son también parte de La Naturaleza. Que no, que no, que tampoco es eso, mi rey, mi señor. No. El justo equilibrio modera siempre las cosas, las sitúa correctamente, y las pone al fin en su justo lugar. Para buscar a lo más alto, uno comienza simplemente por equilibrar su sistema nervioso cen¬tral y respirar de otra forma más lenta y profunda. Este respirar, mi rey, será hondo y medido al principio, ba¬sado en una armonía interior entre lo que se siente, lo que se piensa y lo que se hace. Alcanzada esta armonía, lo demás viene solo. Aunque no es nada fácil —lo sé y lo sabe todo aquel que lo haya intentado alguna vez— armonizar ese ser, ese pensar y ese hacer. Ese ser la fuerza, ese pensar con la fuerza y ese hacer junto a la fuerza lo que el hombre de verdad debe hacer por pro¬pia decisión personal: Este, y no más que este, es el se¬creto para que el humano se acerque más y más, y más cada vez, a la gran fuerza que todo lo crea, y que, pro¬bablemente, hoy se asombra al mirar lo que hacen esos seres de allí, aquellos de acullá, estos de aquí y aquellos de más allá...Porque por todas partes, en todos los rei¬nos de la tierra, hoy en día el hombre hace memeces sin igual. ¿No lo creéis todos los aquí presentes? Porque, ¿no es una memez de las grandes, pongamos por caso, generar diferencias sociales entre los seres humanos? ¿No es una memez, pero de las gordas, de¬jar que un hombre solo domine a otros hombres? ¿No es una memez espantosa permitir que el mismo hom¬bre diezme a las especies animales para comérselas, cuando nadie ha dicho al hombre que sea carnívoro, y existiendo tal cantidad de granos y frutas como para alimentar a toda la humanidad, si se quisiera, durante una larga eternidad? Por eso la fuerza premia bien a quien se libera de sus ataduras en los mundos de las esferas, viendo que todo eso, y muchas más cosas, es algo injusto. pero algo injusto por parte del hombre y contra el mismo hombre. Lo más alto regala la inmor¬talidad al Perfecto Iniciado que todo lo ama y respeta. Le ofrecerá incluso la posibilidad de elegir su próximo reino estelar, de acuerdo con sus facultades interiores y con sus poderes mentales desarrollados, de acuerdo con su inteligencia y con su sentido de la estética. Rey, mi rey: Ya tienes aquí máximos secretos a cataratas, in¬crédulo... Te lo digo por si has pensado que esto que es¬toy diciendo ya no lo puedes entender, ya no lo puedes seguir o ya no lo puedes pensar. Por eso simplemente te lo digo, rey. Porque vivimos en un tiempo en el que sólo se cree lo que se ve y, lo que no se ve, se rechaza. Es fácil, por tanto, que dudes de mí. Pero apelo a tu in¬tuición, a tu corazón, a tu alma, a tu porción de la gran fuerza que todo lo crea en tu interior. Por eso prosigo, porque confío en ti y tus reacciones al final, cuando me hayas escuchado en todo cuanto te tengo que decir: Porque veamos, ¿cuáles son, en definitiva, esas nor¬mas tan simples que el aspirante ha de intentar llevar a la práctica en su vida diaria, con todos los medios a su alcance, para convertirse en un serio aspirante a Perfecto Iniciado en el mundo de la creación cósmico estelar? No me cansaría de darte indicaciones sobre este asunto tan vital para cada hombre en el mundo, pero más vale sintetizar lo más posible con tal de que, luego, nos quede tiempo a todos para vivir y luchar por ese encuentro definitivo con nosotros mismos aquí, en el planeta, y no en otra parte, Akamón, sino aquí, en la tierra.
Lo fundamental es reconocer por un tiempo diario, cuando uno se pretende aspirante a algo tan serio como lo que aquí hablamos entre cuento y cuento y en esta gran sala de tu palacio, que uno no es más que un vehículo que transporta la porción de gran fuerza que lo más alto le ha dado. Pero reco¬nocer esto no implica cesar en el em¬peño de vivir la reali¬dad tal como nos es mostrada a todos en cada reino, ni mucho menos. Un gran rey puede seguir siendo gran rey aunque intuya y constate que él, por dentro, ni es gran rey ni nada de nada, sino, simplemente, una porción más, entre tan¬tas, de lo más alto manifestándose en este mundo en forma de gran rey. Y eso es todo. De esta perspectiva al mirarse uno a uno mismo, surgen otras actitudes dife¬rente ante la vida, las actitudes precisamente de los re¬yes de verdad en el mundo más ideal que podamos imaginar los hombres. Porque ese gran rey de nuestro caso anterior ya no se sentirá un gran rey obligado a sentir, pensar y actuar como se supone que lo haría un gran rey, sino que se sentirá, en cambio, como una ín¬fima porción de la misma fuerza poderosa que conti¬nuamente todo lo crea a su alrededor. Y, por tanto, tra¬tará de conocer más sobre sí mismo y sobre la natura¬leza real de las cosas, llegando a intuir y saber más y más cada vez de cuanto lo rodea. Ya te lo he dicho de otra forma antes, mi rey. Es de esta forma como se su¬pera la realidad, como se la trasciende y, si es posible, se la transforma tanto den¬tro como fuera de cada cual.

Entre otras normas de conducta, Akamón, el aspi¬rante a Perfecto Iniciado no criticará, no juzgará, no condenará ni hablará mal sobre na¬die ni sobre nada, como tú ya cumples bien mi rey, quizá porque algunos de entre los grandes maestros aquí presentes así te lo inculcaron sabiamente cuando eras pequeño. Y basta con apartarse de aquello que atente contra la armonía en la que se quiere vivir firmemente, basta sólo esto, para encontrar el inicio de uno de las muchas sendas que conducen esta vida humana hacia los laberintos invisibles que sitúan al hombre, tras enfrentarse a sí mismo varias veces, frente a las puertas de las diversas y múltiples sendas hacia lo más alto.

Tienes que saber que, al apar¬tarse, se hace reflexionar de modo automático a quien critica, juzga, condena o habla mal de las personas o las cosas de este mundo. Es esta una buena norma para el aspirante firme. Pero también, Akamón, hay que cuidar la mente y tener es¬pecial cui¬dado con lo que se introduzca en su inte¬rior; como hay que cuidar el cuerpo y, mucho más, aquello que se le mete en el estómago. Sin olvidar, rey, poner especial atención con aquello que el cuerpo se permita o tienda a hacer por sí mismo y por puro instinto ani¬mal, sin que intervenga la fuerza de voluntad del hombre.
Y será así como se logrará mantenerse sereno ante quien se muestre ner¬vioso, y como se le infundirá paz y se le llegará a dar una gran lección -sin nunca jac¬tarse de que se en¬seña nada- a quien sufra por no conocerse a sí mismo en este mundo. A éste se le enseñará en si¬lencio que la actitud de cada cual puede transformar su alrededor y, por exten¬sión, el modo de vida y relación en nuestro planeta.Y se le enseñará del modo más sen¬cillo como le pueda ser enseñado, sin llenarle la cabeza de ideas extrañas y demasiado novedosas para quienes nunca se han acercado a los conocimientos ocultos que se encierran en La Gran Madre Naturaleza.
Y hay más, Akamón: Quien no se altera cuando al¬guien lo quiere dañar con sus pa¬labras o con sus actos, entra sin dudarlo, rey, en una reali¬dad de orden su¬pe¬rior. Y se sorprenderá, sin duda, un día. Porque el que da lo mejor de sí mismo allí donde se halle, recibirá lo mejor de La Naturaleza allí donde vaya. Y eso está muchas veces di¬fun¬dido mediante muchos sistemas de sabiduría confeccionados por nuestros pensadores, filosofías diferentes en apariencia entre sí por fuera, pero iguales por dentro. Y el ser humano actual lo sabe, pero no quiere reconocerlo. Los hombres de los distintos reinos no queremos darnos cuenta de cuál es en verdad la transformación necesaria, de lo que hay que hacer para elevar el nivel de vida en el pla¬neta y, así, acercarnos a lo más alto colectivamente y de una vez por todas. Y es que atenta contra la pereza habitual del hombre —pereza a sentir, pereza a pensar, pereza ante el acto de ser— el hecho de saber internamente que tiene que realizar un día u otro —porque será— un gran esfuerzo perso¬nal y colectivo, cada cual en su nivel, para ascender a mundos de vibraciones superio¬res a la humana. Y esa pereza empuja al hombre a pre¬ferir seguir siendo animal, antes que optar por conver¬tirse en un ser cósmico totalmente realizado a sí mismo en la tierra. Desgracia de desgracias es ésta, mi señor. Porque mejor nos iría si estuviésemos ya he¬chos a nosotros mismos, quizá, incluso, sólo seríamos a estas alturas rayos de luz, o fuerzas invisibles en La naturaleza, o ángeles, quién sabe, mi rey, quién sabe...

Tras otra de sus pausas largas, el gran sabio retomó la palabra seria, grave, profunda. Y prosiguió su discurso así:

Los reinos de este planeta, Akamón, sólo avanzarán cuando detengan su actual evolución, vuelvan la cabeza hacia sí mismos, reflexionen como reinos so¬beranos y lo intenten todo de nuevo, pero de otra forma, mi rey, claro está. Lo hecho hasta el día de hoy es un desastre sin igual. Y lo que es peor: Las cosas pueden empeorar, según estoy presintiendo desde hace un tiempo. Tal como vamos, llegará un día a nuestro mundo una sociedad que arrasará con los montes para construir villas de placer, que arrasará con el fondo de los mares para alimentar su sobrepo¬blación, que sólo valorará lo material que tenga cada cual y que dará prioridad antes a las máquinas que a los hombres a la hora de trabajar, porque habrá apren¬dido a dominar un poco de la fuerza que presentimos los que estudiamos a La Madre Naturaleza. Pero la usará mal, por no haberlo hecho bien nosotros, que se¬remos sus antepasados más remotos. Esa sociedad me hace sentir escalofríos hasta a mí que, por viejo, ya po¬cas cosas siento en mi piel. Pues bien; como nuestros hombres y mujeres sigan haciendo lo que están ha¬ciendo, darán lugar a una sociedad de esa naturaleza, en la que el hombre se erigirá a sí mismo como único testigo del cosmos o algo así. Pongámonos a pensar, rey: ¿Si existieran seres cósmicos,no les interesaría cómo construimos nuestras aldeas los terrestres, cómo nos relacionamos con La Madre Naturaleza, cómo nos tratamos entre nosotros? Parece lógico que fuera así. Pero si los cósmicos, llamémosles así para entender¬nos, no vieran más que desarmonías continuas y cons¬tantes entre nosotros los hombres, no querrían saber nada, y con razón, de los terrestres. O, más bien, que¬rrían saber poco. Nuestros hombres y mujeres, y los de todos los reinos, han de modificar sus hábitos de hacer y pensar si quieren que los cósmicos —en caso de que existan por ahí, en el gran espacio interestelar— bajen a vernos con sus técnicas imposibles ahora de concebir o con lo que usen para desplazarse por el espacio, si eso fuera posible. Está claro. Primero y antes que nada hay que ser un humano perfecto hasta para ser reconocido y aceptado por un posible hermano espacial. No, no hay salida, rey.
Por lo anteriormente expuesto, te digo, Akamón, que ha de llegar el día en el que todos los reinos decidan cesar de pelear, ni a muerte ni a no muerte, entre sí, ya sea por diferencias de opiniones en los distintos rei¬nos, de religio¬nes, de ideas, de razas o de riquezas... Pero también ha de llegar ese otro día en el que el hombre se libere finalmente de sus ataduras a la mate¬ria en conjunto, y entre en una realidad de particulari¬dades muy superio¬res a las que definen nuestro en¬torno tal como lo vemos. Pero es fácil deducir, nobles presentes, que no es éste aún el tiempo. No. La evo¬lu¬ción actual del hombre en la tierra es mínima. Báste recordar ahora que nos continuamos pareando por el instinto animal de poseernos entre nosotros y acumu¬lar más conquistas, pero éstas sobre otros cuerpos hu¬manos del sexo contrario —y, en casos, del mismo sexo entre sí—. Bástete saber también, pongamos por caso, que no los hombres apenas masticamos todavía lo que comemos, que nos lo zampamos como los no¬bles perros engullen sus raciones de carne fresca... Y no es que todo esto sea, Akamón, demérito o fallo del hombre, no. Por el contrario, sepamos de una vez y di¬ciéndolo bien en alto ante todos los presentes, que el hombre es aún como un recién nacido cósmico —un "behbéh", como los llaman cariñosamente las madres de entre nuestras mujeres—. Entonces, ¿qué falla? Si el hombre no es culpable de sí mismo, de sus actos y palabras, por ser considerado ante las estrellas como un tal "behbéh" cósmico, si esto es así, por tanto, el hombre no es culpable de hacerlo tan mal como mu¬chos sospechamos cuando nos ponemos a pensar en sus actos así, en general y, muchas veces, también en particular. Nada más sencillo de saber: Ese fallo en lo humano, eso que le impide acercarse más y más a lo más alto, se origina cuando el hombre mismo decide que él se halla efectivamente, ya de por sí, en un alto grado de evolución planetaria. Y, esto, curiosamente, los mismos hombres que tienden a convertir el mundo en un inmenso mercado —como si todos fué¬ramos verduleros y verduleras— a disposición de los que más monedas de oro tengan, o algo así.

El hombre actual ha de cesar en el empeño de creerse el dueño del mundo, al que comienza a explotar im¬punemente —y un día explotará del todo a este paso— y de muchos modos diferentes. El hombre de hoy en la tierra, antes de ser considerado aspirante a nada, ha de dejar de sentirse el obser¬vador más cuali¬ficado del universo, cuando no el conquis¬tador del mundo —ni mucho menos, un día, del espacio estelar—. Enorme error creer esto.Enorme error pensar así. Enorme error sentir así. Yo te digo, Akamón, que, en comparación con la grandiosidad de lo que es y abarca lo más alto, nada de lo que ha hecho hasta ahora el hombre en esta tierra tiene todavía verda¬dero valor testimonial.

Y el verdadero aspirante a gran iniciado, rey, sabía de antemano, desde an¬tes de alcanzar a intuir con su mente o su corazón los grandes secretos del mundo, que un ser humano bueno no pre¬sume nunca de serlo y que, a veces, ni siquiera sabe de sí mismo que es bueno. Y se sorpren¬derá a menudo de la forma de ac¬tuar de la mayoría al co¬nocerle. Y ese verdadero aspi¬rante que no presume de nada y que está en el mundo de modo natural, pondrá mucha atención sobre la pa¬reja con la que decida des¬po¬sarse o unirse para siem¬pre. No olvidará que la otra persona, aquella con la que de esa manera definitiva va a unirse física y men¬talmente, es siempre, en el mundo de lo simbólico, una o uno mismo puesto ahí, ante uno; esa persona elegida va a actuar en nuestra vida tal como uno sea y piense desde el mismo momento en que se le declare deseo o amor. Y es que cada ser humano sólo acaba unido a sí mismo, de tal modo que basta mirar a una pareja que lleve un tiempo unida para saber, por la ob¬ser¬vación de ella, como es en realidad él; y, por la ob¬serva¬ción de él, qué siente en realidad ella. Como no haya sin¬ceridad por una de las dos partes, el chasquido etérico será de tal mag¬nitud que les comenzará a suce¬der a ambos todos y cada uno de los de¬sastres que cada cual imagine, de tal modo que todo les irá mal; sufri¬rán, pensarán mal y vivirán mal, desconfiarán entre sí, tendrás celos, y la vida desconfiará de ellos, y la vida los rechazará al fin... Y esta pareja se hundirá en la ve¬jez de los viejos que no son¬ríen, que no han alcanzado la paz a lo largo de sus vidas; la vejez de los dolientes y de quie¬nes no han sabido amar lo suficiente como para llegar a ser viejos sabios, amables e inte¬ligentes por ex¬perimentados y por ha¬ber sabido agrandar su corazón y su mente, a lo largo de las distintas décadas de sus vi¬das y de los ciclos de siete años en siete, que son los que marcan los diferentes sucesos, en etapas, que le acaecen a cada humano en la tierra.
¿Te has fijado, Akamón, en las siete vibraciones dis¬tintas de la escala de sonidos descubierta por nuestro bardo, el que compone ruidos armoniosos con los ins¬trumentos que inventa? Escala que va de lo agudo a lo grave y de lo pe¬queño a lo grande... Pues sabe ya que es de siete en siete, dicho sea de paso para tu informa¬ción, buen rey, como ha que¬dado dividida la vida hu¬mana en la tierra. En ciclos de siete años, rey, como sabe nuestro mago mayor, el que se pasa tres cuartos de su vida encerrado en los sótanos de tu palacio tra¬tando, desde hace años, de convertir en oro las piedras a partir de una antiquísima fórmula, proveniente de reinos muy antiguos, hoy ya desaparecidos bajo el mar, cuyos habitantes nos legaron de manera enigmática, mediante símbolos y frases extrañas, el conocimiento que permite transmutar la materia para reconducirla a su estado más puro. Olvida o no sabe el mago de tu corte, Akamón, que esos símbolos y frases, legados en herencia oral por esas antiguas y muy sabias tribus del pasado, no significan lo que parecen. Más bien, rey, se refieren todas a lo mismo cuando explican sus proce¬dimientos para transformar una piedra de granito, pongamos por caso, en oro del más limpio y puro que pueda existir. Esos sabios de la gran antigüedad habla¬ban, pese a lo que parezcan las cosas, de la transmuta¬ción que el ser humano puede y debe realizar sobre su propia mente y sobre su propio físico, de tal forma que otorgue el derecho a morar en sí mismo, en su interior mismo, a la fuerza que todo lo crea desde lo más alto. Y esa transmutación alquímica ha de ser, y sólo esa, la que realice el hombre que quiera encontrarse a sí mismo en este mundo tan lejos de todo, pero tan cerca a la vez de todo, tan lejos de las estrellas, pero tan cerca al mismo tiempo de ellas, porque él mismo, este mundo nuestro, es una estrella apagándose, si exami¬namos con detenimiento el fuego interior que lo nu¬tre, que nos nutre; siendo así que el sol nos calienta desde el exterior, pero también desde nuestro interior, desde el centro mismo de la tierra, como nos ha de¬mostrado muchas veces las repentinas erupciones vol¬cánicas de nuestras islas, mi rey, allende los mares.
Hay que unirse, rey, Akamón, con lo mejor de una o de uno. Con aquella persona que ponga ante nosotros nuestros mismos y mejo¬res va¬lores, nuestros mismos y mejores sueños y deseos, y que com¬plete nuestros pensamientos y, quizá, nuestras carencias. Esa es la boda alquímica cierta, la única, la de verdad, la que une a dos seres humanos de tal modo que cada uno será para el otro reflejo constante, y a me¬nudo mágico, del estado interior y mental de cada cual. Una verda¬dera pareja, Akamón, está compuesta por dos guerre¬ros cósmicos, por dos buscadores de la gran verdad, por una mujer y por un hombre, sí, pero fundidos en un uno total, exterior e interiormente, en un uno en busca consciente y natural de lo más alto. Y es que, si no, como comprenderás, mi buen rey, no tendría sen¬tido que se unieran un hombre y una mujer en este mundo. ¿Para qué? ¿Para envejecer juntos viendo cre¬cer a sus hijos? Eso no es la felicidad, tal como tratan de proclamar equivocadamente nuestros sacerdotes. La felicidad en pareja de amantes verdaderos consiste en envejecer bien juntos, buscando sin cesar y con armo¬nía lo más alto, empleando la técnica de imitar lo que lo superior haría si morara en el mundo. ¿Cómo to¬maría entre sus dedos lo más alto una taza de té orien¬tal? Con armonía, con movimientos medidos y sere¬nos, tranquilos y demostrativos de una mente tran¬quila y serena. He ahí porque los reyes orientales de¬sesperan tanto a los reyes occidentales cuando comen o cuando cogen sus tazas de té ante ellos, durante sus reuniones cíclicas para repartirse los territorios tras las batallas... Y es que los reyes orientales practican esta imitación de los dioses que te digo y, al practicarla en su cada día, en su aquí y ahora, en cada cosa y en cada pequeño acto, se acercan más y más a lo más alto. Y, como lo intuyen, lo hacen. Algunos de ellos, seguro, han llegado a fundirse con lo superior a costa de imi¬tarlo de continuo sobre este planeta. Eso , por lo me¬nos, es lo que se narra en algunas leyendas, que no paso a contarte ahora porque, si no, nunca acabaríamos mi buen rey. Aunque luego sí te relataré una pequeña historia, referida a un antiguo pueblo muy bárbaro, que vendrá al caso y que espero que te guste lo sufi¬ciente como para aprender lo que ella conlleva en sí misma. Pero no sería justo para tu paciencia ni para la de los sabios, ni para Anaíria por supuesto, aquí pre¬sentes todos, que yo me fuera con mis palabras de mito en mito, hablándote de los hombres que consiguieron convertirse en dioses en este planeta y que, una vez esto, moraron para siempre en el mundo de las ideas, de los sueños, de los deseos ancestrales de lo humano; allí donde está todo cuanto el hombre sea capaz de imaginar, allí donde llegan con sus mentes los seres dotados para crear, allí donde se hallan los fundamen¬tos del arte, que no es más —o debería ser— que una manifestación de la gran fuerza en la tierra, por medio del hombre que creó atrajo el arte hacia sí y su corazón al tallar una piedra, al hacer el dibujo de un animal sobre una gran roca o al fabricar con sus propias manos una vasija decorativa para su hogar.
Te añado más: Un hombre, al conocer a una mujer y desearla, se está conociendo a través de ella, según cómo y para qué la desea, mientras que ella también se está conociendo a través de él. Nunca lo dudes. Y, en este sentido, ambos ya son uno, un solo punto de refe¬rencia: Son, de esta forma, dos que se observan y que se reconocen, dos que quieren fundirse, unir lo mascu¬lino con lo femenino, realizar una creación invisible hacia lo andrógino, lo que que trasciende al varón y a la hembra para convertirlos en seres nuevos.
Por eso la unión carnal entre mujer y hombre, entre hombre y mujer —no lo olvides nunca, mi rey— ha de realizarse de un modo totalmente especial cuando se es o se quiere ser aspirante a la vida de verdad, no a la que los hombres nos creemos e inventamos a cada instante para soportar la cruel realidad, que así es como se aparece cuando no se la conoce en profundi¬dad, como cruel e insoportable. El verdadero aspirante hará el amor con su pareja, en cambio, con signos sexuales muy excitantes entre ambos, sí, pero con calma interior, sabiendo lo que se hace. con fuerza, con tranquilidad interna, acariciando mucho, siendo muy acariciado, llamando a las fuerzas naturales ocultas en el cuerpo de su deseada o de su deseado y dialogando con ellas con el lenguaje de la excitación humana, que ha de dejar de ser animal para convertirse en una exci¬tación´´´ mental, organizada, dominada. Habrá que de¬jar, más bien, que sea la fuerza que anida en uno quien la posea a ella, a la amada; dejar que la fuerza de ella también sea la que nos posea de manera atávica. Y esta, y sólo esta, es la unión verdadera entre un hombre y una mujer en la intimidad, la que sin duda atrae dio¬ses y diosas al mundo, seres de leyenda, la que trae exactamente aquello que deseas a la tierra en forma de hijo o de hija. Las otras uniones, las que practican hoy la mayoría de nuestros hombres y mujeres, mi señor, es nefasta. Atrae lo más bajo del mundo superior, atrae a veces hasta seres deformes, atrae hasta sentimiento malos convertidos en "behbés" extraños y sin carácter, que reaccionan lentamente y sin fuerza ante cualquier estímulo exterior. Y de ahí surgimos luego nosotros, estos hombres y mujeres del ayer, del hoy y del ma¬ñana. Y no, no puede ser. Tiene que llegar pronto una generación de jóvenes guerreros de ambos sexos que sea fruto del amor total y profundo entre sus padres cuando los concibieron y aún después, cuando ellos eran niños pequeños, que sean fruto directo de la po¬derosa atracción de la fuerza hacia misma al amarse dos seres humanos. Y estos hijos que un día han de nacer cuando las parejas se amen bien, con amor y de¬seo de dioses y de diosas, son los que revolucionarán al fin la tierra y los que traerán al mundo una sabiduría superior en sí mismos. Ellos cumplirán en sí mismos el mandato de conseguir que los hombres en estado in¬ferior se eleven hasta su estado superior, con la finali¬dad de realizar una perfecta transformación del pla¬neta, una profunda renovación que lo convierta un día en un paraíso de paz y de amor.
Pero esto nosotros ya no lo veremos, buen rey. Nos gusta demasiado poseer a las mujeres de los guerreros a los que vencemos. Nos gusta demasiado tener una esposa, y otra, y otra más; nos gusta demasiado mirar a las hijas de nuestros amigos como oscuros objetos de nuestros más íntimos e inconfesados deseos animales¬cos y nos gusta demasiado, sobre todo, acumular con¬quistas íntimas y contarlas luego a los demás trabaja¬dores de las grandes pirámides, para que se chinchen y comprendan el poder que uno tiene frente a las fémi¬nas, que se rinden a sus pies al ver su falo en erección. Ya sabes, y perdona por ser tan claro llegado aquí, pero era necesario para ser entendido bien, que es lo que en verdad más deseo, oh, mi rey.

Sábe, Akamón, que el verdadero gran iniciado se casa, pues, con lo mejor de su propio corazón cuando, desde afuera y en forma de bello encuentro de amor en la tierra, el mundo lo ponga ante él en forma de mujer deseada con el corazón o en forma de hombre larga¬mente soñado. El gran aspirante habrá cumplido así la perfecta ley que dice que cada cual no está rodeado más que de sí mismo todo el tiempo y sin cesar. De sí mismo y de sus propias creaciones, Akamón, bastante desordenadas —justo es decirlo— la mayor parte de las veces; bastante tenebro¬sas y oscuras, como es nuestro caso, el del hombre, cuando quedamos situados frente a los grandes poblados que estamos cre¬ando a nuestro alrededor, en estos días, y que son exactamente frutos de nuestras creaciones individuales y colectivas.
El ser humano está creando un comercio que ha to¬mado vida, mi señor. Las parejas de padres y enamo¬rados ya sólo hablan de sus tenderetes en las plazas, de los permisos que necesitan por parte de tus burócratas para abrir un tiendajo cualquiera con el cual forrarse a base de las monedas de oro de los extranjeros que vie¬nen a visitarnos en son de paz con sus familias. Ese lenguaje en monedas de oro tergiversa la realidad del hombre en la tierra —y más que lo hará a este paso en el futuro— Además, el oro habla un lenguaje muy ex¬traño para los hombres. En nombre del oro, la gente adquiere la finalidad de producir obje¬tos y más objetos y, venga por aquí y más allá, más y más objetos para la posterior venta en los mercadillos de mercachifles o de lo que sea, formando una cadena ge¬neral entre todos los reinos, la cual endeuda a los unos con los otros y a los otros con los unos y los de más allá, de tal modo que al final todo el mundo está endeudado entre sí y no hay manera de hablarse entonces tranquilamente y empiezan las guerras, las distensiones y los profundos daños que nos infligimos los reinos entre nosotros, como cuando el reino de los caucásicos se negó a reci¬bir a tu padre, acusándolo de tener veintiuna esposas, que eran tres veces más que lo que ellos permitían po¬seer a un hombre, ni aunque fuera rey. Ya ves qué ton¬tería, Akamón; porque, ¿qué más daba veintiuna que siete? Pues los caucásicos le negaron a tu terrible padre —ya sabes cómo era cuando se enfadaba— el permiso de entrada a su reino por este nimio detalle. Tu padre el rey montó tal lío, tal escándalo entre los reinos a causa de esto, que la cosa no acabó en guerra formal en las grandes montañas nevadas de aquel reino de muy al norte, a causa mía, yo creo honestamente y sin va¬nidad, y de dos de los sabios que están aquí presentes, los cuales nos aliamos frontalmente, ante aquella lo¬cura debida a un simple enfado real, para tratar de convencer a tu padre —que desde que se fue tu madre ya no rigió nunca muy bien, esa es la verdad— de que no nos llevará a todos a la nieve a luchar... y a morir congelados o asados a fuego lento, como por aquellos lares se acostumbraba a hacer con los vencidos en las batallas. Pero él, tu padre, aullaba de continuo a sus asesores: "¡No me han dejado pasar, los muy hijos de su madre, no me han permitido entrar, a mí, al gran rey de los reyes. Mis guerreros tienen que sublevarse ante esta afrenta, que es de todos nosotros, de nuestro pueblo, de nuestra gran tribu —arengaba así tu padre a sus tropas cuando quería ir a pelearse con el mundo— Y tenemos que marchar valientemente hacia las mon¬tañas de nieve de su territorio para combatirlos, para vencerles en su casa, para demostrarles quiénes somos y qué calibres nos gastamos entre nuestras piernas ve¬lludas los de estas tierras de más al sur que las suyas, que no están llenas más que de papanatas.. Serán sin¬vergüenza, no dejarme pasar a mí... A mí, que sólo he perdido una batalla en mi vida: La que perdí con Yemuria, la madre del príncipe, la que fue mi deci¬moséptima esposa, a la que amé como a ninguna otra, a la que buscaría sin cesar si me lo permitiesen mis obligaciones de rey, y por la que lo daría todo si ella apareciera y dijera :"Dalo todo por mí y vuelvo junto a ti. Yemuria, Yemuria..." —Y tu padre se ponía enton¬ces a musitar su nombre ante todos. Ya ves el pano¬rama cuál era entonces. Tuvimos suerte de que, entre los unos y los otros, finalmente lo convencimos para que no nos en¬viara a todos nosotros y a nuestros jóvenes hijos a lu¬char a aquellas montañas inhóspitas, sobre la nieve traidora, entre inmensas tempestades, porque es más que probable, mi rey, que, si hubiéramos hecho tal cosa, finalmente mandados por tu padre como otras veces en el pasado, ya no estaríamos apenas ninguno de nosotros aquí, ni siquiera este reino sería ya este reino. Aquellos caucásicos no se andaban con chiquitas por entonces, más bien al contrario como te apuntaba antes; cuando guerreaban, quemaban vivos y a fuego despacio sobre planchas de hierro a los hombres he¬chos prisioneros en la batalla, ahogaban en aceitunas hirviendo a sus mujeres en las retaguardias, después de haberlas violado, por supuesto, y se comían a sus hijos delante de sus madres, antes de estrangularlas mientras las poseían salvajemente por decenas. Menudos eran los caucásicos para estas cosas de la gue¬rra por entonces, por mucho que ahora, con las nuevas corrientes que corren por las grandes aldeas, quieran de repente aparentar que ellos son y que ellos siempre han sido un reino como los demás, y que ellos tam¬bién compran carros rodadores y materiales para cho¬zas fabricadas de antemano para sus familias. No, no les gusta su pasado a los caucasianos de aquella zona, y héte aquí, que se lo han quitado de encima de un plu¬mazo de ave real.
Así son las cosas, rey, qué le vamos a hacer. Así son. Así.

Akamón: Habrás comprendido perfectamente que el oro, y los nefastos intercambios al que lo somete el hombre para comerciar, otorga una finalidad al ser humano que no es la suya. Es más, mi rey, la finalidad del hombre puede ser casi cualquiera antes que ésa, an¬tes que la de depender, a la hora de subsistir o vivir mejor o peor, del oro que se tenga o que se deje de te¬ner.
¿Qué otra finalidad puede tener el ser humano en la tierra? Muchas, mi rey. Pongamos por caso, imitar a los dioses nobles que cada uno pueda imaginar, para tratar de ser o parecerse a un dios noble aquí en la tie¬rra.¿Por qué no? ¿Acaso el hombre no podría imitar a los dioses que imagina, humanizando sus cualidades, pero tratando de llevarlas a cabo, en efecto? ¿Quién lo prohíbe? ¿Por qué el hombre no puede imitar, por caso, las cualidades del amor que podamos imaginar que un padre celestial nos tendría? Ese amor sería ge¬neroso por no pedir nada a cambio, sensual, por poseer lentamente al hombre que se deja enamorar por lo más alto, sincero, ya que el amor de arriba nunca ha mentido a ningún pretendiente, y falto de malas ideas e intenciones, ya que el amor del que hablamos es puro y blanco, inmaculado. El hombre que imite al amor generoso, sensual, sincero y falto de malas ideas e intenciones, ese amor une a lo más alto, porque lo imita a la perfección y, de esta manera, lo atrae hacia sí desde el mundo de las más grandes ideas. Y esto es y será siempre así, Akamón. harás bien en no olvidarlo durante tu vida en la tierra, porque saber esto te será de gran ayuda para saber cómo amar a quien quieras amar: con las mismas cualidades que tú imagines que usaría una gran divinidad para amar a su pareja. Y, si así amas, será esa divinidad la que ame a tu amor. Y, si así amas, tú serás esa divinidad cuando sientas amor. Piensa en ello, Akamón, piensa en ello y ama como se deba amar cuando te llegue el momento —que será más bien pronto, lo presiento— de amar a una mujer, a uno de esos frutos tan maravillosos en la tierra, como lo son precisamente ellas, tan perceptivas, tan rápidas de mente, tan sensibles con sus hijos y tan pa¬cientes con sus maridos, con nosotros.

Añadamos, ahora, Akamón, algunos datos principa¬les más para quien quiera convertirse en aspirante a La Perfecta Iniciación. Has de saber, joven rey, que el gran aspirante, el que lo conseguirá si persevera, no tiene porqué ilustrarse en demasiados textos sagrados o en los conocimientos orales de gran transcendencia, ni aún dictados por grandes sabios, dándole vueltas y vueltas a la misma idea. No, no tiene porqué pregun¬tar nada, si no quiere hacerlo, a los seres que considera más sabios que él; tampoco tiene porqué devanarse los sesos tratando de pensar en la gran del conocimiento del pa¬sado, en aquel tiempo en el que aún el hombre no era guerrero depredador, en aquel pasado en el que alguna civilización, quizá algunas, sí trataron de imi¬tar a lo más alto y lo lograron, quedando imperecede¬ros hasta el día de hoy los monumentos que repre¬sen¬taban este en¬cuentro: Esas piedras sobre piedras que vemos en algunos campos, que eran levantadas por los hombres que iniciaban el camino hacia lo más alto fortaleciendo su cuerpo y dejando que fuera penetrado por la fuerza de La Madre Naturaleza, la cual les per¬mitía levantar, entre sólo dos o tres de estos guerreros, las piedras más grandes o enormes que quisieran. Era así como hacían los grandes entre los grandes monu¬mentos de antes, por que si no no tendría explicación el cómo movieron aquellas piedras, el cómo lograron llegar a ponerlas unas sobre otras sin ningún punto de fijación posible, sin ni siquiera ninguna polea capaz de hacer ese trabajo por ellos.
El que quiere convertirse en un hombre sabio -te de¬cía, Akamón— no se devana los sesos pen¬sando y pensando sin cesar, tra¬tando de ha¬llar la verdad y la no verdad, para unirse a la una y zafarse de la otra, no. No se hace esto así. La persona que quiere ser sa¬bia puede comenzar sencillamente cerrando los ojos y dejando de pensar aunque sólo sea por unos instantes. Intuiría de inmediato, si deja realmente de pensar, si domina sus pensamientos hasta el punto de apartarlos de sí y quedarse entonces sólo ante sí mismo, cosas como ésta, tan pueril y que cae por su propio peso si uno la piensa bien; cosas como que bastaría, rey, una sola generación de niños edu¬cados en la armo¬nía, el sentimiento y la paz in¬te¬rior para volver el mundo infi¬nitamente más bello de lo que lo estamos convirtiendo entre todos los reinos, pero en mayor medida los reinos donde im¬pera la raza blanca que, por suerte, no somos nosotros, más bien de piel oscura. Esos blancos que viven en las zonas más occidentales son unos negociantes que quieren que el mundo se convierta en una sucursal de sus negocios. Pagan a los extranjeros que van a vivir a su país para que luchen en las guerras con otros reinos por ellos, y ellos, mientras tanto, se dedican a dejarnos sin parcelas, a dejarnos sin nuestros productos de siempre, a impedirnos hablar nuestras lenguas, que¬riendo imponer a toda costa la suya. Ellos tratan in¬cluso de impedir que nos hagamos más poderosos que ellos, y para eso nos endeudan con su sistema de inter¬cambio de oro, y, finalmente, explotarán nuestras mi¬nas, nuestros subsuelos minerales y nuestras posicio¬nes estratégicas sobre el gran mapa del mundo que, se¬gún me han contado, tienen extendido en la sala prin¬cipal de su palacio para decidir qué va a pasar en una parte y en otra del mundo, y qué no, y hacerlo a sus anchas, a sus intereses y según sea en cada momento su real voluntad. Ya veis, mi rey, que no es una domi¬nación a través de la guerra la que éstos quieren ejercer a la larga sobre nosotros, sino una dominación oculta tras la apariencia brillante del oro, que ellos saben ma¬nejar con tanta fruición y desenvoltura como algunas de nuestras mujeres manejan el cosido de pieles a la hora de confeccionar nuestros más lujosos vestidos y nuestras más bellas capas.

Y para comenzar a cambiar las cosas, a tamizarlas por la red de la gran fuerza de lo más alto, el verdadero as¬pirante ofrecerá si¬lencio sereno a quien bus¬que pa¬la¬bras tensas y dará pala¬bras sere¬nas a quien quiera in¬da¬gar en el perfecto silencio o la perfecta discreción del aspirante. El verdadero aspirante a iniciado, a la vez y mientras tanto, comerá bien, ha¬blará bien, sentirá bien, mi rey, caminará bien, llorará bien y reirá bien; dor¬mirá bien porque pensará bien y porque tratará bien a los demás. Y con esta forma de actuar, aprenderá preci¬samente el secreto de crecer interiormente. Todo el se¬creto, en defi¬nitiva, para vivir bien tanto aquí como allá, es lo que espera al ser humano que se enaltece a sí mismo, que se convierte en aspirante por sí mismo y que se inicia por sí en La perfecta iniciación, que es el espejo en el que se reflejan, a veces demasiado ambi¬guamente, todas las demás iniciaciones en este mundo. Ese secreto que aprenderá el así Iniciado Perfecto, al hacer lo que te he dicho que hay que hacer para dejar crecer por dentro al gran sabio de tu interior, será el que le hará comprender que, al relacionarse con el exterior del mundo, se relaciona consigo mismo y sólo consigo mismo sea cuales sean las cosas que esté viviendo en cada ocasión. Porque ha dos vidas vi¬viendo al unísono en la vida del hombre en la tierra. la vida material, la que vemos por los ojos, y la vida en el mundo simbólico. Todo cuanto hace el hombre en su vida material, tiene su reflejo exacto en esa vida simbólica, de tal modo que el hombre construye a otro ser en lo superior mientras vive aquí, en esta tierra, que es lo inferior. Tal y como si creara con sus manos una estatua de barro: cada uno de sus movimientos imprimirá un rasgo a su figura de barro, cada uno de sus sentimientos imprimirá un nuevo gesto sobre la tal figura y, al fin, el barro con forma habrá sido creado por ese hombre, para quien su estatua será propia¬mente una creación. Así es la vida del hombre en la tierra: doble. Una aquí y otra allá, otra que se va ha¬ciendo con lo que aquí vayamos sembrando y reco¬giendo. Y todo esto tampoco hay que olvidarlo, mi buen rey.
Como tampoco, que cada mujer y cada hombre ver¬dadero pondrán especial cuidado con que sus hi¬jos sean hijos del amor que sentían cuando los concebían. Es muy vital que no sean hijos del deseo sexual con que la pareja se unía, acaso sin amor. Y es que los hijos hablan de uno incluso cuando uno se ha ido de esta vida. Y esto tampoco, mi señor, hay que olvidarlo.
Como tampoco que hay que usar la palabra exacta en cada momento y someter las pala¬bras a los propios pensa¬mientos, cada cual en su nivel o en su fase de evolu¬ción. Hay un buen método a seguir si se quiere avanzar con diligencia por esta parte del sendero má¬gico. Un método que se despliega en las siguientes ideas: No dejar que los pensamientos usen las pa¬la¬bras, sino uno o una usar su propio pensamiento para domi¬nar las palabras y así comuni¬carse con los demás y, de esta manera, decir entonces exactamente lo que se quiere decir, y, esto, en cada ins¬tante. Usar las palabras, en definitiva, para comu¬nicar exactamente lo que se siente y no lo que se pien¬sa entre un gran oleaje de otros pensamientos iguales o dispares (lo cual se pro¬duce cuando la mente no está domi¬nada por el hom¬bre que la tiene sobre sí).
Es esta una vía, de entre las tantas que existen, para co¬menzar a crecer interior¬mente y darse cuenta de la verda¬dera reali¬dad, mi rey. El gran aspirante no ha de olvidar que nadie a su alrededor le perdo¬nará que crezca por dentro y se convierta en un ser más perfecto que la mayoría de los demás. Nadie se lo per¬donará, salvo aque¬llos que lo quieran de ver¬dad. Entonces se reconocerá quiénes son en realidad sus amigos verda¬deros, sus hermanos humanos. Porque ha sucedido desde antiguo que quien se su¬pera a sí mismo, y crece por dentro, conoce a quienes lo quieren con el co¬razón y no con el deseo de que él sea como ellos en sus men¬tes deseaban que él fuera.

El aspirante a Perfecto Iniciado, así, Akamón, propor¬cionará alimentos cada vez más na¬tu¬rales a su cuerpo; dará pensamientos cada vez más natu¬rales a su mente; ofrecerá sus ideas más naturales a su alre¬dedor y con¬seguirá, de esta forma tan sencilla, vivir con naturali¬dad. Porque es quien vive con natura¬lidad quien com¬prende de inmediato los secre¬tos más profundos de La Naturaleza, su primera madre antes que ninguna otra. Y nunca hay que dudar de esto. Nunca hay que dudar si el gran aspirante osa traspasar alguno de los umbra¬les hacia los reinos para él mágicos que están en lo más alto. Por el contra¬rio, quien dude ahí creará su duda todo el tiempo en su mente y en su alrede¬dor. Y nunca avanzará, más bien retrocederá continuamente con mucha facilidad, porque no es fácil salir vencedor de las consecuencias en la vida física del dudar. Se deja de dudar, Akamón, mi rey, cuando se per¬cibe que el pen¬samiento de uno no es uno mismo en realidad; que las personas no somos nuestro pensamiento, sino aquél que observa cómo piensan nuestros pensamientos en nuestro interior. Y, esto, todo el tiempo. O sea, aquél que lo ob¬serva así todo el tiempo y sin cesar. Quien re¬cuerda esta simple idea, logra ser libre de quien apa¬renta ser ante los demás, y demasiadas veces también ante sí mismo, y cum¬ple la gran verdad —que un día será probablemente grabada en las piedras de algún te¬rritorio más sabio que los demás— que tan tierna¬mente suena a los oídos del que la comprende total¬mente, y que dice y dirá, siempre y por los siglos de los siglos, así: "Conócete a ti mismo". Es esta, mi rey, una máxima inviolable para quien se inicia en los grandes secretos. Porque quien no se conoce, no puede aspirar siquiera a ser mosquito o abejorro. Y, sin embargo, quien en la humana tierra nuestra llega a conocerse, hasta en mariposa, si lo deseara, podría convertirse, en mariposa, o en cualquier otra forma de manifestación de la misma fuerza, la que todo lo crea, ya sabes. Así son las cosas de esta vida, mi rey, tan sencillas, tan lin¬das, y tan extrañas y perversas a veces al mismo tiempo. Pero, en definitiva y sobre todo, ¡tan mági¬cas...! Yo aún me sorprendo a veces con los descubri¬mientos filosóficos o humanísticos que, de vez en vez, se suceden como por sí solos en mi mente, mi buen rey. Y voy y, tras mucho pensar y desear saber, ¡zas! Héte aquí que lo sé todo, lo entiendo todo y com¬prendo la totalidad perfecta de aquello que no sabía, pero que quería con todas mis fuerzas mentales saber. La vida es soberbia con los soberbios, vanidosa con los vanidosos, guerrera para con los guerreros y, también, sabia para con los sabios verdaderos, que son los que son sabios de corazón. Pero vayamos a algunas cosas más que te interesa saber, Akamón, antes de pasar a re¬latarte, como te he prometido, una historia que creo te aclarará y resumirá muy bien todo cuanto te estoy di¬ciendo durante estas jornadas primaverales en tu gran reino:

El aspirante a Iniciado, rey, cuando desea a alguien o algo sabe que no es él en realidad quien desea. Y es que desear no es propio del ser humano rea¬lizado, que es quien encuentra en sí mismo a su sabio interior, por¬que el ser humano rea¬lizado se complace tranquila¬mente con lo que le llega. Por tanto, el gran aspi¬rante apli¬cará el saber de que lo que le viene en la vida res¬ponde, simbólica o claramente, según las ocasiones, a lo que él siente o lo que él teme desde el corazón. Y esto es así sin vuelta de hoja, por mucho que haya ma¬gos y aspirantes que conozcan La Gran Ley de la Causa y del Efecto, que impera en La Naturaleza, pero que la olviden con una facilidad increíble a la hora de tener que aplicarla de verdad en su vida de cada día, que es lo que hay que hacer como primer paso imprescindible para trascender la realidad. Un clásico pro¬blema de nuestros hombres de cara al creci¬miento interno de su gran sabio personal es el de no saber aplicar el hombre lo que ya sabe. El ser humano puede llegar a poseer un día todo el conocimiento del mundo y de sí mismo almacenado en papiros y en más papiros sagrados o no y, en sus teo¬rías y formulaciones. Pero como ese día el hombre se empeñe en mantener separadas entre sí las disciplinas de estudio sin acabar de fusionarlas en¬tre sí, de interconexarlas del modo más adecuado, los unos no sabrán lo que dicen los otros y los otros no querrán saber nada de lo que dicen aquellos de más allá. Y es así como hoy mismo, aquí, en tu reino, tus cientí¬ficos se pelean entre sí, los sabios no se ponen de acuerdo y la verdadera ciencia, en definitiva, continúa sin tener espacio para nacer. La verdadera ciencia sería aquella que trajera la verdad de La Naturaleza a los se¬res humanos, y que lo hiciera desde el punto de vista de la fuerza —ex¬plicando las leyes de lo más alto que permiten crear a cada ins¬tante el mundo físico— y, también, desde el punto de vista de la materia —ex¬plicando que se trata simplemente de lo opuesto a la fuerza, lo que da su forma a cada objeto, a cada mine¬ral, a cada especie vegetal, animal y humana, pero ma¬teria al fin, que ya no tiene por¬qué darse ni poder exis¬tir en los mundos de vibración más alta que el ser humano pueda concebir, imaginar y, de hecho, crear en la ac¬tualidad si así lo quisiera..
En definitiva, el aspirante a gran iniciado habrá de concluir, Akamón, que el ser humano que desea po¬seer lo que no tiene de antemano en su in¬te¬rior, no será feliz por muchos bienes materiales que reúna en su exterior. En cambio, el que anhela lo que ya tiene dentro de sí, lo habrá de tener para sí no sólo dentro, donde ya es¬taba, sino tam¬bién fuera; y lo tendrá no sólo multiplicado en lo interno, sino también en lo ex¬terno. Y, esto, tanto aquí como allá.
Son secretos que al gran aspirante muy pronto le serán revelados. Acaso, nada más cruzar el primer umbral. Y, quien ya los intuía y los llevaba a la práctica en su vida diaria de una u otra forma, podrá continuar por el laberinto de lo celestial que conduce hacia lo que está más arriba, más, mucho más de lo que cualquier arriba que los seres humanos podamos imaginar.

Y la mujer también puede iniciarse en el Perfecto Conocimiento, mi rey Akamón. No es cierto que lo más alto repudie lo femenino, como afirman algunas creencias, las cuales nos dicen que la mujer es cual ser¬piente venenosa del desierto para el hombre, y que hay que tener cuidado porque son representantes de la sombra, de lo negro, en este mundo en el que, tam¬bién, según esos, hay que temer a lo superior. Ya ves tú, Akamón, cómo son algunos. Sólo que la mujer de¬berá tener en cuenta un detalle: Ella , la verdadera as¬pirante, tendrá que comprender que el hombre se equivoca al de¬se¬arla íntimamente y no mentalmente; y esa mujer valiente no se unirá al hombre de nin¬guna de las maneras, sino hasta hacerle comprender primero que ella piensa, que ella siente. Y la mujer que actúa así cumple el símbolo en la tierra y se vuelve Gran Madre de la vida en la tierra.
Y se enaltece de esta forma ante el Cosmos y le son abiertas de inmediato las puertas del primer umbral..
De la misma manera, el hombre que com¬prende que el amor de una mujer no ha de tratar de comprarse con bienes materiales, no se unirá a la mujer que lo de¬see en primer lugar por sus bienes; más bien, ayu¬dará a esa mujer a regresar a sí misma y la enseñará a ser expre¬sión de la belleza de la fuerza de lo femenino en los mun¬dos planetarios. Y el hombre que actúe así se vuelve, Akamón, sí, Gran Padre de la vida en la tie¬rra.
Y ese hombre se enaltece ante el Cosmos y, como a la mujer anteriormente, también le son abiertas de in¬mediato las puertas del primer umbral.
Es más, rey, sabios, Anaíria; la unión más íntima entre una mujer y un hombre debe¬ría ser siempre un acto repleto de caricias y de palabras be¬llas, de silencios alu¬sivos y de miradas francas y amo¬rosas. Eso lo sabe y lo aplican desde el aspirante a iniciado, si quiere llegar a serlo, hasta el iniciado, el gran iniciado, el maestro de iniciados, el maestro de los maestros de los iniciados, y el sabio que enseñó los grandes secretos al primer can¬didato a maestro de maestros en cualquier orden ini¬ciática menor. Lo sabe —o lo debe de saber— todo el universo, el cual, si hu¬biera sido creado del mismo modo como muchas ve¬ces se unen en la intimidad las mu¬je¬res y los hombres aquí en la tierra , no sería un remanso de armonía, una fuente inagotable de verdad, sino un caos, como el que es en la actualidad la vida del hombre en los diferentes reinos de esta Tierra.

Y hay más, aún hay más formas para comenzar el ca¬mino del aspirante a saber. Hay tantas, en realidad, como el hombre sea capaz de concebir, mi rey. Ciñámonos a las más fáciles y sencillas, las que puedan ser aplicadas y comprendidas por cualquier campesino o aldeano. Por poner por caso, de tan fácil técnica de primera iniciación, hablemos de quien en el mundo actúa como le dicta la perfecta voz de su con¬ciencia: éste tam¬bién ve crecer desde su interior al gran sabio que llevaba dentro y al que no conocía. Este también se salva de la vida física y material y encuentra otra di¬mensión, más mágica y llena de posibilidades que la anterior, en la que vivía triste y estancado ante tanta falta de conocimiento en torno a aquello que es en rea¬lidad la existencia del hombre en la tierra.. Y se sor¬prenderá ese ser humano que siempre ha actuado se¬gún le dictaba su perfecta voz de la conciencia.Se sor¬prenderá, porque todo le será devuelto con creces tal y como actuó en la vida terrena. Asimismo, el ser hu¬mano que sabe soñar crea y recrea sus propios sueños en el mundo tarde o temprano. Y los vive indudable¬mente, aunque muchas veces sea de modo deformado por su propia forma de¬formada de concebir lo que es la realidad en realidad: Ni más ni menos, rey, que una proyección inmediata de sus pensamientos y de sus sentimien¬tos, o menos inmediatas cuando la causa merece un gran efecto, en cuyo caso la fuerza de ese deseo humano cruza con ímpetu el éter, recogiendo aquí y allá, en las fuentes de lo invisible, lo que nece¬sita para concebir en el mundo lo pedido por el hu¬mano creador de sí mismo todo el tiempo.
Y quien se haga consciente de esto en este mundo transcenderá también la cotidiana y rutinaria realidad de la actual vida de los seres humanos en este planeta, mi rey. Sí, indudablemente que la transcenderá...
Y ya tienes que saber que para el hombre de este mundo no hay mayor castigo que ver acer¬carse el momento de la muerte y no haber encontrado a su gran sabio interior. Recuérdalo, Akamón, recuérdalo y hazlo por éste, que es tu amigo y que te quiere muy bien. Yo quiero lo mejor para ti, a quien enseñé a que¬rer lo mejor de los sentimientos y del mundo. Fue un orgullo enseñarte, Akamón, ya que has aprendido muy bien todo lo que te enseñé. Es un placer verte y darse uno cuenta de que te preocupa lo que será de los hombres si no encuentran algo superior... Te enalteces todo el tiempo a ti mismo pensando así, preocupán¬dote por el gran problema humano, y eso te salva de la corrupción generalizada, mi rey, que hoy está por do¬quier. Por eso es un placer estar manteniendo este dis¬curso a ti, que tan bien me estás sabiendo escuchar. Lo haces de tal modo otorgarme tu máxima atención, que tal me parece que respondiera una a una tus dudas a medida que van saliendo de tu cabeza, de tus pensa¬mientos, y sin oír tu voz hablar...Una comunicación mental se produce en mí cuando te estoy hablando y cuando tú me estás entendiendo, por eso es un placer hablarte, rey, casi mi hijo en el pasado cuando tu padre se marchaba a guerrear y tú te quedabas conmigo en palacio, hablando los dos sobre los secretos de las plan¬tas y las yerbas, hablando de los secretos del cielo y del aire... ¿Recuerdas, Akamón, recuerdas? Qué joven era yo y qué niño eras tú cuando brincábamos como sal¬tamontes por los jardines de tu palacio de la niñez, para enseñarte que también su espasmódico salto es bello y que simboliza un movimiento ancestral de La Naturaleza, como asimismo lo simboliza el de cada animal en la tierra tanto desde su forma de moverse como desde su vida misma. ¿Recuerdas, mi rey, re¬cuerdas? ¿Recuerdas nuestras largas charlas sobre la inutilidad de las guerras, sobre qué era y qué no era la verdadera libertad, las recuerdas? Son aquellas discu¬siones que mantuviste cuando crecías conmigo y con¬tigo las que ahora fructifican en ti, en el momento de disponerte a ser rey de ti mismo y de tu reino; son aquellos pensamientos y aquellas reflexiones profun¬das, los dos mano a mano, los que ahora fluyen desde tu interior cuando ya has tomado posesión de tu trono. Aprendiste bien y ahora actúas bien. Qué co¬rrecto eres, pese a tu juventud, para estas cosas, mi gran aspirante. Te admiro por la inmensa corrección en tu vida privada, corrección al pensar, al decir, al ha¬cer, al rechazar y al aceptar. Te admiro, mi rey. Mi alumno querido.

Y hay algo muy importante y definitivo que has de saber ya, antes que nada y antes de que pase, si no te inoportuna, a narrarte la vieja historia de un joven rey de los bárbaros que vivió hace muchos, muchos años en un territorio muy, muy lejano.
Lo que yo querría que supieras ahora, antes que otras cosas, es que el gran aspirante, el ser que quiere vivir libremente, libre de la vida en la materia —que es la que lo hunde, sin duda, en la ignorancia sobre sí mismo y sobre el universo—, ese gran valiente que in¬tenta trascenderse a sí mismo o a sí misma, renun¬ciando parcial o totalmente a lo humano para conocer lo más alto que pueda haber en sí, ése, llegará a saber lo siguiente, mi rey: Que quien acumula fuera, muere por dentro lenta¬mente y que quien acumula dentro, vive por fuera eternamente. Y sabrá también, si es un verdadero as¬pirante o un verdadero iniciado, que quien no teme a la muerte no se teme tampoco a sí mismo. Y por eso ése se en¬cuentra finalmente a causa de su falta de temor ante lo descono¬cido. Y, al encon¬trarse, ése y sólo ése intuye, percibe y halla con creces lo más alto que lo alto. Al hallar con creces lo de arriba del mundo físico, ése concibe que, en efecto, la vida era un sueño y que, también en efecto,y, por tanto, de¬pende de cada soñador embelle¬cerla persiguiendo las mejores vir¬tudes que pueda hallar en ella e imitando a La Madre Naturaleza, o destruirla, yendo todo el tiempo de la existencia detrás de los fan¬tasmas de sí mismo o teniendo, sim¬plemente, miedo a vivir. Y la vida es un sueño, mi rey, del mismo modo que ni si¬quiera los pájaros vuelan porque sí. El que sabe pensar alcanza a comprender con facilidad que, cuando una ban¬dada de aves cruza armo¬niosamente el cielo, es porque quien mira ha sido sido capaz de realizar el es¬fuerzo de vo¬luntad nece¬sario para levantar la ca¬beza, y alzar las pupilas hacia arriba sin aparentemente saber qué iba a encontrar. Y el vuelo ar¬monioso de los pája¬ros será entonces el pre¬mio para quien así mire.¿No lo es, Akamón? ¿No ves que el hombre ve aquello que quiere ver? Es así de sencillo. El que mira hacia arriba, hacia lo que no conoce, va y se encuentra una bandada de pájaros volando y no se da cuenta de que está to¬pándose, ni más ni menos, que con la armonía de lo más alto, siendo demostrada sabiamente en el simple vuelo de las aves, ya sea planeando o batiendo sus alas sobre el aire, de manera que las vibraciones que produ¬cen hacia el suelo son las exactas, aquellas que les per¬miten volar de ese modo y no de otro, de ese modo que significa, cuando lo hacen, que lo más alto está en ellas en esos instantes, que lo más alto las deja mecerse en sí mismo, en sus pequeñas partículas luminosas, para que de este modo puedan volar de esa forma, y divertirse sobre las cabezas de los hombres, los cuales crecerán si miran hacia arriba —ese es el plan de lo más alto, mi rey— y encuentran sobre ellos a las aves volando y si saben descifrar entonces qué significa, en signo y símbolo, ese volar. Ese vuelo que quiere hablar de mí a los humanos —así reflexiona lo más alto, mi rey, cuando se pone a reflexionar— si el ave se deja.
Y el aspirante a verdadero iniciado sabe también que quien se levanta desde su interior para tratar de ver más allá de la vida, es aquél que comprenderá antes el gran significado oculto del vuelo de las aves. Y ése se salvará de de Maya, como llaman los más orientales de oriente a la ilusión de la realidad física; ése se salvará de la ignorancia permanente en que viven los hom¬bres que adoptan personalidades en la vida terrestre y las acatan entre sí, ése comprenderá que, en un mundo mejor, las relaciones entre los diferentes humanos y razas de humanos deben ser otras muy distintas a las que han venido siendo hasta el día de hoy. Debieran ser esas relaciones humanas más amorosas y suaves, más tranquilas y serenas. En un mundo perfecto, ¿cómo vivirían los hombres? Es fácil saberlo y decirlo, es difícil hacerlo, claro está. Ya lo sabemos. Porque en ese mundo ideal el hombre habría de vivir tranquila¬mente organizado en campos y en valles, cada comu¬nidad abasteciéndose a sí misma de alimentos natura¬les, trabajando para sí misma. Dándose intercambios de comidas, enseres ya arte entre las diferentes comu¬nidades, cambios regidos por el trueque, habiendo al¬gunas más tecnificadas que otras, según los intereses de cada una, y respetándose todas inmensamente entre sí, estableciendo foros de discusiones sobre la vida, la muerte, el gran sabio interior, el verdadero aspiran¬tazgo a lo más alto, la verdadera finalidad del hombre aquí en la tierra, y éstas y otras cosas, cosas que discuti¬rían amablemente entre sí los comunitarios, con el fin de crecer y crecer y llegar un día mentalmente, o emo¬cionalmente, hasta lo más alto,y, luego, hasta lo más alto de lo más alto, a poder ser. Así, poco más o menos, debería de ser una sociedad ideal, un lugar de paz con el exterior y en el interior, un lugar donde el discurrir de la vida de cada cual fuera un tranquilo, un sereno placer. Así, así no más, sería la vida perfecta, la que conduciría a una sabiduría general, colectiva, la cual haría seguramente que este planeta entrara, por lo menos, en otra dimensión de sí misma, en otra pro¬yección espacial, en otro sistema de valores vibraciona¬les incluso. ¿Te imaginas? Es maravilloso: si el hom¬bre de todo el mundo unido, ese gran hombre, elevara en perfecta armonía su pensamiento hasta lo más alto, cruzaría todas las barreras, todas las galaxias incluso, las trascendería y vería con sus propios ojos qué hay detrás de el gran todo, lo más alto de lo infinitamente más alto. Siendo esto así, ¿no es absurdo, mi rey, que aún nos peleemos nosotros los humanos por si quiero la frontera de mi territorio aquí y la tuya allí, o por si quiero que los de más allá sepan lo violento que puedo llegar a ser? Lo de los humanos es cómico, mi rey. Algún escribiente debiera crear una parodia cínica so¬bre lo que hacemos los humanos de esta tierra, así, tal como somos y en conjunto. Vaya, que no nos reiría¬mos nada los amantes del teatro yendo a ver cómo Jesusiano monta en cólera porque Melquíadez ha in¬tentado mirar a una de sus mujeres cuando él no mi¬raba, o cómo aquél de allá, de repente, en la tercera es¬cena del segundo acto, decide montar un negocio de carros rodantes para, ahora que todo el mundo es más vago que antes, aprovechar la ocasión y cobrarles más y más oro cada vez por conducirlos a donde quieran de la gran aldea... Y cuando quieran salir fuera de la gran aldea, pondremos suplementos en plata... Como así muchos piensa en nuestro hoy, aquí mismo, cerca, en la esquina colindante por no ir más lejos, donde uno hasta ha montado por primera vez un negocio hasta ahora desconocido. Fíjate su ingenio, mi rey: les dice a todos que les den a él su oro y que, entonces, él les dará más oro por ese oro en un plazo de tiempo. Todos le creen a la vez, y se lo dan. El lo coge, lo invierte en construcciones y cosas básicas para todos, alquila y vende esas casas y esas producciones hechas en serie a todos, gana más oro, y entonces devuelve el oro a los primeros que se lo dieron para que loa aumentara. Y empieza a explotar entonces a los que le compraron sus viviendas y sus cosas básicas —que son los mismos que le prestaron aquel su primer oro— para ponerse a vivir de ellos. Muy listo, ese tunante, muy listo. Va a llegar muy lejos, os lo aseguro a todos. A este paso, y con su sutil ingenio, es probable que, por lo menos, sus sucesores, o tal vez los sucesores de sus sucesores, se apoderen del mundo. Es la consecuencia lógica, mi rey, será inevitable. Pero, claro, como nadie quiere ver el negociazo que está haciendo ese hombre ahí mismo, delante de nuestras narices, pues así nos va a ir. ¿Por qué nadie quiere verlo? Porque todo el mundo ambi¬ciona ser como el listo que logró, aprovechándose de la ignorancia de los demás, vivir de todos y mejor que todos. Y ese es el mal. Ése. Qué le vamos a hacer. Al menos, uno ya no estará aquí para verlo, si lo más alto me deja morir de una vez en vez de aguantar, genera¬ción a generación, desde hace tantas, a toda esta bu¬rrada de humanos que van llegando y llegando y que, en vez de hacerlo mejor, lo hacen cada vez peor. No sé, a veces, para qué lo de arriba me ha querido tener tanto tiempo aquí abajo. No sé, o sí sé y no quiero sa¬ber. Quién sabe. Porque todo es un juego de uno con uno mismo, mi rey. Todo, absolutamente todo. Y hasta quizá el juego de lo más alto consigo mismo, con lo más alto, para ser. ¿Juega el hombre a ser gran hom¬bre y, luego, gran sabio interior que conoce como se crea al hombre? ¿Es este el juego del hombre? Quizá, sí, quizá... Lo habré de pensar tras estas conversaciones, mi rey, cuando haya regresado a mi hogar, a mi bohar¬dilla en lo más alto de una cabaña situada a las afueras de una gran aldea. Desde ese buhardilla veo amanece¬res lejanos tras montañas nevadas desde las que siem¬pre llega una brisa fresca y suave como el agua de un manantial celestial. Allí lo pensaré en breve, y ya os comunicaré a todos algo de mis conclusiones, si no tenéis inconveniente. Porque nunca, mi rey, hay que improvisar lo que se diga. Hay que sentir, pensar a continuación como se siente y decir entonces lo que se piensa. Es así como el hombre manifestará lo que le salga del corazón, y no sola¬mente lo que, como hoy en día, le sale de la razón, de la lógica basada en las asocia¬ciones cerebrales del humano, el cual no conoce su re¬alidad circundante y, por tanto, se equivoca al utilizar su cabeza para comprender el mundo. Primero tiene que saber y luego podrá pensar y actuar bien. Manifestará de esta forma tan sencilla, en efecto, aque¬llo que le salga direc¬tamente del corazón. Porque quien actúe así, creará lo que diga. Y, en cuanto a esto, no hay mayor mérito que conver¬tirse en voz de La Naturaleza, mediante vibración dirigida al alma del mundo, que siempre se halla, por su parte, en busca de espí¬ritus li¬bres para comuni¬carse así con quienes habi¬tan la tierra. Y es que quien sacri¬fica su personalidad para dejar paso al gran sabio interior se convierte, de modo automático, en la realidad de sí mismo. Y, de esta forma, jamás vuelve a la¬mentarse de ser o de estar aquí en la tierra. Pero, y esto es importante para el humano, ¿continúa siendo "él" quien decide conver¬tirse en la realidad de sí mismo? : porque esta, y no otra, es la pregunta crucial que detiene a muchos en el gran camino (tras haber iniciado ya su primer reco¬rrido, lo cual es sumamente peligroso y dañino para el interior). Ésa, ésa es la pregunta, esa que a tantos y tan¬tos hace dudar y dudar sin cesar: "Pero, bueno —se di¬cen esos muchos—... si yo llego a creer definitiva¬mente en lo más alto, ¿seguiré siendo yo quien soy ahora cuando muera, cuando lo más alto me acoja en su seno?". Y esta es la pregunta que nadie interroga en voz alta pero que a todos en el mundo aterra. Ésta, Akamón. Obsérvala bien, porque contiene lo suyo. Contiene la voluntad interna del hombre de ser él mismo para siempre jamás, aunque hubiera algo más trascendente que él mismo. Contiene la querencia del hombre de ser él, como él es ahora, cuando esté junto a lo más alto, o sea, el deseo puro y llano de codearse como humano con ello, con lo de más arriba, invitarle incluso a pasar un fin de semana en su vivienda del campo, en la tierrecita, donde tan bien se está a veces, acaso.... Tal y como si uno invitara a su choza al gran jefe de todas las tropas sin ser de su ejército y sin cono¬cerlo de nada. Y mil tonterías más como éstas suelen ser las que el hombre pretende hoy cuando se digna pensar en su futura relación con lo más alto. ¿Cómo puede pretender un ser humano vulgar o pretensioso —que se crea superior a los demás— seguir siendo él mismo, quien es ahora en el mundo, cuando esté con lo más alto? Porque eso es lo que significa esa pregunta que por sí misma impide que el hombre se vea tal como es, que se comprenda a sí mismo tal como es, y que conozca de qué va, en realidad, esto del aquí vivir, en La Tierra. Porque esto de vivir sobre este planeta aparentemente perdido en el espacio consiste, en rea¬lidad, en que todo llegue a formar parte un día del todo desplegado para que todo se manifestase y las co¬sas sean, incluido el hombre, que es, simplemente, una manifestación más del todo, y ya está. Eso es, sen¬cillamente, el hombre en La Tierra. ¿Para qué darle más vueltas? Por lo tanto, lo que el hombre ha de an¬helar es volver al todo cuando muera, y no seguir siendo quien él es. Porque, ¿no es mejor, Akamón, volver al todo que ser una personalidad humana eterna? El que vuelve al todo es que regresa a sí mismo, ¿no? ¿No está claro? O sea, que él mismo era ese todo y, esto, desde siempre. ¿Y, llegados aquí, no es mejor regresar a ser todo cuando se es en realidad todo, que ser humano para siempre cuando, en reali¬dad, se es ese todo? Vamos, yo no le veo ni punto de comparación. Personalmente, señor, hace mucho tiempo que yo ya he optado: Yo seré todo, si puedo, an¬tes que humano eterno aquí en La Tierra. Por lo tanto, creo en lo más alto. Y lo espero en mí cada día cuando, tranquilo, atiendo ya el final de mi vida, que ha de ser pronto.
Pero nuestros hombres en la tierra, mi señor, nues¬tros hermanos, le dan vueltas y más vueltas al tema hasta que, aterrados por no encontrar respuesta, renie¬gan de lo más alto con palabras y pensamientos e, in¬cluso, llegando a renegar también del gran sabio inte¬rior que tienen dentro de sí, al que ni siquiera dejan sa¬lir desde el alma hasta el cuerpo físico para ser sentido aunque sólo sea por una vez. Que no otra cosa que ésa, mi rey, quiere lo de arriba. Ser sentido. Eso es lo que lo más alto desearía lo¬grar de noso¬tros, los humanos mortales, si hubiera una verda¬dera armonía de enten¬dimiento y convivencia entre los hombres, los dioses de los hombres, y lo más alto que los dioses de los hombres.
Porque nuestros creyentes podrán llamar un día como quieran a lo más alto: Yehová, Alá, Brahma, Atman, Shiva, Buda, Dios o Toro Sentado mismo si así lo quiere la cabe¬zonería del hombre en la tierra (Toro Sentado, mi rey, uno de mis preferidos; el jefe así re¬presentado como lo más alto a causa de las palabras de su nombre, que evocan a ese animal sagrado, al verda¬dero toro, y que lo evocan cuando el toro ha conse¬guido domi¬nar su animalidad y, como hace el hombre, se sienta en una postura real, en una postura humana en su caso —ya que lo humano es lo que tiene por en¬cima— y así se relaja, y así adquiere el conocimiento de sí primero, el de la primera conciencia a partir de las primeras vi¬braciones realmente humanas en su cuerpo bravo. Porque sólo si el toro llega a vibrar en conjunto de un modo más armo¬nioso, podrá alcanzar otra realidad u otro plano de con¬ciencia, que ha de su¬poner muy diferente al que ven la totalidad de los to¬ros de la tierra, como se deduce a poco que cual¬quiera se ponga a pensar sin trabas mentales. Toro Sentado, gran sabio del occidente de occidente, cuyos guerreros huelen el peligro y por eso lo vencen no estando pre¬sentes cuando el peligro llega, el gran sabio que me en¬señó los secretos de las danzas alrededor del fuego por la noche y, también, el significado de las estaciones y de los paisajes terrestres con respecto al hombre. Por eso te evoco en alto ahora, ante mi rey, gran Chahuápa, Toro Sentado, gran maestro iniciado en La Perfecta Iniciación, que tú conociste en las cuevas de las montañas rocosas y rojas más altas de tus extensos territorios, que dan por el norte al gran hielo y, por el sur, a los grandes bosques y selvas, a los caudalosos ríos y a las majestuosas cataratas donde los dos, una vez, nos pusimos a meditar bajo el sol de una tarde, para mí inolvidable. ¿Y sabéis que pasó, rey, sabios, Anaíria, queréis saber que nos ocurrió a Toro Sentado y a mí en la circunstancia de aquel atardecer? Dejadme recordarlo en alto, ¿de acuerdo? Yo estoy seguro de que esas imágenes que guardo en la memoria os interesa¬rán sobremanera, si me creéis, claro está. Nos sucedió a los dos que, en plena meditación, nos abrazamos fuera de nuestros cuerpos, allí, sobre aquel paisaje, en aquel cielo, sí. Y, mientras, podíamos ver a los pájaros vo¬lando bajo nosotros, el agua cayendo y cayendo al gran río de aguas rojas, el gran causal proveniente de las montañas surcando las diferentes tierras.... Y pudimos ver también el mundo desde fuera del mundo, así de pequeño, como una piedrecita de tus jardines, mi rey. Así fue. ¿Cómo pasó? ¿Qué nos sucedió? Apenas lo sé. De verdad, los aquí presentes, que apenas si lo alcanzo a saber. Si lo supiera, os lo diría. De momento sólo tengo conjeturas improbables y, de momento, sólo sé que así pasó. Y sé también que, al abrir los ojos, los dos nos miramos con asombro y que, desde entonces, y en las noches de luna llena sobre todo, él y yo nos sole¬mos comunicar nuestras más intensas emociones con el pensamiento, o algo así, digo yo. Porque cuando él —que ahora tiene tres años más que yo— siente algo emotivo, lo presiento yo también donde quiera que esté; y, según me ha comunicado Toro Sentado, a él también le pasa lo mismo. Ya veis. Ahora mismo sé qué él sufre buenamente, sin rencor siquiera, porque hay unos hombres que, de vez en vez, llegan desde otras tierras y hablan de anexionarse y repartirse las de ese inmenso territorio, las de Toros Sentado y los su¬yos, lo cual es una aberración como todos podemos comprender, ya que las tribus de ese gran jefe que va por los desiertos semidesnudo llevan siglos y más si¬glos viviendo allí y, por lo tanto, pertenecen a esas tie¬rras de antemano. Toro Sentado y los suyos, por si acaso, se han vuelto invisibles de momento para que esos hombres que llegan tan decididos a echarlos no los traten de matar finalmente para así hacerlos desa¬parecer y, así, poderse quedar con todas las riquezas del territorio en el que viven, y del cual esos hombres am¬biciosos quieren apropiarse, para ponerle un nombre y decir a todo el mundo que es suyo.
No saben, no, que los territorios de La Tierra nunca pertenecen a nadie. No, no lo saben. Es el hombre el que pertenece a la tierra donde crece, por eso el hu¬mano siempre se parece a La Naturaleza que lo rodea, siempre pega con su entorno. Pero ellos quieren con¬quistar el planeta y adueñarse de lo que no les perte¬nece, el suelo. Y no saben, no, que el suelo sólo perte¬nece a sí mismo y a lo más alto, el cual le da libertad para crear lo que quiera sobre él. Y, así, medirá lo más alto al suelo: por sus creaciones sobre su superficie. Sólo cuando La Tierra crée un gran hombre, en el que femenino y masculino estén fundidos, un hombre perfecto, un hombre superior en sentimientos, pen¬samientos y actos, sólo entonces el mundo se ilumi¬nará como un sol del universo, como una estrella de las galaxias. Y esto es y será así desde el inicio hasta el final de los tiempos.
Pero sigamos, mi rey, con esa pregunta traidora que, como explicaba, es la que pierde en las primeras fases del gran camino del hombre en el mundo a muchos que, quizá, sí hubieran podido ser capaces de franquear el pri¬mer umbral en otras circunstancias. Maldita, ne¬fasta pregunta, que se convierte en trampa mortal de necesidad —como las que ponen nuestros cazadores a los conejos y a los cervatillos en las lindes del valle y los bosques— y que logra muchas veces, demasiadas, su objetivo de cribar al hombre inferior del que está destinado a tratar de convertirse en hombre superior entre los demás hombres. Recordémosla de nuevo, para nunca olvidarla, para siempre tenerla en cuenta y así poder rehuirla, rechazarla, tratarla como se merece por sus espantosos efectos sobre el corazón del hom¬bre: "¿Seguiré siendo yo en el más allá?". ¿Tiene esta pregunta, oh, los aquí presentes, respuesta material? No, no la tiene. Esa duda no tiene aclaración por parte del hombre en el mundo de la materia. Porque, ¿cómo va a conocer el simple humano algo que, siempre y en todo caso, pertenece al saber de lo más alto? Sin em¬bargo, para nuestra sorpresa, rey, el gran sabio interior de cada hombre sí la tiene, en cambio; él sí tiene una respuesta desde su vivienda en el alma del hombre. El gran sabio interior se la dice a quien deje que él se ma¬nifieste desde el corazón, a quien disponga su cuerpo y su mente para que él nazca en el corazón y crezca y luego hable. Ese gran sabio crecido en un hombre le hará saber que, quien muere, seguirá siendo aquello, y nada más que aquello, que haya querido seguir siendo. Porque quien llega al "más allá", al umbral de lo más alto, se da cuenta —en el secreto más bonito de los que pueden desvelarse para guiar a los hombres que quie¬ran ser grandes aspirantes— de algo muy importante. Algo inesperado. Algo que primero lo aterrará, luego lo asombrará y, finalmente, lo aceptará tal como es, si pasa todas las pruebas, por supuesto, si rinde su perso¬nalidad, si su vida es por entero lo que tenía que ser, si su muerte ha sido digna de un ser superior, si no ha faltado a las normas del Perfecto Iniciado, si ha sido capaz de vivir sin temor, si jamás ha dejado de ser él o si ha tratado de serlo todo el tiempo pese a las circuns¬tancias más o menos favorables en las que, en La Tierra, vivió...¿De qué se da cuenta el así muerto? Pues, ni más ni menos, de que él... es él. De que lo más alto... es él. De que él mismo contenía a lo más alto en sí mismo y de que, por lo tanto, nunca dejó en el mundo terrestre de ser quien es en re¬alidad. Porque ni aún siendo hombre se deja de ser lo más alto a la vez, ya que se lo posee en el interior como chispa, como gran sabio, como voz de la conciencia, como intui¬ción... Y todo ello en estado de letargo hasta que el hombre lo despierte en sí mismo y recuerde quién es más allá de su apariencia humana: Un reflejo de lo más alto proyectado sobre el mundo creado; sobre La Tierra, que es también, a su vez, reflejo de un latente y futuro mundo superior.
¿Y no creéis los que me oís que es más fácil pen¬sar así, pensar que el hombre es lo más alto mismo, que pen¬sar que el hombre y lo superior sean dos cosas dife¬ren¬tes, o sean, tal vez, como un padre y un hijo mal ave¬nidos? Es esto lo que están llegando a proponer algu¬nos grupos de hombres —que aprovechan la actual manga ancha por parte de palacio en cosas religiosas para montar una mezcolanza de pensamientos abrup¬tos que, más que aclarar, lo confunden todo— y, tam¬bién, algunas religiones, las cuales no saben represen¬tar siquiera, ni de lejos, la sombra de la sombra de lo que deberían representar aquí en la tierra y en realidad. Cuando las enseñanzas en que se basan esas religiones sur¬gieron por primera vez de labios de los maestros que, desde siempre, las depositan una y otra vez —cí¬clicamente— sobre las mentes de los habitantes de La Tierra, cuando lo hicieron, ya digo, en la primigenia antigüedad, la de los continentes hoy hundidos en el agua, no fue, no, para convertir esa gran enseñanza en palabra que pidiera el miedo de los hombres hacia lo más alto, el miedo, el sufrimiento o la sumisión hacia lo indudablemente superior. Nada de eso. El gran mensaje de todo texto sagrado verdadero es un men¬saje alegre, claro, profundo. O así debería serlo, porque así quiere transmitirse al hombre desde lo más alto, por mucho en que nos cueste comprenderlo. El men¬saje que lo de más arriba transmite mediante sus libros sagrados es siempre un mensaje que informa del modo más bello de que puede darse una gran fiesta en La Naturaleza si el hombre así lo quiere. ¿Qué fiesta es ésa? Pues ni más ni menos, mi rey, sabios, Anaíria, que la boda eterna entre lo más alto y el hombre, el baile celestial entre lo humano y lo superior, el sen¬sual cortejo entre ella, la fuerza, y él, el gran sabio que todos llevamos dentro de modo latente, a la espera de que le dejemos vivir en nuestro corazón.. ¿Ha de ser esto triste? ¿No se trata, como vemos, de un romance maravilloso? ¿Tenemos que actuar de padres que pro¬híben a su hija salir con el príncipe porque tiene fama de que se va con todas? ¿No será mejor dejar que los amantes se amen, como así debe ser, y ser complacidos espectadores hasta el día final? No, no, amigos aquí presentes, y amiga, la historia de amor entre lo más alto y el ser humano no es un acto humillante. De ninguna manera. Es y ha de ser un acto solaz. Pero los humanos —siempre con nuestras sutilezas— nos es¬tamos empecinando en tomar aquellas palabras infini¬tas de esos grandes sabios del ayer, y desvirtuarlas hasta convertirlas en tontadas sublimes desde los púl¬pitos. ¿Os habéis dado cuenta de que llegan a decir nuestros estudiosos de las sagradas escrituras que hay que tener miedo de lo más alto? ¿Os habéis apercibido de que tratan de convencernos de que lo más alto premia, y hasta castiga, a unos y otros, estableciendo di¬ferencias entre los humanos, según se le hayan some¬tido en vida o no lo hayan hecho? Y no digamos nada de cuando afirman que lo superior tiene dispuesto un averno, un infierno en llamas permanentes y terribles, para aquel que ose contradecirle en La Tierra... Más bien, lo superior llega a parecer un jefe cualquiera de nuestras tropas, uno de esos brutos capaces de cortar cien cabezas en un día cuando llega el momento de ejecutar a los enemigos apresados en el transcurso de la batalla y, hacerlo, para infundir más que miedo, pa¬vor, a los suyos y a los otros, y para mantener su puesto en el ejército...¿Verdad que lo más alto más bien parece uno de estos jefes salvajes, tal y como nos lo pintan, que un rey del cosmos justo y lleno de amor hacia la gente de su reino? Y es que esos hombres que se visten de negro y que dan en decir que ellos son re¬presentantes de lo blanco aquí en La Tierra, ni siquiera conocen muchas veces el fundamento de lo que repre¬senta en realidad el color de su vestimenta negra, que es precisamente el opuesto a una vestimenta blanca. El negro significa —o debiera significar— que se renuncia a la luz de la materia —que es casi nula en compara¬ción a la luz más alta— y que uno absorbe los siete co¬lores de la creación, los siete rayos en los que la luz se divide al manifestarse en esta vida, de tal modo que ofrece la imagen de todos los colores fusionados en su corazón, que es ese negro absoluto para quien así qui¬siera buscar interna, y correctamente, la luz de su gran sabio interior. Y es eso lo que significa el negro de esa casta de sacerdotes, la mayoría de los cuales, mi rey, más parece que se hayan metido a sacerdotes por miedo a la vida y al amor que por amor a lo de más arriba. Y van y ellos creen que su vestir totalmente de negro es un signo exterior de su total aparente renun¬cia a la vida en las grandes aldeas, a la vida mundana e íntima con parejas opuestas, y por eso se visten así. Y no, Akamón, no; no te dejes embaucar por quienes, en realidad, están embaucándose a sí mismos todo el tiempo, en algunos casos y, quizá, hasta sin saberlo a causa de su falta de inteligencia o a causa de una de¬masiada bondad malentendida. Porque no es una re¬nuncia a la sociedad lo que ha de llegar a hacerse. No. Para el que lo quisiera así, está escrito en La Ley que tiene que renunciar, sí, mi rey. Pero no precisamente a la vida de cada día con sus alegrías y problemas, no, qué va, sino todo lo contrario: a sí mismo como per¬sonalidad. Y, esto, ya se habite en una gran aldea o ya sea en el más pequeño de los poblados que se hallan en los extensos valles del fértil noroeste de tu reino. Por cierto, ¿los conoces? Deberías de hacerlo, Akamón; contemplarlos, simplemente estar ante ellos — como si contemplando el azul del mar— calma el corazón y descansa de paso al gran sabio que se esconde en una gruta profunda de nuestro interior. No lo olvides nunca. Contemplar el mar o el campo, rey, es el mejor remedio para curar el mal de vivir cuando aún no se ha conocido ni comprendido la gran verdad sobre lo que consiste realmente el existir en este mundo físico, en la Tierra.

Y ahora, Akamón, déjame contarte la historia que an¬tes te he prometido, y ya en dos ocasiones. Seguro que tú no la conoces aún porque sucedió hace innumerables mile¬nios en un reino muy bárbaro, pero que muy bárbaro, mi señor. Existía allí un joven rey que, durante una primavera, llegó al trono antes de lo que esperaba que le iba a corresponder, de tal manera que la ceremonia de entronización le cogió por sorpresa y, además, justo después de que su padre, el emperador de todas las tri¬bus del territorio, fuera muerto en un duelo con el gran jefe bárbaro que le quitó a su decimoséptima es¬posa, Belinda. El joven rey de cabellos de oro y ojos azules celestes, de boca grande y alto, tal delgado como una rama de trigo, pero tan fuerte desde sus miembros largos como un guerrero oriental entrenado en las grandes artes marciales, que tenía diecisiete años, fue coronado con oro sin apenas tallar y con joyas brillan¬tes también en torno a su cabeza, preciosas piedras de todos los colores y transparencias. Y le fue entregada la gran espada de su padre ante sus guerreros más valien¬tes para que condujera de nuevo a la victoria a las se¬dientas tropas del reino, sedientas de sangre, sedientas de más batallas y de más conquistas, más y mejores, para obtener más botines inmensos que pudieran re¬partirse de nuevo entre todos, a dentelladas si fuera necesario, como lo hacían siempre después de las te¬rribles y cruentas batallas que libraban con lanzas grue¬sas, espadas sin apenas afilar, palos enormes y barras de metal con las que apaleaban horriblemente a todo aquel que se les pusiera enfrente, impidiéndoles así vencer. Porque para aquellos guerreros ante aquel rey presentes, en la vida se trataba de vencer o morir. No había más.
El joven rey miró la espada cuando se hallaba frente al ritual de su propia coronación, allí, ante todos los bár¬baros más bárbaros que se hayan dado en La Tierra y pensó con gravedad interna: "Yo no puedo matar. Lo sé. ¿Qué voy a hacer, qué voy a decir? Me han coro¬nado rey, y yo ya no quiero matar. ¿Qué haré? No puedo ni quiero conquistar más. No puedo ni quiero anexionar más tierras, ni siquiera sé si todavía quiero continuar poseyendo las que tengo. no sé siquiera si quiero ser rey. Lo que sí sé de mí es que quiero saber quién soy en realidad, que hago yo, qué hacemos todos en este mundo, en estos territorios que tienen un sol y una luna, que tienen un hombre por cada mujer y que tienen un cielo para cada mar. ¿Qué hago yo aquí, que hacemos todos aquí? Es esto lo que me interesa, lo único que me interesa, y, también, el amor de Graciela, la hija del mago, la que se viste con yerbas verdes en¬tretejidas entre sí por ella misma, en vez de con pieles de animales muertos, la que se pone flores en el cabe¬llo en vez de sangre de las presas caídas en las trampas para ser devoradas crudas por nuestros hombres, la que me mira cuando me ve con una sonrisa especial, que no es abierta ni cerrada, sino todo lo contrario, pa¬recida a la sonrisa de la mañana cuando se levanta a lo lejos desde el fondo del mar después de la noche. Lo que yo quiero conocer es los secretos que se esconden tras la sonrisa de Graciela, también eso es lo que quiero, y no matar, no luchar, no anexionar. Quiero vivir. Quiero ser".

Así, así estaba pensando el joven rey de aquel pueblo bárbaro entre los más bárbaros, cuando se le acercó un anciano de entre los que se disponían siempre al fondo de su tienda hecha de las pieles de sus enemigos corta¬das a tiras por sus guerreros, viejos que eran, todos ellos sin excepción, héroes de mil salvajes batallas en el pasado, y por eso venerados por todos una vez en¬vejecidos y a punto de morir. ocurría que algunos de ellos nunca hablaban, nunca gruñían, nunca escupían siquiera en las reuniones de antes de cada batalla. Estaban allí mudos, y miraban a todos con seriedad inmensa. Algunos de entre ellos, sin embargo, aún co¬gía su espada gigantesca cuando los enemigos llegaban a traición y atacaban de noche las tiendas apareciendo por sorpresa, y aún eran capaces de alzar con fuerza sus brazos poderosos para, como en otros tiempos, cortar docenas de cabezas y así de nuevo vencer.
Pero, mi rey, sabios, Anaíria, el que se levantó y se vino hacia él joven rey era, sí, uno de aquellos ancia¬nos venerables, pero el más extraño en verdad. Algunos decían que hasta resucitó durante el trans¬curso de una horrible y cruel batalla, tras ser muerto por un palo clavado en el corazón, y que lo hizo sólo para matar salvajemente a quien lo mató. Luego —se contaba entre los guerreros— continuó viviendo por su propio afán de vencer sin cesar. Pero el joven rey sabía que, después de matar y matar, después de acu¬mular incluso tres mil ciento cincuenta cabezas de enemigos de otras tierras, y de haberlas enterrado en la tierra convertidas en polvillo, decidió abandonar un buen día la tribu sin despedirse de nadie. Sí, lo decidió a la edad de treinta y tres años, después de haber lu¬chado en los frente desde los dieciséis. Era invierno, un crudo invierno, y todos pensaron que aquel gue¬rrero bárbaro entre los bárbaros, aunque fuerte y grande como un oso, moriría en el hielo, que iría su¬biendo por su rudo cuerpo de bestia —como tal se movía al caminar, incluso— hasta alcanzar su cuello y estrujarlo como lo haría una serpiente gigante, de las que habían matado y comido muchas veces al cruzar las selvas del sur del mundo, donde mataron a mucha gente para luego comerla. El guerrero aquel se fue y no volvió hasta muchos años después, cuando ya se había convertido, sorprendentemente para todos aquellos bárbaros, en un anciano de más de cien años. Nadie en aquella tribu salvaje y guerrera pasaba nunca de la edad de los cincuenta, salvo los ancianos convertidos en héroes, que llegaban y traspasaban los setenta por su fuerza, mil veces demostradas en las batallas y en las guerras y por su resistencia poderosa frente a la peste y al cólera, enfermedades muy sufridas que los diezmaba sin cesar. Nadie, por supuesto, era ya el mismo en la que había sido su tribu salvaje. Fueron los hijos de los de entonces, los más ancianos de entre ellos, los que lo reconocieron cuando reapareció surgiendo de repente por entre los bosques: "Sí, él es el que se fue solo hacia las montañas en el remoto pasado sin despedirse de nadie. Lo nombraremos el mayor de los ancianos gue¬rreros y tal vez tenga algo que decirnos alguna vez, ya que parece que ha perdido el habla".
Desde entonces el viejo Oso Blanco de la tribu, como así lo llamaban, nunca, pero nunca, había hablado. Nunca había dicho nada. Nada, pero nada de nada. Fue recibido con estupor cuando fue reconocido y se le hizo así su sitio, como antiguo guerrero, tanto en las asamblea de antes como las de después de las matan¬zas. Pero, aún así, se mostraba mudo siempre y para siempre. Ahora, sin embargo, se acercaba al joven rey bárbaro. ¿Iba a hablar? ¿Iba a pedir batallas? ¿Iba a gru¬ñir acaso para protestar por aquella coronación? ¿Qué iba a hacer el antiguo hombre que caminaba como un oso y que ahora se había convertido en Gran Oso Blanco?
Nadie lo sabía, pero todos se mantuvieron expectan¬tes. El viejo, que ya tenía el pelo de todo su cuerpo blanco, pareciendo un animal iluminado, cruzó toda la tienda de campaña, se hizo un hueco entre todos ante el joven rey de los bárbaros y, con el cabello más puro que la nieve, con su mirada más gris que la nie¬bla, empleando gritos vociferantes y repletos de fuerza, casi sin detenerse a respirar y delante de todos, le dijo:

"¡¡Míra lo que haces, rey, antes de coger esa espada. Examina lo que sientes y lo que deseas. Y haz sólo lo que sientas y lo que desees!! ¡¡Siente, rey, desea!!" Y aquel último grito fue más potente que una orden humana en el campo de batalla. Fue más preciso. Mucho más conciso y concreto que el grito del hombre que va a morir después de haber sido atravesado de parte a parte en su corazón por una saeta magistral¬mente disparada desde treinta pasos de distancia. Aquel grito fue voz rotunda, vibración poderosa y concentrada en tres sonidos perfectos. ¡¡Siente, rey, de¬sea!!... Los cascos y los escudos rudimentarios de los bárbaros más salvajes que La Tierra haya albergado en su infinito deambular por el espacio vibra¬ron,temblaron, tremolaron
ante aquel alarde inesperado de Oso Blanco, el cual se quedó mirando al rey tan fijamente como cuando aún nosotros miramos hacia el cielo para no perdernos los cíclicos pareamientos entre el sol y la luna, esos eclip¬ses que demuestran que todo confluye en un solo punto alguna vez, que todo se funde en alguna oca¬sión y que, cuando eso sucede, la realidad física se apaga inmediatamente. Pero Oso Blanco, rey, rugió una cosa más a continuación, cuando todos en la tienda del rey ya habían vuelto hacia él sus greñas y sus cuerpos andrajosos y repletos de músculos más duros que las piedras. Oso Blanco se revolvió sobre sí mismo, como si fuera a proferir un bramido que du¬rase toda la eternidad desde su amplísimo pecho de antiguo héroe guerrero vencedor de centenares de ba¬tallas, levantó la cabeza al cielo y, con los ojos inunda¬dos de sangre, consiguió finalmente gritar: —¡¡Rey!! ¡¡¡Dejémos de ser animales!!! Y lo consiguió. Era esa frase la que quería decir aquel animal humano, aquella fuerza tremenda de La Naturaleza, llamada Oso Blanco, el que nunca había hablado desde su regreso de las montañas de nieve. El que ya no guerreaba y se quedaba quieto en medio de las guerras con agua sa¬liéndole de los ojos, como si estuviera enfermo por al¬gún mal que se desarrolló en él en las más altas cum¬bres.

Y el joven rey, guiado por su primera intuición per¬fecta, guiado por sus voces internas, guiado por pri¬mera vez por su gran sabio interior —que era el que le hacía pensar como estaba pensando cuando fue coro¬nado momentos antes—, guiado por sí mismo final¬mente en su primer destello de lucidez humana, se levantó muy erguido, con su columna vertebral com¬pletamente recta desde la coronilla hasta su base entre las piernas, calmó al animal que llevaba dentro de sí y lo sintió. Sintió entonces la fuerza de La Naturaleza poseyéndolo desde dentro y desde fuera; sintió las vi¬braciones cósmicas destinadas al ser viviente que se entrega a la vida y la asume en sí; sintió a lo más alto, por primera vez, en su interior. Sí.
Y todos los pensamientos del joven rey se fundieron entonces en su mente en un solo sentimiento. Era el primer sentimiento que se producía en aquella tribu. Y aquel pensamiento convertido en sentimiento generó la voluntad de ser quien él deseaba ser desde su inte¬rior. Fue el nacimiento de la voluntad del hombre. Así nació. Así, mi rey. A causa del grito de Oso Blanco a su rey. Aquel primer grito coherente proferido antes por ningún bárbaro salvaje.
Y el joven rey se levantó y gritó ante todos con voz de trueno: "¡¡Guerreros: se acabó luchar!!. Pero hubo, sí, muchas gargantas terribles y despavoridas que replica¬ron al rey gritando desordenadamente:"¡¿Y ahora qué haremos si no luchamos ni matamos?! ¡¡No eres un buen rey!!" Y el joven monarca les respondió de in¬mediato con una orden: ¡"Sentáos ahora mismo, mis guerreros, alrededor de vuestros enseres y descansad sobre la tierra vuestras armas y vuestros palos! ¡Y pen¬sad¡ ¡Y sentid!. ¡Yo os lo ordeno!". Y, entonces, ellos, con miedo por primera vez en sus vidas de salvajes guerreros bárbaros, le preguntaron: ¿Pero cómo se piensa, pero cómo se siente?" Y el joven rey les res¬pondió de modo tajante, pero noble: "Siendo como sois en realidad y dejando de ser como creéis que sois. Id, haced lo que os digo. Y no os levantéis, mis hom¬bres valientes, hasta que hayáis pensado, hasta que ha¬yáis sentido".

Y a partir del momento en el que los guerreros bárba¬ros se sentaron por vez primera para ponerse a sentir y a pensar verdaderamente, a ser ellos mismos de ver¬dad, consiguieron ser quienes interiormente eran en realidad: Un reflejo de lo más alto. No ya animales, sino humanos. No ya seres dotados de inteligencia que no usaban, sino seres dotados de inteligencia conti¬nuamente usada.
El joven rey, el hijo del gran bárbaro, el que tomó la primera decisión, el que fue capaz de ir contra la co¬rriente general, casó finalmente con Graciela, la hija del mago, la cual le dio dos hijos andróginos, una mu¬jer que también era como un hombre, y un hombre que también era como una mujer por dentro. había creado una raza nueva, debido a que amaba a Graciela con el corazón y debido a que era amado por ella con el alma. Y, quienes así se aman, noble rey, no saben el te¬soro que tienen en su vida en La Tierra. No, no lo sa¬ben bien. Porque amar equivale a encontrar ante uno a lo más alto. Para quien lo sepa ver, está claro.

Y, en una sola generación de hombres pensantes y sintientes, aquella tribu de bárbaros redimidos por el bien pensar y el buen sentir construyó una gran aldea en la que predominaba la armonía y un ya cierto deste¬llo de la estética. Las calles de aquella gran aldea fueron amables y alegres en su ambiente general; las vesti¬mentas, de telas naturales; la comida, serena, basada en los cultivos; la bondad, algo normal y natural entre ellos; y la meditación conjunta, el gran yoga de los dio¬ses, las palabras tranquilas, ciencias incipientes que surgían con naturalidad de las sabias enseñanzas de sus viejos, los cuales nunca antes fueron ya guerreros como sus antepasados, los que conocieron al joven rey que se negó a ser víctima de su destino como rey bár¬baro. Y, al rebelarse, se encontró a sí mismo y creó a su alrededor el mundo que soñaba.

Lo más alto se había puesto a vivir entre ellos, entre los antiguos guerreros bárbaros, y fue así como entre todos crearon en aquel territorio de La Tierra un lugar de gran paz, de gran felicidad.

Un lugar de amor en lo que antes era un lugar de bar¬barie.

¿No lo creéis? ¿No, mis amigos, rey, sabios, Anaíria? Pues así sucedió en realidad. Con deciros que nosotros descendemos de una rama de esos bárbaros... Luego, a los descendientes de aquéllos, les pasó que crearon una enorme civilización con el paso de los siglos, una civi¬lización que abarcaba todo el planeta, y que estaba unida entre sí por poderosas ramas de mensajeros tec¬nificados. Esa civilización se puso a amar más la mate¬ria, sus propios bienes creados por ella misma, que a lo superior de más arriba, a la fuerza usada por Oso Blanco. Veneraron las posesiones con tanto afán que había gente que se moría y dejaba en herencia lo suyo a los suyos, para que éstos acumulasen más y más sin ce¬sar, pasando la vida entera acumulando y acumulando sin cesar. La adoraron tanto, mi rey, que los descen¬dientes de los descendientes de aquellos primeros bár¬baros, ¿los recuerdas, los que iniciaron esta historia real?, cayeron en desgracia frente a lo superior. ¿Por qué causa? ¿Se enfadó lo de más arriba con ellos? No, no fue precisamente así, sino que la propia libertad del hombre en La Tierra, su propio libre albedrío, lo trai¬cionó. Porque por mucho más alto que exista, lo más bajo es libre. Esto, en el mundo de lo oculto, es así siempre. Lo de más arriba no interfiere en la vida de más abajo. El animal, en su devenir interior, puede, en efecto, llegar a convertirse en un hombre —que le está inmediatamente superior en la escala de la evolución terrestre—, asimismo el hombre puede convertirse en lo más alto a él, un ángel, pongamos por caso, y el án¬gel en un arcángel y, si así siguiéramos, el arcángel en un serafín y, después, el serafín en el mismísimo gran infinito, el que va hacia el todo sin cesar. Pero, en nin¬guno de estos casos si así fueran, mi rey, absoluta¬mente ningún un grado superior puede interferir so¬bre la libertad de evolución interna del grado inferior a él. De esta manera, el ángel de nuestro caso no podría interferir en la libertad del hombre, y, por la misma deducción, el infinito o, mejor, El Todo, no podría in¬terferir siquiera en la libertad de uno de los Serafines guardianes de sus tesoros, inmediatamente a su lado.
Lo que es lo mismo, lo de más arriba al hombre, lo más alto, no puede salvar al hombre, no puede ayu¬darlo a crecer y dejar de ser animal para ser cada vez más y más angelical. ¿Cómo es esto posible? Imitando lo angelical, tras convenir todo el mundo en La Tierra que, cuanto menos, es infinitamente mejor que lo humano y no digamos ya de lo llanamente animal.
Y no hay vuelta de hoja, no, rey. Así es y será.

Pues bien; ni siquiera lo superior pudo impedir que lo inferior, en aquella gran sociedad planetaria creada por los descendientes de los bárbaros aquéllos, se destru¬jera a sí mismo. La técnica sofisticada que aquel ser creó, el dominio mortal de la materia, sus pensamien¬tos lujuriosos y partidistas, sus personalidades ensal¬zadas como superiores a nada, lo llevaron finalmente al desastre. Hubo un hambre total, hubo sequías y re¬vueltas, hubo motines en las cárceles, hubo fuego en las grandes aldeas y muertes por envenenamiento y, finalmente, hubo un gran desastre llamado nuclear por ellos y luego un terrible enfrentamiento entre las razas diferentes, tal como detalla la historia de los bár¬baros, que todos los sabios aquí presenten conocen bien. Y se fue todo al fondo del mar, engullido por La naturaleza, hasta de soportar aquellos continuos des¬manes de los descendientes de los bárbaros.
De ellos, de ellos descendemos, a nuestra vez, noso¬tros, mi rey. Siento decíroslo, pero todos los aquí pre¬sentes, todos los de esta gran aldea y todos los del mundo descienden de aquellos bárbaros que aprendie¬ron algo divino por boca y grito de Oso Blanco y crecie¬ron, dejando atrás lo animal, y construyeron enormes aldeas, que luego se unieron entre sí en diferentes co¬munidades, y cada vez más diferentes comunidades e ideologías, hasta que fue un lío entenderse entre ellas y comenzaron a luchar, pero estas vez dominando los núcleos secretos de la materia, ésos que contienen en sí, cada uno de ellos, una creación infinita, si son ma¬nipulados por lo superior, y una destrucción terrorí¬fica, si lo son por el hombre, tal como ellos se demos¬traron finalmente a sí mismos cuando el conflicto en¬tre las razas desató una violencia espantosa entre todas las grandes aldeas, erigidas todas ya en miles y miles de reinos diferentes sobre la misma Tierra.
De ellos, de ellos descendemos, mi rey.
Y no olvidemos, mi rey, que ahora y ya nos encon¬tramos en el año quincuagésimo de la tercera etapa (antes de ti, ya que nuestro calendario se inicia con cada siete cambios de rey) y, a estas alturas, el lenguaje sobre lo trascendente, sobre lo que más importa al hombre en definitiva, tiene que ser muy claro, directo y conciso, con tal de ser bien comprendido. No vaya¬mos a cometer el error de liarlo todo otra vez.
Por lo anterior, seré claro, Akamón: Lo mismo que le dijo Oso Blanco al rey bárbaro en el día de su corona¬ción, lo mismo, Akamón, exactamente lo mismo, te lo digo yo a ti, pero en otras palabras más acordes, pon¬gamos por caso, con nuestros jóvenes guerreros. Todo el mundo debería entenderlo, dicho de esta manera precisa: "Sé tú".
Este es un gran secreto. Lo desvelarán y expondrán muchos en el futuro, lo sublimarán los poetas, lo pro¬fundizarán los filósofos menos materiales, lo constata¬rán aquellos que lleguen a sentir dentro de sí la gran fuerza... Pero, ¿Sabéis, Anaíria, nobles sabios y joven rey?, increíblemente, aún así, aún con tantas voces desvelando en alto de todos los modos posibles me¬diante los humanos, nadie será él mismo. ¿Por qué? Porque ese ser "uno mismo" es mucho más que lo que se puede llegar a pensar al principio. Un joven podría decir: "Este gran sabio es un impostor. Me dice que me va a dar el secreto para ser un buen hombre, un buen rey y un buen humano y lo que me viene a decir, ya por el final, es que yo sea... yo mismo. Impostor, más que impostor de sabio. A este viejo tendrían que lapi¬darlo, como hacían nuestros abuelos con sus ladrones y farsantes". Pero ese joven cometerá el error que se comete con más frecuencia durante la juventud, que es el de la precipitación, el que no sólo aparta de cual¬quier camino mágico hacia lo más alto ya de ante¬mano, no sólo anula tal posibilidad ya de por sí mismo, sino que además, esa precipitación en la que los más jóvenes se regodean sin hacer nada por evi¬tarla y erradicarla de sus vidas, los conduce a llegar precipitadamente, o sea, nunca en el momento justo, tanto a lo interno como a lo externo. Un caos lo de los jóvenes, vamos. Porque yo os digo a los aquí presentes que una juventud realmente fuerte internamente se¬ría imparable en el mundo. Una juventud clara y pura, con sus sabios interiores despiertos en ellos, y con sus magas internas despiertas en ellas, transforma¬ría el planeta en menos de tres veces siete años

Pero vayamos ya a lo que más importa, mi rey. "Ser uno quien uno es" no significa que el hombre pase a ser "un otro" que hubiera estado escondido ahí, en su interior, no. Significa, atención, mi rey, ni más ni me¬nos que se ha de ser efectivamente quien uno es en re¬alidad, y nada más que ser quien uno es en realidad, durante la estancia de cualquiera en este mundo.
Y quien logra, Akamón, ser quien él es en su interior pasa a la esfera de lo más alto y se funde con lo supe¬rior entonces, con quién rige ese más arriba del más arriba. Y habiéndose convertido ambos —el hombre que es él y lo más alto— en un uno, en un dos igual a uno, es como se cumple el retorno de lo alto hacia lo bajo. Pero no nunca antes de que el hombre (lo bajo) acepte de antemano el retorno de lo superior (lo alto) a sí. Y, al cumplirse este encuentro, el que así llega entra de lleno en lo eterno, trasciende su realidad y encuen¬tra el reino de aquel cuyo reino está más arriba y mu¬cho más que nada y que nadie. Y lo encuentra aquí, en este mundo. Por supuesto, quien eso halla en este mundo se sorprende mucho primero, mi rey, como te comenté antes en alguna de éstas, nuestras reuniones; se sorprende, sí, pero luego, poco a poco o rápido, se¬gún sus cualidades, se entrega. Se entrega como lo ha¬ría un ser libre inferior a una forma superior. Así se ha de entregar el hombre a lo que está más arriba, ya que, como hemos dicho, lo de arriba no puede interferir en lo de abajo. No, no puede. ¿Podría un hombre con¬vencer a un noble perro de que se convierta en hom¬bre, si transformarse le fuera posible al animal (que quizá lo sería si su raza aprendiera a pensar)? No, no sería posible. El perro temería el hecho de convertirse en hombre y dejar de ser perro. Por eso quizá sus reac¬ciones serían violentas o, tal vez, conducidas por el pánico. Lo único que ha conocido hasta entonces es su estado de perro, ?pasará voluntariamente, mi rey, a ser hombre? ¿No tendrá auténtico miedo a dejar de ser perro, que es lo que ha conocido hasta entonces? Pues, de la misma manera, lo superior al hombre no puede —ni debe— interferir en el ser humano. En la misma proporción que le sucedería a ese hombre que tratase de convencer a su can de que desarrollara cada vez más cualidades humanas, con el fin de que los de su raza dejaran de ser animales. Por eso el hombre ha de dirigirse él el primero hacia lo más alto, él el primero, antes de que lo más alto venga a por él. Está escrito, como veis en la lógica más racional, como acabo de tra¬tarte de demostrar, mi rey.. Es así y será así siempre. Es Ley superior, como ves. Razón Universal.
La cosa no acaba ahí, sabios, Akamón, Anaíria: porque es al entregarse el hombre a lo más alto por propia de¬cisión, cuando cumple el acto del más perfecto amor. ¿No es importante esto? Examínalo, Akamón, examí¬nalo: ¿qué amor puede haber más grande que el amor de quien se entrega a algo superior en nombre del amor universal? No, no puede haberlo. No hay, no, amor más grande que el de quien se entrega a los dio¬ses, a lo que es más alto que él, que ella. Por eso se dejó lapidar aquel pastor, ¿te acuerdas?... Cristóforo se lla¬maba, el que se pasaba meses y hasta años en los pastos más lejanos con sus ovejas y sus corderos; el que un día apareció diciendo que Dios era amor y que venía a decírselo a todos los hombres y el que las salvajes tri¬bus que había por allí en aquel momento apresaron, dieron de latigazos y de todo, con tal de que recono¬ciera que estaba loco y que Dios no era amor como él decía, sino alguien mucho más serio que una divini¬dad amorosa. Pues lo lapidaron terriblemente, entre un asesino y un ladrón y violador de pequeños, ante las tribus de la región, y todo por decir que él soplo creía en el dios del amor y que todos los seres del mundo teníamos que amarnos entre nosotros, en esta Tierra, si queríamos que ese dios lleno de amor nos viniese a buscar al morir. Ya ves. Por decir esto lo lapi¬daron terriblemente. Nunca olvidaré sus últimos gri¬tos antes de morir, mi rey. ¿Sabes cuáles fueron? Bueno, tú no habías nacido y esta historia no te suena, porque los viejos no quieren recordarla y son los que las vivieron, pero fueron éstas que yo te digo: "Os per¬dono, tribus, os perdono. Adiós, hermanos, adiós. Siento haberos molestado con mis ideas y mis senti¬mientos. Pero si vosotros supierais que Dios es amor, iríais a sentir amor cuanto antes..." Y así murió Cristósforo, ya ves, mi rey.
Esto te hace ver que sólo quien concibe que puede es¬tar siendo amado desde lo invisible superior, atraerá finalmente ese amor superior hacia sí. Sólo ése, y sólo ése. No lo olvides, Akamón. Sólo ése, el que concibe que amar la vida es amar la muerte y amar a lo más alto que crea la vida del hombre para su disfrute hu¬mano en este mundo inferior, sólo ése, sabe amar. Porque ese sabe que amar es algo tan desinteresado que, más que coger, da. Por eso da su amor a todo lo que ve. Pero no da ese amor de una forma ñoña, pon¬gamos como caso explicativo a ese número reducido de jovencitas tan bellas que van por las calles de tu reino diciéndole "yo te amo, yo te amo" al primer ru¬fián que pase, no —jovencitas más engañadas, por una malinterpretada iniciación menor, y más bieninten¬cionadas que otra cosa— Se trata de un amor digno, soberano de sí mismo, asumido y natural. Amor del que sabe recibir y del que sabe dar. Amor del que no pide nada a cambio nunca, sin embargo, al amar. Un amor del que da amor digno a su alrededor porque sabe que sólo así recibirá un día el amor de lo superior. Y da amor y, lo recibe, sin jactancia. Al recibirlo así, crece. Al crecer, siente y vive de otra forma. Al sentir y vivir de otra forma, ve el mundo de otro modo a su alrededor. Y al comenzar a ver el mundo de otro modo, intuye y percibe claramente que la realidad no era lo que le habían contado o lo que había creído, sino una muy otra y muy diferente, mi rey: una cuya fina¬lidad, tal como vengo diciendo aquí de diversas for¬mas en estos días en tu palacio, rey, es el encuentro to¬tal del hombre con su sabio interior. Una realidad ver¬dadera, cuya finalidad comienza a responder a tu pre¬gunta sobre cómo ser un buen hombre en el mundo y un buen rey de tu reino. ¿Sabes, entonces, cómo, Akamón? ¿No lo sabes ya? Dedúcelo ahora mismo: Llamando a tu sabio interior —¿no lo ves claro?— abriéndole las puertas de tu corazón, escuchándole e imitándole hasta convertirte en un sabio como él, pero en el exterior; hasta convertirte en un hombre nuevo.

Y en ese llamar al gran sabio interno, abrirle las puer¬tas del corazón y escucharle entonces para tratar de imitarle hasta llegar a ser tan sabio como él, en ese ha¬cer eso con humildad y con amor, se esconde el secreto de ser tú mismo.

Sé tú. Sí, sé tú... luego él, tu sabio interior. Eso es lo que se quiere desvelar cuando se entrega el secreto en¬cerrado en las palabras "sé tú mismo".

Y esta es la respuesta, mi buen rey. Esta es la única y verdadera respuesta a tu pregunta tan importante. Tómala, ténla, ahí la tienes, hazla tuya, poséela, ensé¬ñala si así lo decides. Lo que quieras haz con ella, sí, lo que quieras. Pero nunca la olvides.
Sé tu sabio interior aquí en La Tierra y así te encontra¬rás y te conocerás allí en Los Cielos.

Tras pronunciar lentamente sus últimas palabras, el gran sabio se desplomó sobre el suelo como si fuera un peso muerto. Todos fueron hacia él muy asustados para levantarle, para ver si se había roto algo, para ver si no se había matado por el golpe en su cabeza, pero el gran sabio, mirándolos a todos desde el suelo de marfil con una gran tranquilidad en su rostro, les dijo: "Iros, amigos, sabios, rey, dulce y bellísima Anaíria. Iros" —y luego añadió con ternura y los párpados semicerrados: —Yo quiero quedarme aquí, amigos. Así. Dormir sobre esta alfombra oriental. Y aquí dormiré —les dijo a to¬dos finalmente—... en esta larga noche, cerca de las es¬trellas. Aquí quiero dormirme.
—Pero recuerda, gran sabio, que aún queda una úl¬tima reunión con el rey —le avisó uno de los ancia¬nos, el más vivo de mirada— Quizá te sea bueno dormir sobre un lecho de plumas y en una cámara sin ventanas al exterior, como aquí. El frío de la noche, la brisa del amanecer, el hielo del suelo de mármol vivo, todo eso te puede sentar mal, pero que muy mal, nobi¬lísimo anciano. Por favor, medita esta decisión tuya, gran sabio. Nadie aquí quiere dejarte ahí, en ese suelo tal duro, aquí, en el palacio del rey. No podríamos dormir en paz.
—Pues tendréis que dormir en paz o sin ella —dijo el viejo fingiéndose algo enfadado— Yo voy a quedarme aquí. Y no os preocupéis: Estaré despierto y bien despierto en esa séptima reunión con nuestro rey, al que sí quiero decir algo después de que os vayáis y me dejéis aquí y así, tal como ahora estoy —el gran sa¬bio buscó entre las presencias que tenía en corro a su alrededor y, al no ver entre ellos al joven rey, pre¬guntó delicadamente y como si desde su profundo cansancio:
—¿Mi rey...?
Akamón se hizo rápidamente paso entre los sabios, se agachó al lado de su maestro desplomado y preguntó ansioso:
—¿Qué quieres de mí, gran sabio?
—Que nos dejen solos, mi señor.
El cónclave de sabios comenzó a disgregarse y, de uno en uno, fueron abandonando obedientemente la gran sala real.
Una vez solos ya, el viejo lo miró con ternura, con dos lágrimas pequeñas titilando, a la luz de las antorchas, desde el interior de sus pupilas, y, con voz cálida y se¬rena pese a su vejez enorme, pese a su cansancio pro¬fundo por existir, ya muy entrada aquella noche negra, le dijo:
—Mi rey, debes encontrar a tu gran sabio interior.
El viejo hizo una pausa. Parecía cansado, muy can¬sado, extremadamente cansado. Pero también alcanzó a decir estas palabras antes de caer como rendido a los pies de su discípulo:
—Tú puedes encontrarlo, porque tú sabes buscarlo.
—¿Y cómo lo busco, gran noble? ¿Cómo? Dímelo antes de dormirte...
—Siendo tú mismo en cada instante.
Y el gran viejo se durmió. Akamón depositó con gran sensibilidad su cabeza sobre la alfombra de tonos dora¬dos y violetas brillantes. Lo tapó bien con las mantas improvisadas, hechas de hilos suaves y materiales na¬turales, y, antes de levantarse, prometió a su maestro, en aquella circunstancia, lo siguiente:
—Yo quiero ser él.
Su voz vibró de un modo especial, profundo, en espi¬ral hacia fuera y en espiral por la columna vertebral. Aquella vibración sonora hizo que algo se fundiera en él desde el exterior, una vibración de la misma especie que la que él emitía. Y se produjo una fusión con algo superior dentro de Akamón, por eso repitió con calma y en susurro:
—Yo soy tú, mi gran sabio interior, yo soy tú...
Y lo dijo Akamón con tanta y tanta nobleza, que ya fuera su gran sabio interior o una fuerza poderosa provenientes de otra parte, pero no del mundo físico, algo lo poseyó. Así fue como le sucedió. Sintió una ex¬pansión interna, una expansión de vibraciones sutiles, como las que siente un adolescente al enamorarse por vez primera. Aquello que sentía era un amor infinito hacia sí mismo, hacia el mundo, hacia el cosmos.... Fue consciente de estas circunstancias. Allí, con los ojos mansamente cerrados, ya de pie ante el gran sabio dormido, allí, estaba sintiendo cómo nacía en él el mundo superior, que, por otra parte, siempre había es¬tado en él, en su interior, pero en una vibración dis¬tinta a la de él. Al aceptar con amor a lo más alto, al decir "yo soy él", estaba creciendo internamente —comprendía— y se convertía en su mejor parte, en su propia conciencia superior de la realidad. Aquel sen¬timiento universal se expansionó por su pecho, por su espalda, por su rostro. Estaba compuesto como por car¬gas etéricas estallando en sus poros por el interior.
Y fue así como el joven rey comprendió que el sabio acababa de responder finalmente a su pregunta. Paso a paso y con su discurso, lo había conducido hasta el borde de sí mismo, hasta la realidad que era, fuera de la realidad física, para que así entendiera quién es en realidad el hombre en La Tierra: el instrumento de aquella fuerza natural que había sentido y que ahora disminuía, a medida que él pensaba que debía irse de la gran sala de su palacio para descansar tanto él, como el gran sabio desplomado, el que quiso permanecer so¬bre la alfombra oriental depositada sobre el frío már¬mol en una noche de día impar.
El rey se alejó por los pasillos, acompañado por dos guerreros de su guardia personal que le tapaban las es¬paldas y que iluminaban su caminar con dos antorchas magníficas. Mientras se iba, reflexionaba casi en voz alta. Y se decía a sí mismo así, mientras los dos solda¬dos elegidos de entre los mejores veían impertérritos hablar para sí a su rey: "Porque está claro, Akamón, lo debes de tener claro —para sí— Sólo si el hombre se hace como el amor, si adquiere las cualidades del amor, pasará a otras esferas" Ese era el secreto que bus¬caba. Ya lo sabía. Una tranquila felicidad lo inundó por dentro en ese instante, al entrar en su cámara real, donde Anaíria y dos de sus cuidadoras le esperaban para desnudarlo y meterlo en la cama tras darle masa¬jes, limpiarle las manos y los pies y tras besarle todo el cuerpo, las tres a la vez. En medio de aquella armonía de su estancia, rodeado de mujeres que lo amaban —todas ellas eran voluntarias para aquel trabajo— el rey le dijo dulcemente a Anaíria:
—Anaíria, desposémonos cuando quieras. ¿Lo quieres?
—Cuando tú quieras, Akamón.
Y se abrazaron. Porque sabía ya el joven rey que si que¬ría amarse a sí mismo y amar a su reino tenía que amar a una esposa, a una mujer a alguien muy cer¬cano. Por eso reconocía con palabras suaves y tiernas el amor que sentía por ella. Entonces, los dos hicieron sa¬lir con buenas maneras a las dos cuidadoras de palacio, e intimaron de modo maravilloso, de tal forma que al amanecer aún estaban unidos. El nacimiento del sol coincidió cuando ambos sintieron un gran placer fi¬nalmente, después de varias horas quietos, unidos del todo, del todo, como sólo pueden unirse una mujer y un hombre enamorados.
Anaíria sintió tal felicidad desde la declaración de amor del rey, que no paraba de sonreír. Hacía el amor sonriendo, gimiendo al mismo tiempo. Por eso parecía una niña enamorada, una diosa maravillosa y hechi¬cera, allí, con el rey, en su lecho, unas veces sobre su cuerpo, otras, bajo su cuerpo y, todo el tiempo, muy despacio, mucho, pero con profundidad siempre. Se prometieron amor eterno al amanecer y quedaron ambos dormidos sobre las sábanas de fino satén per¬lado y brillante.
Pero antes de dormir, Akamón pensó en estas cosas: en que ya sabía, por tanto, cómo ser un buen hombre y un buen rey en La Tierra. Amando, simple y llana¬mente, cuidando todo en su reino y enseñando a cui¬darlo todo a sus súbditos. Y, haciéndolo, a través de sus obras, de sus actos, sin extravíos, sin dobleces, sin sa¬crificios extraños e innecesarios... sino tranquilamente: "Tribus, queréos entre vosotras, mezcláos entre voso¬tras, uníos entre vosotras y construyamos luego, entre todos, un mundo maravilloso sin enfrentamientos y sin sufrimientos donde reine el amor por la vida y La Naturaleza". Eso era lo que les diría, con mano iz¬quierda, a las tribus a partir de aquel inicio de su rei¬nado, el de Akamón I. Y hacia ese objetivo irían en¬caminadas sus órdenes a partir de aquel momento. Sí, su maestro le había enseñado lo que él necesitaba y, además, le había dejado ante las puertas de La Perfecta Iniciación, la que él tendría que seguir a partir de en¬tonces en el mundo físico para no fallar y demostrar su valía ante lo superior con tal de llegar a merecerlo vivo y sin necesidad de tener que morir para conocer su destino estelar.

Por su parte, el gran sabio se quedó allí, ante la no¬che más oscura de todas. Ni luna ni estrellas en el cielo. Ni sonidos ni rumores fuera de palacio. Ni si¬quiera roces leves de ninguna brisa. Nada. Silencio profundo en los jardines del palacio del rey. Eso era todo.

Pero a las doce menos trece del día siguiente, cuando entraron a la gran sala los criados para disponerlo todo de cara a la última reunión, el gran sabio apareció muerto.





El noble viejo había fallecido. Estaba en la misma po¬sición de los niños cuando vienen al mundo —así lo comentó la cocinera de palacio, que acudió alarmada por los gritos del personal— y blandía una suave son¬risa en su rostro, allí, tirado sobre la alfombra dorada y violeta brillante.
En seguida, se hizo llamar a los grandes sabios y al rey, al que Anaíria no conseguía despertar por más que le hacía debido al trajín vivido durante todo el final de la noche. Pero, por fin, unos y otros aparecieron en la gran sala principal y rodearon muy tiesos y formales al venerable anciano muerto en medio de la gran sala real.
El gran sabio tenía la palidez de la muerte en su rostro pero, aún así, había algo de vida cerca de él. Los sabios lo comentaron entre sí:
—Acaba de morir. Lo ha hecho justo antes de co¬menzar la reunión, como si quisiera que lo encontrá¬semos así a las doce en punto. Como si quisiera que es¬tuviéramos reunidos aquí en esta última vez y que la reunión se celebrase sin él.
—Es cierto –comentó otro sabio— Propongo que se celebre la séptima reunión antes incluso de celebrar ningún duelo..
Todos votaron afirmativamente con sus cabezas y sus gestos. Luego, cada cual hizo la señal de su creencia ante el gran sabio, para despedirse de él, y tomaron asiento sobre sus mismos sitios que los días anteriores. Llegó el rey medio vistiéndose (aquella mañana, de todas formas, hubiera llegado tarde a la cita del cón¬clave), seguido de Anaíria, y llamó:
—¡Mi maestro!
Nadie respondió en la sala, aunque se respiraba una enorme tranquilidad, la calma de quienes conocen que la muerte no es más que un puro tránsito. Pero el rey, que venía de soportar la reciente muerte de su padre, se dolió profundamente de nuevo.
—!Mi maestro... No te vayas, no te vayas ahora, cuando teníamos tantas cosas que hacer juntos. Iba a nombrarte mi consejero personal, ibas a ser mi invi¬tado de honor en mi boda con Anaíria. Había tantas cosas que tú podías enseñarme. ¿Por qué me has de¬jado? Sé que lo anunciaste, pero no te creí —decía arrodillado ante su cuerpo y en baja voz, con Anaíria tras él— Nunca debí dejarte en esta sala, al ralentí noc¬turno, con el augurio tenebroso de los búhos ace¬chando desde los bosques. Lo sabía. Quizá yo sea quien te ha matado. Siempre lo creeré eso, gran sabio. ¿Por qué has tenido que morirte ahora? —preguntó con do¬lor el rey, justo cuando comenzó a llorar muy tierna¬mente, sin espasmos, con una sinceridad total.
Fue en ese preciso instante cuando uno de los sabios habló desde atrás. Y lo hizo con la voz del sabio muerto, de tal modo que Akamón volvió la cabeza no sin cierto pavor:
—¿Qué has dicho, tú, gran sabio?
—Que no he muerto más que en tu mente, Akamón. Eso he dicho.
—Pero tú, sabio, ¿hablas como él?
—Nada de eso, rey. Yo, tu maestro, ahora hablo a través de este gran sabio, mi amigo en vida, el cual se ha ofrecido a prestarme su cuerpo para continuar aquí, en la s´séptima reunión, la que te prometí.
—Entonces, ¿vives?
—No, no vivo.
—Si no vives, ¿qué haces?
—Soy.
—¿Y qué eres, maestro, qué eres ahora?
—Soy él.
Y el joven rey comprendió, ya que a él le había suce¬dido lo mismo la noche anterior, rumbo a su aposento acompañado por su guardia real. El gran sabio no ha¬bía muerto, sencillamente, había abandonado su vehí¬culo físico y les hablaba a todos desde el Éter y por me¬dio de su amigo. Así estaba pasando, así lo aceptaron todos allí y así se dispusieron a oír el final del discurso al rey, ya que, a todas luces, el gran sabio iba a ofrecerlo pese a haber muerto en la vida física pocos minutos antes.



(Último día)
El hombre que buscaba el Tesoro Escondido

El sabio amigo del viejo fallecido adoptó la posición del loto, perteneciente al gran yoga de los dioses, y tras cantar por tres veces la sílaba OM, y tras hacer vibrar por tres veces las sílabas HUM, LLAM, RAM, VAM, LAM, se abandonó a una profunda meditación, de la que salió, abriendo los ojos, diecisiete minutos exactos después. Entonces, a través de su boca, y del modo más claro, comenzó a hablar el anciano fallecido, que, por cierto, parecía bastante alegre aquella mañana en el pa¬lacio del rey, aunque fuera en esta ocasión de modo invisible:
—Grandes sabios, rey recién coronado, Anaíria: Yo os saludo a través de mi amigo. Me alegro de que ha¬yáis pasado juntos esta noche. De vuestra unión, está siendo ya concebido un hijo maravilloso en el reino de lo superior. Habéis engendrado con amor de verdad y el amor de verdad o dará a cambio un hijo del amor. Por vuestro fruto se os conocerá. Por eso hijo, que hará cosas grandes. Mandará edificar pirámides más gigan¬tes que las actuales, tratará de expandir el gran yoga de los dioses por todo el mundo, proporcionará conoci¬mientos ocultos a los reinos más salvajes y ayudará a crear una nueva raza sobre la faz de La Tierra. Tu hijo tiene ya los ojos del color de las turquesas fundidas en la proporción exacta con las esmeraldas. Tiene el cabe¬llo del color del sol y su piel es más blanca que la nieve. Me alegro, por tanto, de lo vuestro, que, por otra parte, Akamón, estaba cantado. Desde el primer momento en que os vi pensé que estábais hechos el uno para el otro. Sois una pareja polar, sois masculino y femenino separado y ahora reencontrado, con lo que cumplís un todo, un encuentro estelar, y creceis. Estáis destinados a ser un gran rey y una gran reina. Y no se olvidará vuestro paso por este mundo, donde demos¬trareis lo que es la aventura del amor cuando una mu¬jer y un hombre no tienen miedo a la vida a causa de conocerla en profundidad. Sólo se teme, Akamón, aquello que se desconoce. Porque cada vez que el hom¬bre conoce algo nuevo, lo está creando a medida que lo conoce. Ese es el secreto, otro secreto, que para eso es¬toy yo aquí, aún después de haberos dejado en ese plano, para revelaros algunas cosas más. No todas, claro está. No quiero ponéroslo demasiado fácil. Habréis de luchar en el mundo con y contra vuestros cuerpos, vuestros instintos animales, vuestras fanta¬sías y vuestros sueños, hasta olvidarlos, hasta vencer al mundo irreal, vencer a maya, y llegar a ser como dioses en La Tierra —como dioses buenos, claro es— llegar a ser como lo superior. Y quien eso hace, se vuelve lo superior y trasciende lo inferior, como tú, Akamón, ya has notado en ti mismo a ráfagas cuando te has sentido ciertamente inspirado por alguna idea alta en estos días anteriores, sobre todo ayer, ante mí, cuando me dispuse a morir diciéndoos y diciéndote que me iba a dormir. ¿Queréis saber por qué he muerto? Pues porque dije que así sería cuando todo comenzó, ¿recordáis? ¿Por qué lo hice, mis amigos? ¿Aún no lo sabéis? Pues sabedlo ahora: Por amor. ¿Y Por qué a causa de este amor que digo, entonces, he de¬cidido morir al final de la sexta reunión ante mi rey? Para mostrar la prueba total de la poca trascendencia de la vida física ante lo que le viene después al hombre preparado e interiormente domado por sí mismo a fuerza de sentir amor. Porque se ha de saber que el animal sólo abandona su condición de animal cuando es capaz de sentir amor. Del mismo modo, el hombre sólo deja de ser hombre cuando es capaz de sentir amor hacia lo superior.Y nadie que no ame antes lo que lo es semejante podrá amar lo que le es superior. Y, también, mi rey, para irme después, ya, hacia el gran olimpo de los sabios o hacia donde lo más alto quiera o disponga de mí. Me cansaba ya el mundo, rey, me fati¬gaba estar siempre sobre las mismas cuitas, sobre los mismos problemas, dándoles todos vueltas una y otra vez, sin darnos cuenta de lo bella que es la vida si se la sabe mirar. Quería cambiar ya de frecuencia, de esfera, vivir otras cosas, aprender nuevo conocimiento y, so¬bre todo, demostrarte a ti algo que nunca has de olvi¬dar, Akamón: Yo he podido abandonarme al morir porque tú sabes ya que hay un gran sabio en tu inte¬rior. me has dado la posibilidad de ser maestro verda¬dero al enseñarte algo de verdad. Me has dado la liber¬tad de dejar de ser lo que era: tal vez, durante mucho tiempo esperé que me llamaras para enseñarte lo poco que sabía; tal vez, quién sabe. No ha estado mal morir sobre tu suelo de mármol, sobre tu alfombra de oro violeta, en tu sala principal y ante tu trono. Por amor te digo que lo he hecho, Akamón. Por amor hacia lo más alto, el mismo amor que ello me ha dado a mí en este mundo del que me he ido tranquilamente hace algunas horas. Al tú nacer a tu gran sabio interno, yo, que estoy proyectado fuera de ti por ti mismo y tu de¬seo de saber, he podido morir físicamente. ¿No lo en¬tiendes? Al haber encontrado a tu maestro interior, rey, yo he de irme de tu vida. Ley de destino, nada más. Y esto del morir no está nada mal, sabedlo todos. ¿Dónde estoy, desde dónde os hablo, qué veo, qué siento aquí donde estoy? Eso es lo que todos querrían saber en las calles, para así no tener ese miedo que tie¬nen al morir. pero, entonces, sería demasiado fácil el gran juego del vivir, ¿no creeis? ¿No es mejor así? La incógnita de lo que hay "después" es lo que da interés a la existencia humana en La Tierra. Así los justos pue¬den probar que son justos, los valientes, que son va¬lientes, y, también, los malos que son malos y los im¬puros de corazón que son impuros de corazón. Así, así quedan seleccionados los buenos humanos de los que no son buenos humanos. Y, ¿acaso merecerían los que no son buenos humanos conocer en La Tierra lo que hay en la otra vida? No, ni lo merecerían ni lo mere¬cen. Por eso tan sólo a los más nobles de entre los no¬bles les es dado conocer en el mundo lo que hay más allá, y, también, más allá de más allá. Y tú, rey, eres el más noble rey de los siete reyes de los siete reinos que pueblan este mundo de guerras, de desórdenes, de pre¬cipitaciones, de envidias y de recelos. Por eso puedes saber y por eso se te da el saber que sólo pasa de confe¬sión oral a confesión oral y que jamás se ha escrito hasta el momento. ¿Por qué jamás se había escrito hasta el momento? Porque sólo debe saber el gran sa¬ber sólo quien lo merece saber. Si cayera en manos im¬puras, perdería su valor y sería utilizado mal por quienes lo utilizaran Y es este el tiempo adecuado, mi rey, para que te hayan sido desvelados aquí, hasta ahora, grandes secretos de la vida y de la muerte y para que aún se te desvelen algunos más, con tal de que nunca olvides lo aquí tratado y lo apliques. No come¬tas el error, mi rey, de hacer como aquél comerciante, que encontró un tesoro en la trastienda de su local, lo guardó, no lo enseñó a nadie, e iba a verlo y a tocarlo cada noche. En vez de enseñar a todo el mundo aque¬llas joyas maravillosas de la antigüedad, se lo quedó para sí. Muchos siglos después de que muriera, se en¬contró su tumba a treinta pies bajo tierra. Al abrir su ataúd, vieron un esqueleto convertido en polvillo y encontraron un cofre con el tesoro del comerciante. Estos que encontraron el ataúd y el cofre, lo cambiaron por unas pocas monedas a un usurero que los engañó. Y el usurero volvió a guardar el cofre, esta vez en su trastienda, a donde iba a verlo cada noche. Dicen que ese tesoro es tan bello como tan usureras son siempre las manos que lo guardan, y que, por eso, nunca ha sa¬lido a la luz, aún hoy, en nuestro tiempo. Lo llaman el tesoro escondido, y muchos príncipes lo han buscado con el transcurrir de los tiempos, Akamón, muchos. Y sin éxito. Han llegado a oradar la tierra para hallarlo, pero ni así. han destruido palacetes, iglesias, buscán¬dolo. Y ni por esas. Ha habido dos guerras entre tres reinos cuyos nobles se acusaban entre sí de tener el te¬soro escondido. Incluso, alguno ha llegado a enloque¬cer por no tenerlo ni saber nada de él a lo largo de su vida. Así es el tesoro escondido, así trata a los hom¬bres, tanto a los que lo hacen suyo para no enseñarlo a nadie y lo esconden para que no brille —no vaya a ser que los seres humanos comprendan lo que es la ver¬dadera belleza y olviden el ilusorio valor de las co¬sas— como, también, a los que van a su busca y cap¬tura —cazadores de recompensas al fin y al cabo— cau¬sando muertes y terror a su paso, guerra y destrucción, hambre y sequía, injusticia tras injusticia en definitiva. Porque, ¿sabe alguien de entre los presentes en esta sala dónde se encuentra el tesoro escondido? ¿Lo sabe alguno de entre vosotros, grandes sabios?
—Sí, yo creo saberlo, gran sabio —respondió con voz melodiosa, baja y cálida uno de los más ancianos ilustres entre los ancianos ilustres que allí estaban.
—Te saludo, lama, ¿cuál es entonces? —le pre¬guntó la voz del gran sabio de modo pausado y sereno.
—Cuenta una leyenda muy conocida entre los sa¬bios del mundo que el tesoro escondido se halla allí donde lo escondieron los dioses cuando se enfadaron con los hombres a causa de sus diferencias entre sí. Allí donde decidieron esconderlo tras decidir que no en el mar, que no bajo tierra, que no en ninguna parte física porque el hombre, intrépido y salvaje, sería capaz de destruirlo todo por encontrarlo. Había que escon¬derlo, por tanto, en un lugar que el hombre no cono¬ciese, en el lugar más insospechado para la raza hu¬mana, ¿dónde pues? Ni más ni menos que en el cora¬zón de cada hombre y de modo impalpable. De esa manera, decidieron los dioses en cónclave como el nuestro aquí, en la gran sala del rey, sólo encontraría el gran tesoro escondido quien indagase en los secretos de su propio corazón. Y ese sería tan noble que lo usa¬ría bien y no volvería a desvirtuarlo y malusarlo, como hicieron aquellos a los que les quitaron el donde de saber y de conocer esta realidad, que no es más, mi rey, que una ilusión óptica. ¿No os dáis cuenta? Eso cuenta la leyenda, gran sabio al que he contestado, mi rey Akamón, Anaíria. Ese tesoro está, por tanto, en el corazón de cada hombre. Esta es mi respuesta.
—Bonita leyenda, sí señor. Pero no revela toda la verdad, como buena leyenda que es y que sabe que es mejor guardar el secreto de los secretos en vez de ex¬ponerlo, para que así sea el hombre el que lo tenga que buscar y hallar por sí mismo. Yo te diré mi opinión personal sobre dónde se halla en verdad ese tesoro es¬condido. Se halla en el corazón, pero no del hombre, sino en el corazón de dios. Entendédlo: Cuando el hombre alcanza a ver el tesoro en sí mismo, en su co¬razón, ya no es un hombre. Ya es, por así decirlo, más Dios que hombre, ya que por eso, por participar de cua¬lidades divinas, deja de ser hombre y pasa a ser dios en la tierra... por su esfuerzo, por su capacidad de discer¬nimiento sobre o que es la realidad y lo que no, lo que es la vida y lo que no... Por tanto, el tesoro escondido no se encuentra en el corazón y su mundo de senti¬mientos buenos y malos, sino en el corazón de Dios, esto es, el corazón del hombre cuando abandona lo humano y se entrega a lo que le es superior. Ese sacrifi¬cio es un acto de amor cierto, como el mío al morir por amor a lo que reconozco más alto que nada humano. Y, al morir por él, me hace inmortal porque me reco¬noce que supe verle en la realidad física, que supe en¬contrarle como un poeta encuentra a su amada. Esa es mi respuesta, lama: En el corazón del gran dios se en¬cuentra el tesoro escondido. O en el corazón del hom¬bre cuando ya no es hombre. Como quieras decirlo, y como lo expresa, de hecho, esa leyenda que nos has contado, y que es muy bella, pero que se guarda para sí el último secreto (que es tal vez el penúltimo, porque con lo que es superior nunca se sabe) como hace y debe hacer toda buena leyenda que se precie de mágica.
Pero vayamos ya a lo que nos interesa, rey coronado. Akamón, escúchame, mantén los oídos muy despier¬tos porque aún es muy importante lo que tengo que decirte antes de irme, quizá para siempre —que nunca se sabe cuando estás en lo superior— de tu vida.
Escúchame Akamón, escuchadme, os lo suplico, gran¬des sabios terrestres, escúchame tú también Anaíria, representante de esas mujeres jóvenes que, de tan be¬llas, ya sois casi como diosas en La Tierra, oídme bien, sí... —Y sonó entonces la voz más profunda que nunca y luego comenzó a decir lentamente:
—¿Verdad, mi dulce Akamón, que no hace falta ser un lince para darse cuenta de que a este mundo humano le falta armonía? ¿Verdad? —Y tras una pausa:
Debes saber, mi joven rey, que el verdadero aspirante a rebelde perfecto, el que no se conforma con la reali¬dad aparente, se hace consciente tarde o temprano de que, como ser humano en el mundo, no es ni puede ser feliz. Y no es feliz no porque no lo quisiera así, sino porque no es posible ser feliz en un mundo donde prima antes lo instintivo, lo animal, que lo racional, lo humano. El hombre, joven Akamón, sería feliz en el mundo si supiera que está creado para el mundo, el cual lo contiene todo para hacerle feliz, y más que feliz, durante su estancia sobre él, que es ella, porque el mundo, mis amigos, es una mujer. Pero como el hu¬mano actual no se fija en La Naturaleza, como el hombre va a la suya, creyéndose incluso más superior que los dioses a los que dice hacer caso sin hacerles caso, como no cede en su empeño de guerrear y ma¬tarse entre sí como bestias, pues no se da cuenta, no, de nada. Ya véis qué estupidez. Qué estupidez la del ser humano en La Tierra. Todo por no pararse a mirar a su alrededor y a comprender el sentido oculto de lo que le rodea. Porque,, en este sentido, Akamón, el hombre es como si se hubiera perdido un recién na¬cido humano en medio de una selva inacabable. Imagínatelo: un behbéh como el de nuestras mujeres está perdido en una inmensa selva, como las de La Africania, pongamos por caso. Ese bebé crece alimen¬tado por La naturaleza, cuando se hace joven tiene miedo porque se da cuenta de que nadie le ha ense¬ñado los secretos de la selva y por tanto no la domina, apenas la conoce. Se pone a correr presa de un inicial pavor, que se va convirtiendo en miedo y en más miedo a medida que corre y requetecorre sin parar bus¬cando una salida. En su huida arrasa con todo con una espada que se hubiera hecho, malezas, bosques si fuera necesario, vidas de animales que se tropieza a su paso... Al final encuentra a una mujer que también co¬rre despavorida por la selva tratando de huir, y se unen para correr juntos. haciendo el amor sin calma, con miedos, con temores, procrean y enseñan a sus hi¬jos a huir de la selva, de la realidad del mundo, y, al fin, se convierte en toda una civilicación de siete rei¬nos corriendo, huyendo hacia delante, tratando por todos los medios de salir de la selva, de la madre tierra, de la santa naturaleza,,,, y esto sin que a nadie, o a casi nadie, se le ocurra pararse y decir: "Qué bello es este mundo, qué lista es La naturaleza, qué mágica es la existencia..." Es tremendo lo del ser humano, amigos aquí reunidos, rey recién coronado, Anaíria. Tremendo. Incomprensible y cruel para los sabios de La Tierra, los cuales sufren a diario las injusticias tre¬mendas de los no sabios, que son los que lo ordenan todo desde lo más alto en nuestra actualidad.
Y todo esto, mi rey, a pesar de que el hombre crece, y que, por suerte, el hombre ya no es aquella bestia que fuera en otros tiempos. Ha evolucionado, se le ha ido cayendo el pelo, se le han ido adecuando los miem¬bros, se ha ido formando a sí mismo a medida que vis¬lumbraba en él algún destello de su sabio interior. Pero, ¿qué pasa hoy por hoy? ¿Qué pasa en todos los reinos del planeta? Pues que aún conviven reacciones de animal con reacciones de hombre superior en los hombres poderosos, los cuales quieren ser nobles —muchos de ellos— y no saben cómo hacerlo. Porque no es noble el que proyecta lo mejor para su reino, mi rey, sino el que deja que lo superior proyecte lo mejor sobre el reino, y deja que esto se produzca a través de sí mismo, sintiendo él lo trascendente en sí. Por tanto, un buen rey, así como un buen hombre, Akamón, es aquel que ama como los dioses amarían si existieran sobre la faz de La Tierra. Porque es quien ama, y no otro, quien no comete injusticias; quien comprende la realidad de las cosas; y, es quien las comprende, quien lo respeta todo porque sabe que todo surge de una misma y única esencia y reconoce en las distintas cosas las diferentes y exclusivas manifestaciones de lo mismo, mi rey.
Óyeme todavía, Akamón, óyeme con atención: Por eso el verdadero rebelde no vive en concordancia con los que pudieron ser un día sus verdaderos sentimien¬tos y sueños, porque no le han dejado sentir, porque no le han permitido soñar en este mundo, tal y como lo te¬nemos, tal y como está por ahí. Ya ves, Akamón, ya ves. No es ningún placer pasar por una Tierra donde debes trabajar, tributar, romperte los lomos pagando el alquiler de tu vivienda a un usurero, comer sin cesar carne y más carne para sobrevivir en las frías noches de los inviernos y en unas levantadas espantosas, ver¬daderos madrugones para ir a trabajar en las pirámi¬des, lo cual es locura espantosa. El hombre ha de dor¬mir hasta que se le abran los ojos por sí solos, que es cuando estará descansado su cuerpo realmente, tal y como está concebido en el gran plan universal. Pues, en vez de eso, tocan tales "dongs", además desafina¬dos, para levantar a los trabajadores de las grandes pi¬rámides que, sólo por ellos mismos, bastan para enlo¬quecer en dos generaciones a toda la Humanidad. El ser humano debiera organizarse la vida de tal modo que no tuviera nunca prisa, que hiciera lo que quisiera hacer en cada instante y que la solidaridad mundial fuera total en todos los aspectos, así como la ayuda de los unos a los otros... Ya ves, Akamón, pero ellos vi¬ven, sin embargo, temiendo la muerte, pasando des¬gracias, huyendo de la verdad humana para refugiarse en una nimia personalidad que, ante el verdadero universo, es menos que cero, menos que nada... Eso es lo que hace consigo mismo el ser humano de nuestros días. Pero los grandes sabios que consiguen pasar de simples aspirantes a verdaderos Iniciados, los cuales deciden rebelarse y vencer a la realidad cotidiana, tras¬cendiéndola y hallando otra dimensión, donde se de¬dican a transformarse a sí mismos, utilizando la tierra y su vida física como un gran campo de experimenta¬ción para ellos éstos, los que cambian de personalidad en cada situación, y ofrecen a quien tienen delante cada vez una forma de ser distinta, exactamente, aque¬lla que esa persona que esté en frente se merezca, con tal de que se vea a sí misma en su desgracia de no saber nada sobre la ciencia oculta del existir, la ciencia que sólo conocen quienes se rebelan contra lo cotidiano, contra lo bestial, para anhelar de inmediato lo bello, lo armonioso y lo estético. Son grandes guerreros cósmi¬cos, sí, estos. van por la vida enfrentando a las perso¬nas a sí mismas, a su propio miedo por existir, en vez de rehuir estos temas. Y suelen transformar su en¬torno de esta manera, mientras siempre, o casi siem¬pre, son juzgados como pésimos maestros por los su¬yos, por los que no entienden de entre los suyos, claro está, su sutil forma de actuar. Porque, mi benévolo Akamón, sólo crece por dentro el ser humano que deja de tener miedo a vivir y se enfrenta a aquello que está y que está desde antes del propio nombre que le han puesto al hombre al nacer. Aquel que trasciende hasta la determinación sobre su vida por las estrellas, aquel que se libera de los lazos de la apariencia y llega a la conclusión de que los mundos son una creación de lo que es superior al hombre. Y, al reconocer esto, se li¬bera de su personalidad y es cuando deja que lo supe¬rior lo tome.
He ahí todo —o casi todo— el secreto. Como tú, mi rey, has tenido ocasión de constatar hace unas horas, anoche, justo cuando te dirigías por tus pasillos de pa¬lacio hacia tus aposentos, donde Anaíria y sus dos cui¬dadoras te esperaban con un baño de agua de rosas para ti y tu real cansancio. Que sabe que yo te vi entre sueños, ya que estaba fuera de mi cuerpo, rondando por tu palacio mientras dormía, antes de decidir morir cuando llegué a la región de las grandes ideas, donde saludé a los grandes maestros celestes, unos que van siempre vestidos de blanco y que discuten todo el tiempo, muy cortésmente, en foros del cielo dedicados exclusivamente a compartir ideas sobre la psicología de lo superior, con tal de encontrarlo y racionalizarlo un día a través de las asociaciones de las palabras entre sí. Porque es allí donde he decidido quedarme, grandes sabios, rey, Anaíria, allí, después de ésta, la que será mi última reunión en tu palacio, después de ésta, la que es mi gran despedida ante ti.
Y ahora vas a dejarme, Akamón, que te analice un poco el actual estado de cosas en tu reino, y que lo haga para que sepas sobre dónde has de actuar para ser un buen hombre, un buen rey, un buen ser humano: Porque, hoy en día, cualquier aldeano de cualquier parte del planeta, incluso un integrante de la última tribu que quede sin modernizar en los continentes de La Africania o de La Amerindia —si al¬guna queda— sabe que "algo extraño" está pa¬sando en este mundo nuestro, mi rey, tan lleno de barbaridades diarias en todas partes. Cualquier mujer o cualquier hombre sabe que no es feliz y que es como si hubiera venido a este mundo a sufrir. ¿Es esto justo, mi rey? ¿Es esto cabal, Akamón? De ninguna manera. Y es que algo, en efecto, no huele ya demasiado bien en la historia del hombre, mi monarca. Y es que insisto: El ser humano tendría que venir a nacer sobre la existencia de este mundo —como te analizaba justo antes de aquella historia del joven rey bárbaro— con el fin principal de contemplar la vida, admirarla, y de aprender de las maravillas que nos ofrece la castigada Naturaleza. Castigada, digo, porque la quemamos en nuestras bata¬llas y en nuestras fiestas al aire libre; la talamos sin piedad para expandir más y más de lo necesario nues¬tros poblados.
Y no me refiero, Akamón, a la contemplación de las infinitas maravillas contenidas en los campos, en el mar y en todas esas cosas existentes que son, in¬cluso, poéticas, dignísimas de contemplar y de mirar y com¬pren¬der sin cansarse por parte del hombre; sino a aqué¬llas otras que en verdad hacen de la existencia en La Tierra —o tendrían que hacer, mi rey— el principio de una aventura infinita para el hombre. Esto, a poco que una persona como tú, Akamón, pongamos por caso, aceptara conver¬tirse en un gran hombre tras pa¬sar por una serie de nacimientos que se correspondan con determinados símbolos. Porque quien cumple un símbolo, lo atrae de inmediato a la vida manifestada. Quien se hace como los dioses que imagina en la Tierra, Akamón, atrae también a esos mismos dioses hacia dentro de sí y los encarna. Y, esto, de la misma manera que quien se hace ambicioso y más ambicioso cada vez atrae a la fuerza maléfica de la ambición y también la encarna, siendo ésta su fatal destrucción, claro. Quien cumple un símbolo lo hace suyo y ad¬quiere el poder de ese símbolo despertado, de la misma manera que quien compone con su cuerpo una posi¬ción real del gran yoga de los dioses, cumple de verdad una postura divina y lo superior, entonces, sin duda lo toma. Este es otro gran secreto, mi rey, otro más que no habrás de olvidar y que se desprende de un modo na¬tural de todo lo anterior. Sé, Akamón, como aquello que quieras ser. Y, entonces, lo serás. Imita a aquello que admires, y serás como aquello que admiras. Y no hay vuelta de hoja. Así son las cosas en esta vida, mi rey, permaneciendo el hombre limitado a ser aquello que sueña que es, justamente aquello que sueña que es, sea bueno, regular o malo. ¿Quien cumple, pues, con la gran ley de la vida en este mundo? Ni más ni menos, que quien encarna las cualidades superiores. Quien se decide a hacerlo sin dudar, pese a lo que le digan los demás, pese a lo que vea y lo que piense, pese al terror de llegar a hallarse en los límites de lo hu¬mano... Ese es el gran caballero de los cuentos de ha¬das, ese es el vencedor, el gran guerrero, el que lo lo¬gra, el que sabe, ése, el que crece y el que se encuentra con su sabio interior, y lo llama, y le habla y lo escucha. Porque es que, además, ése se va a otro plano y alcanza lo superior en su siguiente paso. Por la otra parte, ¿quién es, pues, quien incumple? Ni más ni menos a su vez, que quien encarna lo inferior. Así de fácil. Porque éste también se va, pero no hacia lo más alto, sino hacia lo de abajo de sí mismo, descendiendo por la gran escala de la vida en el mundo, hasta encarnar aquello y sólo aquello que representó y de esta forma simbolizó en su vida física. Cuidado, por tanto —diré de paso— con los que actúan casi como animales sal¬vajes, porque muy bien pudiera sucederles, mi rey, lo que se desprende de esas palabras que te he dicho. Y que cada uno se convierta un día en el animal que re¬presentó en La Tierra. Parece factible si te lo pones a meditar... ¿No crees que las cosas son así y no de otra forma, Akamón? Y así son, en verdad, no lo dudes, Akamón, Akamón... yo jamás te engañaría, tu maes¬tro, el que ha muerto por el placer de verte nacer por segunda vez a la vida, yo, el que, desde que tú fuiste pequeño, quise lo mejor para ti. Y lo que ahora me gustaría para ti, Akamón, mi dulce Akamón, es que hicieras de ti mismo no sólo un gran hombre y luego un gran rey, sino un dios superior, un dios de dioses en La Tierra, para que me superes a mí, por supuesto, en primer lugar, y, luego, a todos, a todos los que pue¬das y, así, que llegues a ser tú el gran guerrero de los guerreros, la mano derecha de lo superior de lo supe¬rior. Y, si resultaras ser ése, te querría tanto, sentiré tanto amor por haberte conocido, que ese amor me elevaría y me conduciría por sí mismo mucho más le¬jos, mucho más aún, de lo que ahora pueda estar tras el acto de morir. Sé, Akamón, un gran rey. Sélo. Sé un gran rey de tu vida, de tus sentidos y de la carroza de tu existencia. Sobre todo, mi joven, no pierdas el equipaje de tus cualidades, despréndete de tus defectos por el polvoriento camino, sé buen rey de tus sentimientos y de tus pensamientos, enseña a los más débiles a vivir de un modo natural, da a los padres de tu reino los medios para que sean felices en sus familias y creen hogares armoniosos, sé un buen padre de tus hijos para que te acaben por imitar tus cortesanos y tus cor¬tesanas, sé así de especial, mi rey, sé así y llegarás allí donde yo podré amarte de tal modo que tú me enseña¬rás a amar más. Enséñame a amarte a través de mi admiración, discípulo. Encúmbrate tan lejos que seas recordado por los siglos de los siglos en esta Tierra. hazme sentir que te conocí y que fue una suerte ser tu maestro, supérame una y mil veces, Akamón, y vol¬veré a morir, esta vez en el plano mental, donde me encuentro, para ascender al plano de lo más alto de lo más alto, allí donde los rayos que surjan del sin nom¬bre deben de ser tan brillantes —así lo creo— que ya no puedan ser mirados por ojos humanos, sino tan sólo ser sentidos por los ojos del corazón, para que no se te quemen las pupilas de modo irremediable.

¿Y sabes lo que me gustaría desvelarte aún antes de despedirme para siempre de ti, Akamón? Me gustaría hablarte sobre las diferentes técnicas que puedes em¬plear para lograr crecer más y más internamente. Son simples ejercicios para dominarte más en la vida física, de tal modo que se produzca la transmutación de tu corazón de carne en un corazón de oro celestial. Esto, Akamón, a estas alturas, seguro que te interesa más que nada. Así que escucha: Cualquier ser humano, convenientemente preparado por un maestro exterior o por su propio gran sabio interior, puede pasar por un segundo nacimiento después de haber nacido de ma¬dre. Es un nacimiento interior, en la carne, el naci¬miento del todo en sí mismo, el nacimiento de lo di¬vino en el corazón del hombre y, por tanto, de la fu¬sión de este con lo superior a él mismo.
Y hay muchos tipos de crecimiento, tantos como clases de animales hay en nuestros territorios, mi rey. Yo voy a hablarte de los crecimientos a partir de las ramas del árbol del gran Tai-Chi, el gran arte marcial que repre¬senta y simboliza los movimientos lentos y serenos de quien mora en lo más alto. Podría conducirte a través de las diferentes variantes regias de de El Gran Arte oriental, el cual contiene los secretos de los movi¬mientos del hombre en La Tierra. Las artes marciales verdaderas deberían ser aquellas que adiestrasen el cuerpo humano para efectuar los movimientos más perfectos y que enseñasen a la mente a vencer a los pensamientos más perfectos. Porque el verdadero gue¬rrero, Akamón, vence siempre porque vence sin lu¬char. El verdadero guerrero, Akamón, gran aspirante, está tan entrenado que sabe exactamente qué cualidad de su carácter oponer ante cada situación. Anula el pe¬ligro sin necesidad de mover un solo dedo. Ante una situación en la que domine el odio, él opondrá de in¬mediato amor y anulará el odio. En la que domine la envidia, él opondrá generosidad a raudales, y más si es necesario, y anulará la envidia. Y te repito, joven rey, que sólo quien sabe luchar del modo verdadero, vence. y por su modo de luchar contra la injusticia se recono¬cerán entre sí los guerreros de lo más alto. Sé tú, Akamón, uno de ellos. Vence ya a tu animal, aplastale la cabeza a la serpiente interior simbolizada por la co¬lumna vertebral que no está domada por el Gran Yoga de los dioses. Y de este modo serás mucho más que un buen hombre en La Tierra y que un buen rey en tu reino. Habrás de ser entonces único y eterno junto a los únicos y junto a los eternos. Uno de los que cono¬cerán los grandes secretos de La Gran Creación de cada uno de los grandes universos.
Sabe en definitiva que quien emana de sí armonía, quien eso de sí emana, Akamón, está destinado a per¬tenecer un día a la gran casta divina de los que en un próximo futuro serán llamados grandes faraones en el mundo, uno de los grados más altos, en este tierra, ha¬cia la más perfecta de las Iniciaciones.

¿Pero cómo se nace dos veces?, te estarás pregun¬tando, mi rey, ya que eso es lo que quieres saber en de¬finitiva. Nada más sencillo. Debes saber que se puede nacer interiormente de muchas formas y empleando varias suertes. Por ponerte un caso, todas las artes de las tradiciones más sabias del oriente se sitúan de lado de quien así re¬nace. Pero también todas las artes de las tradiciones del occidente, si fuese necesario, las cuales se ocupan, cuando ellas intervienen, de tra¬tar de ex¬pli¬car lo más alto con la más pura razón. De esta manera, se sitúa en el camino hacia su segundo nacimiento quien se acerca al interior de sí mismo tras haber com¬probado que el exterior no puede ser la vida de verdad. Una vez en el camino, las grandes artes vienen al mundo del que ha elegido la verdad antes que la ilu¬sión y le ayudan a triunfar. tanto las orientales como las occidentales, exactamente aquellas de las que el gran aspirante tenga necesidad. El verdadero rebelde, el que renuncia al exterior para investigar lo interior, ése es el que no se asuste ante la Perfecta Iniciación, la más secreta, la que se hace uno sobre sí mismo si no tiene miedo a lo desconocido.

De repente, la voz del gran sabio cesó de hablar a través de su anciano amigo. Aquel viejo chilló, se le¬vantó y adoptó una postura del gran arte real. Era una postura suave, holgada, serena, pero que indicaba que iba a disponerse a luchar. Que iba a enfrentarse a algo que había visto tras sus párpados mansamente cerra¬dos. Y dijo con su propia voz:
—¡No! ¡Fuera monstruo! ¡Fuera de mi mente! A los dos segundos añadió: —Tú, bestia horrible, no exis¬tes más que en mi mente. ¡Fuera te digo!
Aunque de inmediato, volvió a sonar su voz, pero en esta ocasión con el timbre del gran sabio anterior, el del antiguo maestro del rey, el que había hablado por su propia boca hasta poco antes de su muerte sobre el suelo de mármol de la gran sala real. Y dijo:
—Sabio, amigo, ¿a quién echas de tu mente? ¿No sabes que los pensamientos no se pueden sacar fuera de ti? Sencillamente, cesa tú de imaginar este mons¬truo que, como lo ves tú, también lo percibo yo, que es¬toy en tu interior. Cesa, amigo, y ordena a tu pensa¬miento lo siguiente: "Yo sólo pienso aquello que quiero pensar. A partir de ahora, dominaré mis pen¬samientos y me adueñaré de su órgano central, el cere¬bro. Yo seré yo mismo, la voz de mi conciencia, la voz de mi parte divina. Yo seré él, ese él que soy yo".
Y fue como una orden, porque el sabio que había pres¬tado su cuerpo al sabio fallecido se distensó, saludó a su maestro invisible de lucha con una leve reverencia con su cabeza, volvió a sentarse y, como si no hubiera pasado nada allí, continuó prestando su boca y sus cuerdas vocales al sabio que había trascendido la mate¬ria.
Así, prosiguió el discurso al rey en aquella última reunión que se produjo en un reino muy lejano, hace muchos, muchos años. El gran sabio reencarnado con¬tinuó diciendo así:
Porque, vayamos a por lo que nos interesa, sabios, Akamón, dulce Anaíria. Hay que saber que lo más alto se desdobla para crear la vida. Por eso tenemos lo blanco, lo negro, lo de arriba, lo de abajo, lo profundo, lo superficial, lo desvelado, lo oculto, y hasta miles y centenares de miles de miles de pares opuestos más, los cuales conforman nuestra realidad tal como la per¬cibimos. Esto significa que la realidad ha de desapare¬cer ante la persona que analice los pares opuestos y de¬sentrañe sus secretos. Ahora sabéis cuál es la causa por la que comprobamos la realidad dividida en mujeres y hombres, gamos y gacelas, el sol y la luna, la gran fuerza y la materia. Y, de esta manera llegamos a que también lo superior, mi joven rey, se tiene que desdo¬blar en lo uno y en su contrario, en lo más alto y en lo más inferior, si quiere ser visto por los hombres. Pero como no es ser visto lo que lo más superior quiere sino, más bien, ser sentido, no se desdobla por tanto más que en símbolos y signos, en pruebas de su exis¬tencia tales como el desdoblamiento humano en va¬rones y hembras, desdoblamiento que cumple en sí mismo el símbolo escondido en el acto de que el hom¬bre y la mujer creen, en efecto, otra mujer u otro hom¬bre, si se unen en nombre del amor. El sexo es un sím¬bolo superior, como el dinero de metal que emplea¬mos para nuestros intercambios comerciales. El sexo simboliza lo que ha de hacer un ser humano para convertirse en un creador. Ha de unir su masculino y su femenino interior, sus emociones y su frialdad, su sensibilidad y su capacidad para la acción. Y así. El di¬nero de metal simboliza la energía que fluye siempre entre todas las cosas. Ese metal yendo de mano en mano está impregnado de la energía de todos los hombres y mujeres que lo han tocado. De esta forma el dinero de metal, ya lo veréis, mi rey, podría muy bien llegar a adueñarse del mundo conocido. ¿Cómo si no tiene vida? Teniéndola a causa de la clase de senti¬mientos y pensamientos que ha generado a su alrede¬dor. La vida del dinero de metal debiera ser pura, la vida de quien ayuda a vivir en vez de la vida de quien aprende a matar. El amor, pongamos por otro caso, ¿qué simboliza? Me lo podéis preguntar tranquila¬mente si queréis. Es un tema que yo mismo tardé mu¬cho tiempo en comprender cuando aún no era más que un aspirante a gran iniciado, como tú hoy mismo, mi rey. El amor simboliza en La Tierra ni más ni me¬nos que el amor que lo más alto siente hacia nosotros desde su mundo superior en Los Cielos. Y así se lee so¬bre el gran libro del mundo, como te dije ya en algún momento durante éstas, nuestras reuniones en tu sala.
Pero, ¿recuerdas las maravillas de La Naturaleza a las que nos vinimos a referir antes, mi rey, y que compa¬rábamos aquí, ante ti, con el bello mar o con el verde campo? ¿Recuerdas que hablamos sobre lo poético de los paisajes, lo extremadamente bello de los animales, lo maravilloso de los cambios del clima? Pues aún hay otras maravillas aún mucho más excelsas que aquéllas que te dije, que no sé si son éstas que te he nombrado ahora, pero que, en todo caso, no importa. Lo que te digo es que, encima de que el mundo es bello por sí mismo, encima y además, se rige por dos muy sabias y grandes leyes generales, llamadas La gran ley de la vida en la tierra y La gran ley de la naturaleza. Esta última sapientísimamente desarrollada en sus discursos por mi conocido, como ya os dije antes, el gran sabio Hermes, el que nació en el extremo oriental de La Africania y el que afortunadamente me complace siendo mi amigo. Las Leyes de Hermes son las que comencé a traspasarte hace varios días, al principio de este monólogo ante ti. Leyes que, indudablemente, forman parte de la gran ley de lo más alto para el uni¬verso y para la tierra, Y habéis de saber que las grandes leyes tienen otras mucho leyes menores irradiando de sí, del mismo modo que el centro solar irradia multi¬tud de rayos en torno a sí y a largas distancias a través del cosmos. Tres de esas leyes menores son las que ha de comenzar a aplicar el aspirante a perfecto iniciado si quiere optar a subir sobre el primer peldaño de la esca¬lera mágica. Tres reglas son las que ha de aplicar, te digo, Akamón, el gran guerrero, el gran aspirante, el peregrino verdadero, el caminante de verdad, el arriesgado asceta o el que, en definitiva, quiera y pueda, o intente sin poderlo intentar, sentir a lo más alto en sí. Pero será quien aplique esas tres leyes para comenzar, quien venza a la realidad de más baja vibra¬ción y quien más adelante se ganará el derecho a lu¬char contra su serpiente interior simbolizada por su columna vertebral, y, tras vencer de esta forma e in¬contestablemente a la materia, al mundo de los deseos y al de los falsos pensamientos, tras vencer a todo indi¬cio de maldad y a toda mentira exterior o interior, lle¬gar finalmente hasta su gran recompensa, simbolizada por aquel tesoro escondido que todos buscaban y que no se hallaba en otra parte que en el corazón del hu¬mano que ha dejado de ser como antes para ahora ser un humano mejor, un hombre superior. Su recom¬pensa, te decía, el gran regalo de ser dueño de sí mismo y de tener el poder de conocerse sin cesar.
Pero os quiero preguntar algo a los que aquí estáis reunidos, incluso a ti, el sabio que me dejas un hueco en tu interior para poder hablar desde tus cuerdas vo¬cales; incluso a ti te voy a preguntar, así que también tú estáte muy atento, te lo suplico, eso que me interesa ahora conocer. ¿Dónde radica el problema humano? ¿Lo sabe alguien de entre los presentes, lo sabe alguien con con precisión?
—En su falta de sensibilidad para con La Naturaleza, que está viva y que es superior, como an¬tes dijiste bien, y que el ser humano trata de dominar a golpes si es necesario —dijo el sabio negro de larguí¬simo cabello blanco y de ojos azules que provenía del verde reino de más al sur del sur
Pero otro sabio saltó enseguida, animado por aquella invitación desde lo invisible:
—En su falta de inteligencia. En vez de desarrollar en ellos mismos sus mejores cualidades humanas, tienden a explotar para su placer y su sufrimiento sus peores cualidades animales —arguyó el sabio amarillo de ojos violetas suaves, que vestía una capa de tercio¬pelo azul suave y cuyo cabello era una breve coleta de color negro azabache, cayendo lisa y brillante, desde su coronilla por su espalda hasta el centro mismo de los omoplatos tras su espalda.
—Permitidme decir que en su falta de amor a su propia vida, lo que le impide, siquiera, amar a nadie por más que crea que sí ama. Si el hombre amara su vida, su propia vida en la tierra, jamás mataría a otro hombre porque quien ama su vida ama la vida en su gran totalidad —dijo, sentenciando, el sabio de piel roja, amigo de Toro Sentado, amigo a su vez del sabio invisible en la sala del rey, tal y como él mismo había contado anteriormente a todos allí. El sabio de piel roja tenía unos pequeños ojos verdes y un mechón de pelo hacia arriba y portaba una pluma de ave real en la ca¬beza, atada con una breve cinta hecha de tallo de espiga alrededor de su cabeza.
—El problema del hombre radica en que no le ame una mujer y, al revés —soltó una voz musical y salta¬rina en esa ocasión— El problema de la mujer radica en que no la ame un hombre en La Tierra —Así, así lo soltó Anaíria ante los grandes sabios de todos los rei¬nos, todos los cuales, desde sus ancianidades perfectas, volvieron la cabeza hacia donde ella estaba. Unos, asintieron brevemente en señal de reconocimiento a su alarde de sabiduría pura e inocente; otros, le ofrecie¬ron su signo personal con las manos y hasta hubo un último, precisamente el primero que había hablado, el sabio negro de La Africania, que tocó a dos manos el "tam—tam" que tenía ante sí, y lo hizo durante unos segundos a la vez que miraba a Anaíria con el rostro muy calmado. Tras aquellos movimientos y aquellos sonidos, el gran sabio invisible, usando al gran sabio voluntario, se dirigió hacia el lugar donde ella se ha¬llaba:
—Anaíria, mi princesa, te voy a hacer un regalo personal, ahora mismo y aquí, por haber sido tan no¬ble con esa joven y gran respuesta. Con la misma, has alcanzado, por lo menos, el mundo de las primeras ideas más altas, mucho más que lo que hayan llegado muchos seres humanos en La Tierra hasta ahora. Sabes mucho, y todavía no sabes por qué causa sabes tanto. ¿sabes por qué sabes tanto, Anaíria? Porque fuiste princesa de princesas, fuiste reina de reinas, diosa de diosas en otros planos de vibración de lo su¬perior manifestado. Y, como lo fuiste, poco a poco lo recuerdas cuando algo o alguien te lo evoca. ¿recuerdas, Anaíria, recuerdas quién eres tú en reali¬dad? Porque, ¿qué puede hacer una chica como tú en un sitio como éste? Cualquiera que te vea aquí, en este reino, pensará:"¿De dónde ha salido esta chica tan y tan guapa, de dónde, de qué reino? Si más bien parece un símbolo de la perfección femenina antes que una niña mujer... Tú eres distinta sí, pero no te vayas a creer, no, que a causa de tu belleza exterior, Anaíria, dulce Anaíria, sino a causa de tu belleza interior, que es lo que se refleja desde tus posturas y tus gestos, desde tus movimientos y desde tu voz. Por tanto, ¿qué haces ahora tú en este mundo de sufrimientos, en un mundo como éste donde tu belleza produce envidia, donde tus dones producen malestar? reflexiónalo, mi Anaíria... Mi Anaíria, ¡qué fácil, qué fácil sería enamo¬rarse de ti pese a mi ancianidad; pero no enamorarme de tu cuerpo, al que admiro, sino de tu interior! Si yo tuviera unos cuantos años menos, iba a ver este nuevo rey cómo subyugaba un poco, de vez en cuando, a su enamorada, ante él. Pero eso hubiera sido cuando yo aún tenía algo de vanidad, cuando yo aún me creía algo en este miundo de abajo, antes de que deseara ser, en cambio, algo en el mundo de los más alto. Anaíria toma tu regalo, déjalo entrar en tu cora¬zón, escúchame para que te lo dé con la mayor suavi¬dad de mi voz: Sabe, bella, que eres hija de un gran sa¬bio que ya no está entre nosotros desde hace mucho tiempo. Ese gran sabio —he aquí el regalo para tus oí¬dos— se enamoró por la vía de la admiración superior de las cualidades de tu madre, por eso te tuvo a ti, por¬que ella, a su vez, se enamoró durante un tiempo de las cualidades de tu padre. Pero tu madre, Anaíria, que era una mujer muy sensual, tuvo que abandonar al sabio porque ella necesitaba vivir todo tipo de aventu¬ras y él necesitaba vivir todo tipo de soledades. Como perfecta mujer, ella comprendió que su amor era im¬posible, y que ambos debían separarse antes de que fuera demasiado tarde y las consecuencias de la rup¬tura más nefastas. Ella forzó las cosas al marcharse y llevarte con ella, pero no por lo que muchos pensaron —decían que si se aburría junto al gran sabio, tal como era ella— sino para dejarle solo consigo mismo, ya que aquel sabio necesitaba estar solo para meditar constan¬temente y sin cesar. Ese era su caso. Y el gran sabio comprendía también que ella, tu madre, era una parte de sí mismo, una parte que necesitaba experimentar, vivir, mezclarse con la vida mundana, tener amantes entre los guerreros más fuertes y hermosos, los de más anchas espaldas y los más rubios y perfectos a la vista. Una parte de sí mismo, proyectada ante él, su parte más aventurera y soñadora. Pero, ¿por qué, si ella era tan así, tuvo el sabio un hijo con aquella mujer? Pues porque sabía que ella representaba el mundo repri¬mido de los deseos que aún no había conseguido apar¬tar de su mente, y que le solían venir de forma conti¬nuada en cuanto descuidaba su sabia disciplina men¬tal. Sí conseguía —como sabio que era— vencer aque¬llos deseos y sus mundos, someter a aquellos pensa¬mientos desordenados y sus elucubraciones, sí, en efecto, lo lograba. Pero no conseguía, no, erradicarlos de sí, sino apresarlos, creando de esta manera un con¬flicto latente en su propio interior. Por eso aquel gran sabio se casó con la sensual madre de Anaíria, a la que enamoró mediante una sutil técnica sentimental que, tras esta historia, mis amigos, mi rey, Anaíria, os des¬velaré. Ella fue la que te tuvo a ti nueve meses des¬pués de la fiesta meditativa que ellos dos celebraron con los jóvenes sabios amigos de él y con las bellas y coquetas amigas de ella, muchas de las cuales, todo hay que decirlo para ser francos al máximo, se aburrieron mucho más que bastante en compañía de jóvenes que sólo hablaban entre sí y con ellas de versos profundos, de las profundidades del corazón humano, de la evo¬lución física de los mundos y las estrellas y, sobre todo, del que era su tema favorito por aquellos tiempos, el de aquel grupo de aspirantes a grandes sabios, el tema del amor sensual y del amor mental entre una mujer y un hombre. Después de la fiesta aquélla, en la que hubo danzas atávicas ejecutadas por las amigas más dispuestas de tu madre al son de las indicaciones de los jóvenes sabios —que las habían aprendido en sus li¬bros antiguos— tu padre y tu madre te concibieron, sí. Fue en una noche de amor total, de deseo total, de casi quietud total, de silencios totales que eran palabras to¬tales que acercaron la situación, sin cesar, hacia la tota¬lidad de la totalidad, mi rey, fue precisamente en esa noche cuando ella fue concebida. Y lo fue de la misma manera que, anoche, Anaíria y tú os amasteis en tu le¬cho real. De esa misma manera: deteniendo el ins¬tinto, besando con amor la pieles y diciendo bonitas palabras y bellos gemidos que significaban, de conti¬nuo, "te admiro, bella por dentro, te admiro". Pero es¬taba escrito quizá, mi bellísima, que tu madre se mar¬chara por esos reinos y a través de los grandes desiertos enamorando a los más aguerridos guerreros y vence¬dores —aunque siempre sabiendo que, en el fondo, tan sólo al gran sabio, padre de su hija, amaba— para salir huyendo de repente rumbo al mundo desconocido del sur y junto a las tribus nómadas... Y apenas nadie sabe nada de ella, Anaíria. Pero dicen, me han contado hace algún tiempo, en el desierto, que ella vivió durante sus últimos años en un oasis situado en lo más al sur del sur de nuestro reino, más allá del mundo descono¬cido. Y que lo hizo allí junto a una tribu de mujeres superiores, las cuales, al parecer y por tradición, ya no quieren saber nada de nada de los hombres de este mundo —tan hartas están de sus animalidades con ellas generación tras generación— y por eso han cons¬truido ese reino tan sólo para ellas. Dicen las mismas voces provenientes del desierto profundo que ellas —de las que tu madre fue la pionera— procrean sólo con seres superiores, con los dioses invisibles, y que sólo tienen hijas porque, como dominan su mente, evitan desde el principio de su civilización traer hom¬bres a esta vida terrestre. Sólo tienen hijas de los dioses para que esos mismos dioses puedan disfrutar siempre de mujeres en La Tierra y para que más mujeres pue¬dan disfrutar del amor de los dioses desde el principio hasta el final del primer límite de la eternidad.
De ésa, Anaíria, de esa mujer mulata de ascendencia roja y oriental por parte de madre y de padre, de esa semidiosa llamada Íria, y de aquel gran sabio blanco al¬bino que consiguió pertenecer al gran cónclave con el paso del tiempo, eres hija tú. Tú, Anaíria, tú, bellí¬sima, perfecta muchachita abierta en flor como ama¬pola recién despertada unos instantes después del alba; tú, preciosa gacelilla a punto de convertirte en gacela maravillosa. De él, el gran sabio aquél, y de ella, Íria, aquella gran guerrera de sí misma, aquella gran ama¬zona. He aquí ya mi regalo, princesa. Mi regalo a ti; darte a aquella que eres y que fuiste antes de nacer, al confesarte algo muy importante, algo que el destino tenía reservado para esta ocasión, para este mismo ins¬tante, siendo así que cuando yo pronuncie mi revela¬ción a ti tú ya jamás serás la misma que eras antes. Escúchame bien, dulce Anaíria, escúchame bien, tú, la que intuyes correctamente que el gran problema del ser humano en la tierra es no ser amado por un hom¬bre o por una mujer. Porque quien es amado con el amor verdadero puede contar con que sabe amar. La vida, nunca lo olvides, sólo trae amor a aquel que le da amor. Y así son las cosas. No hay más discusión, Anaíria, hija. Y sabe ya que yo soy tu padre. Yo soy aquél que tanto admiró a tu madre y que no estuve con ella por vicio de viejo, sino que ella estuvo con¬migo por necesidad de ser madre de una mujer total, como tú lo eres desde ya, ahora que has crecido. ¿Y por qué no te lo confesé antes? ¿Por qué no me preocupé de hacertelo saber? Porque el gran rey siempre quiso tener una hija, como todos saben en el reino, y, tras Akamón, tras la huida de Yemuria, lo intentó y lo in¬tentó con las más jóvenes y sanas doncellas del reino,, pero ya no tuvo a otro hijo más que a él, a ti, Akamón.. Por eso él te adoptó, Anaíria, después de que tu madre te llevara consigo tras irse de mi lado, des¬pués de que ella te perdiera entre el fragor de una re¬pentina escaramuza guerrera, acaecida en un peligroso paso donde los guerreros nómadas se defendieron del acoso de las tribus más occidentales. Un luchador te trajo a ti hasta nuestro pueblo como botín de aquella matanza. Fue la esposa de ese luchador la que te dejó a las puertas del palacio del gran rey, cuando compren¬dió que eras demasiado bella, demasiado hermosa como para pasar por hija de ellos, demasiado blanca y linda de piel. Fuiste así abandonada, pues, frente a la puerta de tu gran palacio y el padre de Akamón te aceptó de inmediato cuando sus servidores aparecie¬ron trayéndote a ti, tan pequeña, entre los brazos. Yemuria, su esposa, la madre de Akamón, ya lo había dejado a causa —como te relaté en alguna de nuestras reuniones— de su desatada pasión por la guerra y por la conquista más cruel. El gran rey te crió. Él mismo y sin ayuda de nadie. Él te enseñó lo que nosotros, los llamados grandes sabios, le asegurábamos que te tenía que enseñar. Y yo sabía, supe siempre, Anaíria, desde el primer instante en que te vi, que tú eras mi hija, mi hija de Íria. Pero eras tan feliz estudiando música, siendo cortejada por los nobles más poderosos, hala¬gada por unos y por otros, estabas tan bien cuidada, eras tan querida y tan amada, que comprendí que ya no debías estar conmigo. Aprenderías la vida en palacio, donde se toman las decisiones, aprenderías las mejores costumbres, la calma que nace de los jardines reales, aprenderías a vivir y, más tarde, yo vendría y yo te en¬señaría a sentir. Como así, dulce Anaíria, hija mía, está sucediendo. No sabes cuánto me alegré cuando me pe¬diste humildísimamente que te dejara asistir a estas reuniones con el nuevo monarca. Tu mirada tan dulce, tus palabras tan serenas, tu fuerza tan calmada, tu belleza tan excelsa... Era imposible negarse —nunca antes se le había concedido ese permiso especial a na¬die que no hubiera probado su nobleza a fondo— , sí, imposible negarse, y, más aún, siendo tú mi hija, aque¬lla a la que yo debía enseñar, cuando crecieras, cuando estuvieras a punto de convertirte en la más bella ga¬cela de los bosques de la vida, a sentir del modo más alto y superior. Pues yo te digo ahora, hija: "Siente, siente, siente". He ahí quien eres, eres ella, la hija de Íria y de este gran sabio que sembró el escándalo en su día, porque hubo muchos y muchas que criticaron —cosas de nuestra civilización— que ella me admirase por mi cerebro y que yo la admirase por su corazón y por su cuerpo.Y tú, Anaíria, naciste de esa hermosa y mutua admiración. Ya lo sabes. Ya tienes pasado. Ya. ¿Y ahora qué? ¿Qué sientes? ¿Has dejado de ser quien eras cuando no tenías pasado? No, y no; no. Tú lo¬graste ser tú misma aún sin que nadie te hubiera con¬tado la leyenda de tu vida. Y este es mi regalo para ti, Anaíria reencontrada. Oídme bien todos los presentes, Akamón, Anaíria: Yo te declaro esposa de Akamón si lo quieres así, y a ti, Akamón, yo te declaro esposo de Anaíria, mi hija. A través de ella te hablaré yo a partir del instante mismo en el que concluya ésta, la séptima, la última reunión. Estaré contigo a través de sus ges¬tos, a través de su amor hacia ti, a través de vuestros hijos —una hembra y un varón— a través de su be¬lleza cada vez mayor para regocijo de tus sentidos, oh, mi buen rey. Y yo os caso desde la otra vida. ¿Queréis mejor regalo? No lo hay. Y os digo que ambos contáis a partir de ahora con el beneplácito de lo más alto de lo más alto, con tal de que seáis felices para siempre en el reino de La Tierra. Os añado que construiréis un mundo mejor a vuestro alrededor, y que vuestro paso por la faz del mundo dejará una huella profunda en la humanidad. Ésto os aseguro. Y también, completando mi regalo, os desvelo que siempre y siempre y desde siempre los dos os habéis encontrado en diversos pla¬nos de vibración cósmica, para amaros sin cesar en di¬versas formas físicas y en distintas circunstancias. Y en ninguno de esos mundos, hasta el momento, habéis sido olvidados. Este es mi regalo a vosotros dos, a ti mi hija, a ti mi discípulo, ante vosotros, mis grandes ami¬gos. ¡Ah! Pero, ¿sabéis qué sutil técnica de amor em¬pleó aquel gran sabio —yo cuando joven— para ena¬morar a una mujer como tu madre, como Íria? Llamarla con el corazón y desde su sabio interior para, desde el primer minuto, ofrecerle la perfecta iniciación y, así, ofrecerle la posibilidad de transformase poco a poco, si así lo deseaba, en una mujer superior. O sea, le di libertad al apartarla del animal que por dentro la dominaba. Y, al hacerla libre, me liberé yo mismo de mis últimas cadenas, las que me ataban al deseo de te¬ner una hija bellísima pese a mi ancianidad. Tú eres mi hija, Anaíria, ya lo sabes. Y, como hija mía, te ruego que trates de ser cada vez más y más perfecta en esta existencia humana.
Y, en mi opinión, el gran problema del ser humano en este planeta pasa, en efecto, por su falta de sensibili¬dad para con La naturaleza, por su falta de inteligencia y, también, por su falta de amor hacia sí mismo. Por supuesto, pasa más todavía por su incapacidad para ser amado o para amar de verdad por un hombre o una mujer.
El gran problema humano, sin embargo, comienza cuando el hombre renuncia a ser quien él es en reali¬dad. Porque ese no es libre, no. ¿Puede ser libre quien no está consigo mismo, quien no es él, quien no es quien está destinado a ser? ¿Puede ser libre un pájaro enjaulado? Pues de la misma manera que, aunque cante, un gorrión enjaulado morirá de pena tarde o temprano, el gran sabio interior del humano, aunque hable desde la conciencia, acabará yéndose a otros mundos si no se le da la libertad básica de ser y de ex¬presarse, complementando lo humano.

¿Quién tiene la libertad, Akamón? Quien se hace li¬bre in¬ternamente encontrando a su sabio interior y no alardea de ello. Si lo alardeara, demostraría que no tiene la libertad en su inte¬rior. Y mucho menos la po¬dría ofre¬cer a los demás. La gran libertad sólo nace en los corazones y en las mentes de los espíritus puros, que no van a aprovecharse de ella para dar rienda suelta a sus ins¬tintos animales, sus instintos más car¬nívoros y sexua¬les. Por eso la libertad no está en los charlatanes ni los que dicen de sí mismos que son as¬pirantes o iniciados en algo —cosa que nunca hará un verdadero aprendiz de lo más alto, y ni siquiera ante sí mismo si le es posible—. La gran libertad no anida tam¬poco en los que la ofrecen a manos llenas en sus aren¬gas, a cambio de vi¬das jóvenes, de enfrentamientos te¬rribles, de sacrifi¬cios humillantes, de terror, de in¬tere¬ses creados. No, no y no, grandes sabios, hija, Akamón. La verdadera libertad no se gana en ninguna gue¬rra ex¬terior del hombre contra sí mismo ni contra sus pro¬pios hermanos de humanidad, sino más bien en una guerra inte¬rior del hombre a la conquista, sí, pero del hombre superior, de aquél que él es en re¬alidad. Por eso no hay que creer a quien hable y hable sobre la ne¬cesidad de luchar por ninguna ni ninguna libertad.
Nadie, oídme bien, nadie tiene que luchar por la li¬bertad. ¿Luchar, batallar para ganar la libertad? ¡Pero si la libertad, hermanos, no se pierde ni se gana! ¡Qué memez histórica sacrificar salvajemente vidas, qué es¬tupidez supina discurrir por diferentes teorías de or¬ganización en cada una de nuestras tribus y en cada uno de los grandes reinos! ¡Qué pérdida de tiempo tan deleznable! Porque es que la verdadera libertad, her¬manos, se halla ni más ni menos, como ya hemos di¬cho aquí de diversas formas, en el in¬terior de cada ser humano, en el interior de cada animal y en el interior de cada planta, dentro, sí, dentro de cada una de estas especies que nacen, se desarrollan y mueren, esto es, que vienen a este mundo, crecen exterior e interior¬mente, y se van de este mundo. Todo lo que se mueve sobre la faz de este planeta evoluciona tanto por fuera como por dentro. Y los tres reinos vivos se rigen por tres leyes básicas diferentes: el reino vegetal existe para embellecer a La Naturaleza, para proteger sus centros neurálgicos, para fabricar el aire puro que respiran los otros dos reinos vivos. El reino animal existe para simbolizar los movimientos más perfectos que puede producir la gran fuerza de la vida en los distintos seres y en las distintas manifestaciones de la vida. Y el reino del ser humano existe, no sólo porque es una rama desgajada del reino animal, sino porque la fuerza pro¬gresa constantemente y ha elegido al hombre para manifestarse y regocijarse, a través de él, de sus crea¬ciones.

Pero volvamos un poco atrás. Esto es importante, esto, mi rey: La gran búsqueda es ha¬cia dentro, no ha¬cia fuera. Nunca lo olvides.
Del mismo modo que si buscá¬ramos agua en el desierto para saciar la sed la busca¬ríamos en el fondo de la tierra y no en las nubes, de esa misma manera, se ha de buscar la libertad interna. Y sólo quien sea libre por dentro podrá ser libre por fuera de la misma ma¬nera, mi rey, que sólo quien sea libre interiormente —el que no tiene trabas menta¬les— encuentra la libertad exteriormente y se libera de las cadenas de la pura ma¬teria.
Pero, ¿qué significa que exista libertad en el interior del hombre? ¿Qué significa, hija, Akamón, grandes sa¬bios, mis amigos? Sabed que significa simplemente que se sabe no quitar libertad al amar, que se sabe crear armonía en el exterior para poder tenerla en el inte¬rior, y al revés. Y algo más, algo a nunca olvidar: Está preso quien se cree libre por tener todo el poder o, acaso, las mejores minas de metal, porque La natura¬leza no acata el poder del hombre —ni de nadie, salvo el de La Gran Ley— y porque a La Naturaleza no le gusta que le roben a picotazos sus piedras preciosas ni sus metales más adelantados, los que brillan, signos y símbolos de su estado de evolución personal. Si el ser humano dejase que La Naturaleza evolucionase en vez de destruirla y quemarla a causa de las guerras del hombre contra el hombre, este planeta llamado Tierra estaría destinado a convertirse en un mundo de oro solamente, de oro macizo, y luego de oro encendido, como simboliza magistralmente ese sol amarillo bri¬llantísimo que nadie puede mirar de frente al medio¬día, como tampoco puede nadie conocer la verdad so¬bre lo más arriba de lo más arriba de lo más y más y más arriba. La Naturaleza se transmuta alquímica¬mente instante a instante, aunque en forma muy lenta en comparación con las actuales medidas de tiempo usadas por los seres humanos terrestres. Cada mil años nuestros puede equivaler, poco más o menos, a un año de ella, de La Tierra.
No, no. El verdadero ser libre no necesita desear y ser deseado tal como se desea hoy en el mundo. Él com¬prende que el amor de verdad no se expresa solamente en la unión carnal de dos personas que se aman con dulzura. Y, como rey, te interesa un asunto crucial, sí; éste: ¿Qué traería de inmediato la verdadera libertad en el mundo? ¿Que habría de producir la irrupción de esa libertad que no es prepotente ni hace revoluciones ni las contrarresta, y que ni a nada ataca ni a nada de¬fiende? Yo te lo quiero reflexionar en alto, mi rey, ya encarando el final de esta séptima y última jornada, aquí, en tu hermoso palacio. Esa gran libertad natural —la que ya tendría que estar implantada entre todos los reinos y entre todos los hombres— traería un modo diferente de vibración interior en cada hombre y en cada mujer. Al amar libremente, vibrarían amoro¬samente en torno a sí; al comer naturalmente, vibra¬rían con más naturalidad aún; al crecer en la alegría de la verdadera libertad interior y exterior, vibrarían de nuevo, y al mismo tiempo, pero ya tan sólo irradiando una gran paz alrededor de sí. Y esa paz armoniosa uni¬ría del todo a los hombres en La Tierra, siendo enton¬ces el objetivo indagar todos juntos los máximos secre¬tos de la vida en La Tierra, o sea, disfrutando del hecho de desvelar lentamente lo que a los hombres, jugueto¬namente acaso, esconde La Ley
¿Y qué dice, Akamón, así, exactamente, La Ley, la gran ley del ser humano en La Tierra? Sé que te lo es¬tás preguntando. Lo sé. Yo también me lo pregunté fervientemente un día, hace mucho tiempo ya, cuando comprendí que había un libro invisible en La Naturaleza donde cada cual iba escribiendo y dibu¬jando su vida cada día. Entonces, quise conocer La Ley, y pensé, reflexioné, releí a los profetas antiguos, a los Cristóforos, pastores de ovejas en el mundo, más co¬nocidos de La Tierra; estudié las palabras más enigmá¬ticas, las posturas reales, descifré viejísimos textos im¬presos sobre rocas trabajadas en cuevas remotas. Quería saber, sí. Era tal mi ansia por conocer la clave de La Ley que incluso viví en un campanario situado en un poblado muy alto, a más de setenta y siete mil pasos hacia el cielo. Subí allí para estar más cerca del cielo, mis amigos aquí presentes, subí allí porque era el lugar más alto del más alto, y, para mi sorpresa no fue el cielo quien me trajo ninguna respuesta en aquella ocasión, no. Ni muchos menos. ¿Os imagináis quién fue? Fue la campana que había allí. Así como lo oís. Aquella campana que los moradores de la tribu hacían sonar cada amanecer y cada anochecer, sin tener en cuenta que yo dormía en un altillo, junto a ella. ¿Os imagináis los sobresaltos que me llevé al principio, cuando abría los ojos de repente sobresaltado por aquel "dong" terrible y justiciero, resonante y demoledor en mis oídos dormidos un segundo antes? Esto hay que experimentarlo para saber lo que es. Pero ya véis, ya, lo loco que yo estaba por conocer La Ley por aquellos días de mis treinta años, cuando aún no era más que un simple buscador de la verdad. ¿Sabéis? Cuando para soportar aquel terrible sonido matinal decidí asumir en mí el sonido brutal en vez de rechazarlo con vio¬lencia interior, cuando eso hice, conocí La Ley. Porque el primer "dong" que dejé entrar en mi cuerpo para poder soportarlo me hizo vibrar los músculos hasta de la nuez; el de la segunda mañana me hizo vibrar los nervios hasta de los ojos, ya véis. Pero el tercer "dong", mis amigos, Akamón, hija, el tercero hizo vibrar mi mente hasta el punto que la misma se disipó en aquel sonido vibrátil, que se expandía y que se expandía sin cesar por el aire, a lomos de un éter en el que me vi in¬troducido, en dirección a otra dimensión de las cosas, una más profunda, más clara, más, mucho más supe¬rior. Supe, por tanto, que La Ley era la palabra del hombre que quiere y sabe y puede vibrar desde su sabio interior. "¡La palabra del hombre crea!", así, así preci¬samente me asombre, mi rey. Pero así era. Y así lo co¬mencé a hacer. Creé mi vida, creé mi amor por Íria, creé mi existencia entera, creé hasta mi muerte ante ti y, al mismo tiempo, coincidí con vuestras creaciones, y nos reunimos cuando esa coincidencia era notable y nos alejamos cuando no coincidíamos en aquello que creábamos.
Y es él, Akamón, el gran aspi¬rante, el que sabe que quien eleva sabiamente su vi¬bración mental, senti¬mental y física alcanza de inmediato otras realidades.
Y, ¿cómo se eleva la vibración de la mente? Desechando, rey, simplemente desechando los pensa¬mien¬tos que nos puedan dañar y acogiendo aquellos otros que nos puedan enaltecer. Del mismo modo, ¿cómo se eleva la vibración del cuerpo? Evitandole los alimentos que provengan de la muerte, limpiándolo con frecuencia, re¬cibiendo muchas caricias, Akamón, Anaíria, sobre todo en las zonas más doli¬das y tensas, que son las más afectadas por los sufrimientos que tengamos a lo largo de cada día. ¿Y para elevar la vi¬bración del corazón? Esta es la respuesta: sintiendo no¬ble¬mente, de¬seando lo me¬jor a quienes conocemos y dando lo me¬jor de nosotros a cada persona con la que nos tropecemos. Pero, esto, de un modo espontáneo y natural, que esa es la dificultad. ¿Solución para paliar en lo más posible esa, ciertamente, gran dificultad?: Tratar de imitar en todo a algo o a alguien al que ima¬ginemos superior, muy superior, a nosotros. Esto en¬cierra otro secreto, mi buen rey. Apúntalo de inme¬diato en tu memoria, te servirá de mucho en múlti¬ples circunstancias: Quien imita lo perfecto se volverá perfecto tarde o temprano, quien imita lo bello se volverá bello; quien lo noble, noble. Y así es. Imita tú, por tanto, cuantas cualidades de los más grandes y jus¬tos dioses seas capaz de imaginar, imítalas todas si puedes en tu vida, y te asombrarás ante el gran dios en el que podrías llegar a convertirte.
Y hay otra cosa importante antes de pasar a narrarte una pequeña historia, en plan anécdota, que trata sobre algo que, acaso, te gustará oír porque te servirá para comprender qué hay que hacer para imitar a lo más alto en este mundo más bajo. Otra cosa, como digo, tiene que venir antes: El ser que vibra externa e inter¬namente en otra fre¬cuen¬cia por vivir, pensar y sentir de otra manera, el que conoce la existencia real de los mundos más altos y de más alta vibración, tendrá que optar en nuestro reino por vivir, a los ojos de los de¬más, como un raro, un excén¬trico, un distinto y extra¬ñamente sincero y solitario, un preclaro o, quizá, como un anaco¬reta. No hay porqué preocuparse por esta vi¬sión. Siempre ha sido así. Es así siempre, aunque ojalá que no sea siempre así, sin embargo. Es ley de vida, simplemente: Quien vibra más alto vive de otra forma y, más que humano, es ya guerrero celestial en La Tierra, es ser noble y solitario internamente, que acu¬mula experiencias y que, nunca, ni daña ni es dañado, demostrando así que sirve ya para trasladarse a una cadencia de acontecimientos de orden muy superior al orden humano. Pero es este ya, Akamón, otro tema muy diferente. Hablábamos de las diferentes persona¬lidades —y aún hay más— que puede adoptar un gue¬rrero cósmico en este mundo de baja vibración cós¬mica con tal de que sea visible la materia. Ese gran guerrero nacido del hombre evolucionado, del que ha despertado su gran sabio interior, también puede mos¬trarse como alguien muy social de cara al exterior, pero nunca lo será —ni lo podrá ser si es un gran guerrero de verdad— del mismo modo que los demás. Y es que, mi joven rey, sólo el que así vive, despojado de perso¬nalidad terrestre y vestido de personalidad total, sola¬mente ése, sabrá mirar y observar, recono¬cer a quien se quiere a sí mismo y a aquel que se odia. Aprende ahora, gran aspirante, que a quien bien se quiere a sí mismo, mi dulce Akamón, se le reconoce fácilmente porque nunca, nunca, tratará de imponer sus ideas a nadie. Más bien, sabrá escuchar las ideas de todos los otros. Ni reprochará el comportamiento ni la forma de ser ni de pen¬sar de cada cual. Observará y aprenderá sin cesar de aquello que vea. Hablará en ocasiones enigmáticamente y lo que estará pretendiendo -no lo olvi¬des, Akamón, si algún día quieres enseñar algo a alguien- será hacer reflexionar sobre algo que sabe que impide que el hombre o los hombres que tiene delante se quieran a sí mismos. Porque es éste, y sólo este, en definitiva, el objetivo de quien bien siente, de quien bien se quiere, que es quien no sufre por las mismas co¬sas que los demás. Quien bien siente y bien se quiere, mi rey, sufre solamente por los que no compren¬den su forma de sen¬tir y de querer. Quien bien se quiere, quiere también a los demás porque sabe que lo están ayudando todo el tiempo —aún sin saberlo— a encon¬trarse más y más a sí mismo. Así son las cosas, así, sa¬bios, Anaíria, Akamón. Así son las cosas en este mundo de las manifestaciones mentales. Así. Y ésto, creédme, hija, amigos, hermanos, no hay que olvi¬darlo nunca.

El cuerpo del sabio muerto se movió en ese mo¬mento, y por eso todos miraron hacia el centro de la gran sala real. Anaíria se asustó un poco, pero, desde su trono, Akamón le envió una valentía superior me¬diante su mirada más serena y fuerte, una valentía que inundó su pecho e hizo que también ella pudiera ob¬servar, ya sin temor, el renacimiento, la resurrección que a ojos vistas, ante todos los presentes, estaba suce¬diendo. Y mientras eso sucedía, el sabio usado para ha¬blar por el gran anciano despertaba como de un exilio interior; se frotaba los ojos con suavidad y regresaba a su vida natural como despertando de un sueño. Mientras todo eso pasaba, sí, el cuerpecillo alto, enjuto y delgado del antiguo maestro de Akamón, el padre de Anaíria, se iba despertando y levantando del suelo.
—¡Padre! —gritó ella ante aquello y ante el cierto estupor general.
Y el gran sabio, el que comenzó a hablar de pie desde sus primeras palabras al rey en la gran sala de palacio, volvió a erguirse, allí, quedando otra vez equidistante a todo y a todos. Respiró hondo el recién regresado a la vida y, sonriendo levemente hacia los presentes, ilu¬minándosele incluso la mirada al llevar las pupilas hacia Anaíria, dijo con voz profunda, pero muy tran¬quila:
—Yo os saludo al regresar a la vida física, mis ami¬gos. Yo os saludo. Que nadie piense nada extraño ahora. ¿Seríais merecedores de conocer ni uno tan sólo de los grandes secretos de la vida si sintiérais miedo cuando estáis ante la manifestación de alguno de los mismos? Piénsalo, Anaíria, tú, que te has asustado. Piénsalo, Akamón, tú, que has preparado tu fuerza para oponerla al fenómeno desconocido si fuera nece¬sario, y que has avisado a Anaíria con tu mirada de parte a parte de la gran sala de que estabas y estás dis¬puesto a luchar si lo que ves pretendiera comerte, en¬gullirte, despellejarte o maltratarte. ¿Créeis que lo más alto se va a manifestar ante actitudes semejantes? Sería una clara locura por parte de lo superior mani¬festarse físicamente ante quien va a temerle. ¿Se des¬nudaría una diosa verdadera ante un vasallo de su pa¬lacio? ¿Verdad que no? ¿verdad que sabría de ante¬mano que, una de dos, o ese vasallo la criticaría al día siguiente por todo el reino, diciendo lo que hizo ante él, o ese vasallo la pretendería poseer impunemente, sin caricias, instintivamente, para obtener el trofeo de su cuerpo y, luego, pensaría que esa reina no es tal reina, precisamente por haber sido capaz de estar con él. Esto es lo que hay, mi rey. De la misma manera que las verdaderas diosas o semidiosas —las humanas que traten de imitar a lo más alto en su quehacer coti¬diano— nunca se desnudarían ante un hombre no evolucionado interiormente, por las causas antes apuntadas y no por otras, de esa misma forma y por esas mismas razones la gran fuerza universal no des¬vela sus secretos a quien en este mundo no esté prepa¬rado para asumirlos sin escandalizarse y sin enloque¬cer ante lo que lo supera. ¿No es cierto, acaso, que el vasallo no preparado en su corazón enloquecería cier¬tamente ante la suprema desnudez de la diosa o la se¬midiosa? Se creería el rey del mundo, el seductor máximo, pensaría de sí mismo que es el mejor, el más dotado. Todo, menos que tiene ante sí a la belleza ma¬nifestada. Por tanto, no sabrá admirarla, no sabrá acari¬ciarla como se acaricia la belleza y no sabrá estar, en de¬finitiva, a la altura de las circunstancias, no, mi rey. Sólo puede admirar y amar la belleza quien no quiere poseerla para sí. Sólo puede acariciar la piel de una diosa, incluso hasta en sus rincones más recónditos e íntimos, incluso ahí, quien antes puede contemplar cada uno de los resquicios y cada una de las líneas de esa piel superior.
No, no os asustéis, por tanto, Anaíria, Akamón. Os contaré ahora el pequeño relato que antes os prometí, el que ha de ayudar, a quien sepa comprenderlo, a sa¬ber cómo imitar constantemente a lo que le es superior en cada instante, con tan de ser superior un día. Pero no alguien superior a los demás humanos, que esto es fácil (para esto basta con ponerse a reflexionar cinco minutos escasos cada día, ya que apenas nadie lo hace en esta vida actualmente). Sino alguien superior a sí mismo, al que se era antes de ser quien en realidad se es.

Veréis; había una vez, en un reino perdido en la eter¬nidad de los tiempos más lejanos y distantes de nues¬tra época, un hombre muy, muy inteligente. Su cere¬bro no paraba de reflexionar; reflexionaba día y noche, cuando se despertaba y cuando se iba a dormir. También, reflexionaba y reflexionaba y reflexionaba más todavía, sin cesar, durante el resto del día. Por su¬puesto, vivía solo y apenas se relacionaba con nadie. Organizó su propio pequeño huerto alrededor de su choza hecha de ramas secas y de espigas de trigo entre¬lazadas entre sí por sus propias manos. Su tribu lo fue dejando de lado y más de lado, ya que no se comuni¬caba, saludaba gruñendo al pasar cuando iba a al¬guna parte, no participaba de las grandes decisiones y ni siquiera emigraba con los demás cuando el resto de la tribu emigraba. Iba a su aire. Cada invierno, cuando la tribu se marchaba a otras partes más templadas, a otros valles más al sur, él permanecía donde estaba ya que de ninguna manera interrumpía sus reflexiones cuando reflexionaba. De repente, tiempo más tarde, re¬aparecía ante la tribu, viniendo solo de entre la nieve, arrastrando solo sus enseres, apareciendo de entre las brumas cabizbajo y muerto de frío y, aún así, reflexio¬nando y reflexionando todavía y sin cesar. Sin cesar, sin cesar, mi rey, te digo que reflexionaba, y muy hon¬damente lo hacía, mucho, aquel nómada tan diferente a los demás, tan introducido de modo permanente en sí mismo, a quien una y sólo una de las salvajes de su poblado miraba bien. Ella, Kábala, lo continuaba y con¬tinuaba observando y observando desde lejos, sin atreverse a acercársele y ya desde sus diecisiete estacio¬nes, tal y como había hecho desde que se cumpliera su decimotercer ciclo climático sobre la faz del mundo. Kábala lo miraba porque intuía desde su instinto sal¬vaje que aquel inútil de la tribu —era considerado como un inútil por los guerreros depredadores de la tribu— necesitaba más ayuda, más comprensión, más atención que el resto de los hombres peludos de la tribu. Y ella quería darle esa ayuda, esa comprensión, esa atención con tal de estar a su lado. Pero no se atre¬vía, no, a acercársele, por miedo a ser echada de su lado con bufidos espantosos —ya lo había hecho al¬guna vez con alguna otra mujer salvaje— y por miedo a que él no comprendiera que ella estaba interesada en él tal como era, no para cambiarle, como en el pasado había intentado, sin éxito, el mago y hechicero de la tribu.
Llegó el verano aquél, el verano en el que el gran so¬litario que reflexionaba de manera obsesiva cumplía su treinta y tres estación del sol en el mundo, verano en el que la salvaje que lo observaba sin cesar cumplía a su vez su decimoséptima estación caliente, y ella, al fin, se acercó lentamente hacia la choza de él, se sentó de modo natural a su lado y se quedó quieta allí, como quien no quiere la cosa, mi rey, sabios, Anaíria, espe¬rando ver qué pasaba. Kábala mantuvo su estancia allí durante los tres días siguientes, en los que el salvaje que reflexionaba estuvo mirando hacia el cielo sin pa¬rar, tumbado sobre el mismo suelo en el que dormía semidesnudo, en el que no comía ni bebía. Lo obser¬vaba Kábala, lo observaba de reojo, tranquila, aunque atenta: sabía de los malos modos que el dueño de aque¬lla choza podía llegar a emplear.¿Qué pasó? ¿Queréis saberlo? Pues que, al tercer día, en una noche de calor sofocante y sudorosa, ella lanzó un gruñido suave ha¬cia él, gruñido que significaba "Oye, ¿qué haces tú? ¿Me hablas o no me hablas a mí, que estoy aquí?". Pero el reflexionante no la habló, ni siquiera la miró. cam¬bió de postura y se puso de lado, llevando sus ojos ha¬cia otra parte distinta a ella. Kábala, como al menos no era echada de la choza y sus contornos, se quedó a vi¬vir allí durante toda la estación del sol. Impuso allí su especial armonía al moverse, al hacer, al deshacer, al traer agua del manantial de la montaña —agua que, al menos, el salvaje sí bebía— al sentarse, al dormir e, in¬cluso, al rozarle al pasar a su lado. Cómo Kábala se dio cuenta de que el silencioso morador de aquella choza había comenzado a observarla en sus movimientos, en sus idas y venidas, pues se puso más y más coqueta todavía. Más bella cada día, más sinuosa, más suave, más elegante acaso. ¿Cómo lograba hacerlo, con tal de atraer hacía sí más y más la atención del dueño de aquella choza? Aplicando algo por intuición: se puso a imitar aquello de entre lo que a diario veía que le pare¬cía más perfecto y más hermoso. A las flores primero, porque intuyó lo siguiente: "Si imito a esas flores blan¬cas que me hacen sentir paz conmigo misma en este mundo, haré sentir paz consigo mismo a ese hombre"; A los bosques después, porque creyó lo siguiente:"Si imito al misterio y la armonía que surge de esos bos¬ques tan serenos y silenciosos, haré sentir a este ser ex¬traño esa misma serenidad y ese mismo silencio, en el que a él tanto le gusta permanecer". Y, finalmente, a lo superior a ella misma, a partir de que concibió, en su esfuerzo de llamar la atención del gran solitario, lo si¬guiente:"Si imito a una mujer superior a mí misma, a una diosa imaginada por mí, a una hembra que tenga cualidades superiores a las hembras de este mundo, este hombre no tendrá más remedio que fijarse en mí". Y, por tanto, se puso a fabricar con su mente, a imaginar, cómo habría de ser una diosa si realmente existiera. Concibió que debería tener tres cualidades esa mujer superior: Serenidad máxima, para ser como la flor blanca, armoniosa, sensual y dadora de paz; sensi¬bilidad máxima, para ser como el bosque tranquilo y si¬lencioso, dador de profundidad, y amor máximo, para poder acercarse precisamente hasta un hombre infe¬rior a ella misma —superior si imitaba a lo superior sin cesar— sin despreciarlo y con el afán de enseñarle a imitarse a sí mismo en una forma más alta. Y así lo hizo Kábala. Así. ¿Sabéis que sucedió entonces? Pues que el reflexionante la miraba y la miraba cada vez más. ¿Por qué? Porque ella le estaba proporcionando, una a una y a diario, todas las respuestas que él había estado buscando y buscando sin cesar estación tras esta¬ción. Se las estaba regalando sin saberlo. Al actuar con gran serenidad, con gran sensibilidad y con gran amor ella le estaba hablando de qué era, de cómo era lo supe¬rior al hombre. Y esto es lo que a él siempre y desde siempre le había preocupado. Sólo esto, en vez de las migraciones tribales, en vez de los líos guerreros con otras tribus nómadas, en vez de la procreación porque sí y en vez del miedo a vivir de los restantes morado¬res de las chozas restantes. Kábala le trajo la gran ver¬dad y la puso ante sí: Quien imita a lo que concibe su¬perior, tal y como te decía antes, Akamón, enseña a su alrededor cómo es lo de más arriba, y no sólo eso, sino que se convierte poco a poco en lo más alto a él mismo. Y, al así convertirse, le sucede lo que final¬mente le pasó al salvaje que reflexionaba y a la salvaje que se convirtió en una semidiosa en el mundo por su quehacer diario. ¿Intuís, mis amigos, lo que a él y a ella les ocurrió al fin? Pues que ella, al actuar de aquella manera, le trajo la belleza a su vida hasta entonces sin sentido —por eso reflexionaba, para hallar un sentido al existir— y él, al comprenderla en su esencia , la asumió en su corazón. Y, al así asumirla, la tuvo en sí. Y, al tenerla en sí, la manifestó. Se convirtió por tanto, a su vez, en un ser sereno, sensible y lleno de la fuerza del amor más natural, tanto hacia fuera como hacia dentro de sí. Y, con el paso del tiempo, el resto de la tribu se puso a imitar a aquella pareja, que tuvo dos hi¬jos, una mujer y un hombre más bellos que los demás; que construyó una choza más sencilla y hermosa que el resto; que comía hortalizas y yerbas más brillantes que las cultivadas por los otros en la tribu y que, fi¬nalmente, habían hecho mucho más luminosos que todas y que todos allí, a su alrededor. Como esto fue así, el resto de la tribu imitó, ya os digo, sus movi¬mientos, su trato entre sí, sus caricias, su forma de tra¬tarse y su manera de comer bien, de estar bien, de sen¬tir bien. Y, en dos generaciones solamente, aquella tribu nómada se afincó en un valle donde cuatro esta¬ciones distintas les ofrecían cíclica y regularmente to¬das las bellezas, y todos los frutos, de la vida. Sólo hubo un fallo en la posterior historia de esta tribu nómada a la que perteneció el hombre que reflexio¬naba sin cesar. Sí, sólo hubo un fallo: Seiscientos se¬senta y seis ciclos climáticos después hubo una genera¬ción que pensó que, en vez de imitar constantemente a lo superior a sí mismos podrían, acaso, ser lo superior, ser lo más alto, ser la fuerza que, en definitiva, hasta aquel momento los había calmado y embellecido de padres a hijos. Esta generación se ensoberbeció, y en vez de imitar más a lo de arriba, lo olvidó y pensó de sí mismo que él era directamente lo de arriba y que, por tanto, había de poseer todo lo del mundo sin ninguna consideración, había de aprovecharse de lo de abajo sin ninguna sensibilidad y había de luchar entre sí para que un solo hombre tuviera el máximo poder, del mismo modo que, hasta entonces, lo más alto, al pare¬cer, había pretendido con ellos. Se erigieron en dioses a sí mismos y por eso, amigos, Anaíria, Akamón, por eso, les fue finalmente como les fue. La soberbia susti¬tuyó a la serenidad, la autoridad sustituyó a la sensibi¬lidad y la guerra sustituyó al amor. Lo más alto, triste, se marchó para no interferir en lo inferior, como ya sabes que no puede hacer, Akamón, tal como te aclaré anteriormente aquí mismo, en tu gran sala real. Y el ser humano quedó desamparado creyéndose dios del universo, único ser con vida en la totalidad, desde el preciso instante en el que se nombró a sí mismo per¬fecta creación. Quiso manifestarse como vida, en vez de manifestarse como dispuesto a dejar paso a la ver¬dadera vida a través de sí. Y, así, sobrevino la destruc¬ción, el hambre, las matanzas, la insolidaridad, la ex¬plotación del hombre que se creía superior al hombre que se sentía inferior, el odio entre las razas y los rei¬nos, los engaños, la mentira, la envidia por no ser como el de al lado y todo lo demás, todo, lo cual con¬dujo a aquella tribu hasta lo más alto de las creaciones surgentes de la soberbia, para luego caer hasta lo más bajo de los mismas creaciones de esa misma soberbia. Y el hombre se enfangó, perdido, se ensució, se manci¬lló y, finalmente, se mató entre sí. Y desapareció. Con él, desapareció incluso La naturaleza, ya que se la cargó, para ser directos y claros, antes de asesinarse in¬creíblemente entre sí. Por tanto, el benévolo mundo tuvo que hundir en sus aguas regeneradoras aquel mundo cuando ya no quedó hombre en pie en La Tierra. Tuvo que ahogar toda aquella vorágine de mentiras y gritos ensoberbecidos para que nunca más se diera algo parecido sobre la faz del planeta. Y, ¿sabéis, amigos? Sólo quedaron vivos —por haberse refugiado en una oscura y profunda cueva en la mon¬taña más alta de La Tierra— los descendientes del hombre que reflexionó hasta el final y de Kábala, la primera hembra que concibió que era posible imitar a lo superior que surgiera de su propia imaginación. Estos supervivientes, en número de setenta y siete, emigraron cuando cesó el gran desastre del hundi¬miento general; se fueron en busca de un nuevo con¬tinente, tras concebir y construir, tras imaginar y hacer realidad, una gran embarcación hecha de troncos grue¬sos, de cañas y de hojas de palmera. Gritaron "¡Tierra!" tras trece días de navegación a la deriva y, entre dos ríos situados cerca del actual reino himaláyico, rodea¬dos de amplia vegetación y de animales de todas las especies, construyeron en primer lugar un gran mo¬numento de piedra, que simulaba una cueva y que les recordaría para siempre aquélla que los cobijó de los diluvios, de los estallidos volcánicos, de los temblores de la tierra, harta de ser vilipendiada, explotada y des¬truida por los seres humanos. Después, se expansiona¬ron, procreando aquí y allá, y desarrollaron un reino donde la serenidad, la sensibilidad y el amor no eran tan sólo patrimonio de la flor, del bosque o de lo supe¬rior hacia sus creaciones. Lo que sucedió a partir de este reino, es una larga, larguísima historia, que el ser humano de hoy conocerá un día, sí, mi rey, exacta¬mente cuando sepa comprender los secretos simbóli¬cos encerrados en la existencia física del más brillantes de los astros, nuestro sol.

Tras una pausa, el gran anciano regresado a su cuerpo, el levantado de nuevo ante el rey, con buena cara, sin ojeras, con su pelo blanco brillante y sinuoso cayendo a ambos lados de su faz y con sus manos mostrándose serenísimas cuando gesticulaba, continuó hablando como si nada hubiera pasado a los asombrados presen¬tes (aunque ninguno mostraba con desorden su pro¬fundo asombro interior por aquella resurreción en pa¬lacio). Incluso, hasta había ya una pizca de curiosidad en los presentes y hasta el primer miedo de Anaíria se había convertido en espera expectante, a ver qué decía ahora, a ver qué analizaba ahora el gran sabio de entre los grandes sabios; el que, en efecto, dijo: con el mismo tono y con la misma voz que antes de morir:

Y no; como véis, no estoy ya en el cuerpo del que es mi amigo desde hace años. Es verdad, sin embargo, que os he hablado desde él, desde su interior, gracias al per¬miso otorgado a mí por su gran sabio interior. Pero ahora estoy aquí de nuevo, en mi cuerpo, y desde mi cuerpo ya tan viejo, desde mi vehículo ya tan usado por los vientos y los soles de cada ciclo, voy a volver a hablaros. No es esto, no, magia. No es, no, patraña. No ha sido tampoco un juego malabar. Ha sido esto y es esto, simplemente, la verdad humana. La gran verdad del hombre, la que está escondida en el símbolo de la muerte del cuerpo, de la desintegración total de este vehículo más animal que etérico, el cual por sí solo no es nadie, no es nada. Absolutamente, mis hermanos, nadie. Absolutamente, mis amigos, nada.
Prosigamos, pues, desde mi corporeidad anterior y prestadme mucha atención, ya que, cumplida ya mi promesa de morir ante el rey, he de finalizar pronto éste, mi discurso a ti, el rey.

Y tras un tiempo de larga pausa y de contempla¬ción de la gran sala por parte de todos, el gran sabio, vibrando mucho su voz, gritó de repente con inima¬ginada potencia el nombre del rey:

—¡Akamón!: Después de lo que aquí has visto, nunca más llores la muerte de un hombre. ¿Sabes quién llora y se desespera ante la muerte del cuerpo humano? Quien no ha solucionado interna¬mente su pánico mo¬rir. Por eso cada muerte a su alre¬dedor, al recordarle que él también ha de mo¬rir, le hace llorar o sufrir con desesperación. Pero sabe, oh, tú, mi rey, que quien mantiene despierto dentro de sí a su gran sabio interior, no puede temer a la muerte, no puede sufrir desesperadamente ante la muerte. Ni siquiera le hace falta exteriorizar dramáticamente lo que siente cuando un ser querido se va. Tampoco ríe ni se alegra. mantiene la actitud justa ante el final de la vida de un ser humano en La Tierra. Ora, habla con su sabio interior, y desea lo mejor al que se ha ido de esta vida, allí dondequiera que esté. Porque quien cree en lo superior a la vida del hombre en el mundo, ¿por qué ha de sufrir cuando la muerte le cae próxima? Es un contrasentido, una contradicción, una insensatez. Quien cree en lo más alto, quien sabe que los dioses es¬tán ahí, sobre él mismo, muere y deja morir con tran¬quilidad, Akamón, y, lejos de sufrir, ora acaso, con tal de que en el más allá sea bien tratado, o lo mejormente tratado, el humano que ya no continúa por más tiempo en la vida física. Y no se puede hacer más, ya que en ese más allá cada cual ha de recibir aquello que se haya llevado con él en el momento de morir. Quien tenga en su equipaje interior un alijo de odio escon¬dido, recibirá su propio odio multiplicado por diez. Pero quien lleve en sus alforjas amor, lo recibirá mul¬tiplicado por cien veces cien.Pero, a punto de finalizar ya nuestra última reunión, déjame hablarte un poco más a fondo que anteriormente sobre cómo y de qué manera se nace dos veces en esta vida física; o sea, so¬bre quién, además de nacer de madre, nace después in¬teriormente a la verdadera vida que está escondida, como ya sabes, mi rey, en el corazón divino de cada ser humano.
Se nace dos veces, rey, cuando una mujer o un hom¬bre de nuestros reinos com¬prueba que, de repente, lu¬cha por crecer en él una gran fuerza interior. Habrá que de¬jarle paso en la mente y en el corazón. Habrá que dejar atrás quien se era antes, y habrá que actuar sin miedo, ya que nunca es fácil enfrentarse a lo des¬conocido, sobre todo si llega del modo más invisible y silencioso para los ojos y los oídos humanos. El cuerpo de esa mujer o de ese hombre será como la casa de esa gran fuerza que quiere expansionarse más y más por dentro, de la misma manera que si un artesano aco¬giera en su morada a un gran sabio que ha llegado desde alguna parte, aunque no supiera exactamente de dónde ni, tampoco, por dónde. La mente de ese hom¬bre o de esa mujer habrá de ser como la ventana al ex¬te¬rior de esa gran fuerza sabia. ¿Y el corazón del hom¬bre? Pues ni más ni menos que el regular refugio para que el gran sabio interno, a medida que despierte y despierte gracias al poder de la gran fuerza natural que lucha contra el animal humano, y llegue así a meditar y a sen¬tir vivamente el cosmos interestelar inmerso del modo más perfecto en el gran océano de la vida.
Sábe, mi rey, que nadie muere en realidad en este mundo. ¿Cómo puede mo¬rir quien no existe más que en su propia mente? Y no olvides que son los cre¬cidos interiormente quienes saben de antemano que, en esta vida aparente, Akamón, en realidad no se muere. Uno tan sólo se eleva y abandona así su vehículo físico, tal como yo he hecho hace unas horas ante vosotros des¬pués de prometer que lo haría. Y ese verdadero sabio, ése capaz de recibir en sí, desde sí y desde fuera de sí a la gran fuerza sin temerla —del mismo modo que tu padre recibía aquí mismo en palacio, al rey de los gue¬rreros caníbales sin sentir ni una brizna de miedo— ése esconde su nombre, no presume y no muestra con facilidad lo que cree que sabe. Por supuesto, nunca dirá todo lo que cree que sabe. Nunca. Nunca. Nunca. Así se distinguirá fácilmente del gran farsante, del que co¬mercia con las cosas de lo superior, del que dice mu¬chas veces y de muchas maneras que él representa a lo más arriba de lo más arriba en La Tierra. Porque, Akamón, óyeme bien de una vez para siempre: No es dado a ningún ser humano ser representante de lo su¬perior en este mundo fenoménico. No, no le es dado a ninguno. Acaso, le fuera otorgado ese gran honor a un hombre o a una mujer que fuera capaz de engendrar en sí lo masculino y lo femenino con tal de comenzar a ser una raza superior de humanos en La Tierra. A un hombre superior sí se le daría el privilegio de ser re¬presentante de lo más alto en este mundo dividido en días y noches, en placeres y sufrimientos, en grandes verdades y en grandes ilusiones. Quien cree que sabe, calla lo más importante de lo más importante de entre todo aquello que cree que sabe, del mismo modo que yo, que creo que algo sé, callo y jamás diré aquello más alto que creo saber. El hombre que mantiene despierto dentro de sí a su sabio interior sólo habla cuando está seguro de que va a poder ayudar por dentro a quien tiene delante. Porque ese acto de ayuda lo enaltece más y le otorga superioridad frente a lo animal y pura¬mente instintivo. Pero, aún así, mi rey, tiene cuidado con las cosas que dice porque intuye que el gran cono¬cimiento pierde su valor en manos equivocadas. Está escrito en el gran libro de la vida que el verdadero al¬quimista jamás intentará crear oro tratando de trans¬mutar la materia, como intentan algunos de tus inves¬tigadores aquí mismo, en los sótanos del gran palacio del rey. Jamás lo habrá de pensar siquiera porque pre¬ferirá crear oro a partir de la carne de su cora¬zón. Está del mismo modo escrito en ese libro invisible que el verda¬dero peregrino no necesitará cami¬nar centenares y centenares de kilómetros para rendir culto a los luga¬res donde nacieron o murieron los antiguos profetas, como hacen los de esas tribus situadas justo entre el fin de occidente y el fin de oriente, cuyos miembros, varias veces en su vida, se dedican a ir descalzos sobre ardientes arenas del desierto o por sobre las más pe¬dregosas montañas que les puedan salir al paso, con tal de llegar al lugar que siente como santo. No, no y no, porque podrá hacer el mismo recorrido con su mente. El ver¬dadero observador de la vida humana, mi rey, tampoco analizará los sueños para conocer las profun¬didades del cerebro humano, porque sabe que él, en potencia, es superior al ser humano y a su cuerpo, que viene a ser como una de esas poderosas y complicadas máquinas hechas de palos y hierros que empleamos para mover las enormes piedras con las que construi¬mos nuestras pirámides en el desierto.
Y, de la misma manera, sabios, rey, hija, el que cree que sabe y cree al mismo tiempo que lo que sabe es importante, no propondrá al hombre que desarrolle ninguno de sus poderes latentes en el cerebro, no di¬vidirá bajo ningún concepto a los hombres entre su¬perhombres y débi¬les, no sentará las bases de una estu¬dio del ser humano repleto de complicadas definicio¬nes ni creará territorios exclusivos donde reunirse to¬dos los que crean saber algo para apoyarse mutua¬mente, contándoselo entre sí. Este que cree saber algo no animará a que nadie, absolutamente nadie, se sepa¬rare de la vida de su reino para par¬ticipar en esa vida de otra forma. El gran observador de la vida en La Tierra intuye, presiente o siente que lo más alto está en el hombre, y en todos y en todos los hombres sin ex¬cepción. Y cuando quiera difundir o hablar sobre lo que cree saber, lo que intuye, presiente o siente, lo harpa únicamente con sus pensamientos, con sus sen¬timientos, con sus palabras, con sus actos o, simple¬mente, desprendiendo una continua armonía desde su si¬len¬cio. Pero no una armonía irregular, no. No una armonía que ahora está y luego ya no está. Déjame re¬cordar ahora ante ti, rey, a un gran sabio de entre los grandes —este sí lo era, y no yo, en verdad— el cual enseñaba en una pequeña tribu de un reino perdido entre los reinos y en el más lejano de los pasados, con una enorme humildad y del modo más sencillo, el gran yoga de los dioses. Lo llamaban al mismo tiempo el vigoroso y el magnánimo, aunque él se llamaba Monte Claro.
Este gran sabio, preclaro entre preclaros, se dedicaba con una paciencia infinita a intentar que los más jó¬venes guerreros y las más jóvenes doncellas compren¬dieran que la actitud justa, tanto corporal como men¬tal, es la que acerca a los dioses por imitación continua. Y, en sus clases magistrales, a las que yo tuve el gran honor de asistir como humilde discípulo suyo, solía decir —no sin cierta ironía medida desprendiéndose de sus labios— las siguientes palabras (dichas siempre en tono suave y con la voz perfectamente timbrada): "El gran yoga de los dioses dice que quien pierde la calma en alguna ocasión, es que nunca la ha tenido dentro de sí". Y se quedaba tan tranquilo Monte Claro después de decir esta frase, después de proferir esta sentencia tan y tan bella y perfecta, que yo me iba, me rendía a sus pies y aprendía hasta de sus movimientos más insignificantes. Ni una sola vez lo vi fuera de sí, oh, sabios, oh, hija mía, oh Akamón. Ni una sola vez, mientras yo, en cambio, solía enfadarme mucho por entonces cuando me trataban de engañar los dueños de las posadas, cobrándome más de lo que les debía en justicia o cuando me sentía importunado por las ton¬terías cotidianas de aquellos con los que estaba obli¬gado a trabajar a diario por mis circunstancias. Y es que era tan cierta la sentencia de aquel noble Monte Claro —un ser ciertamente seductor y extraño— que, de tanto serlo, era ya mágica. Monte Claro también nos decía a los que simplemente aspirábamos a ser aspiran¬tes a su maestría que la vida era una ilusión de los sen¬tidos y que la verdadera vida era otra muy diferente a aquella que, en realidad, percibimos. Un gran sabio, ciertamente, así como Prístina, su bella enamorada, cuyos rasgos oscilaban caprichosamente, según el clima, entre lo indiano del occidente y lo indianático del oriente y cuya santa paciencia ayudaba a que quie¬nes odiaban a Monte Claro —a causa de saber tanto sin saber que tanto sabía y a causa de tener a su lado a una mujer tan bella como ella lo era— se mantuvieran en línea constante de asalto, pero sin dar un solo paso más sabiamente engatusados por ella con este fin y no con ninguno más. ¿Qué pasó de aquel monte tan claro y de su fiel valle, Prístina?
Emigraron, y se fueron allí donde se unen aquellos dos ríos de los que os hablé anteriormente, allí donde se hallan las montañas más altas y allí a donde llega¬ron los descendientes del salvaje que reflexionaba y de Kábala, ¿recordáis? Allí se marcharon, muchos eónes de tiempo después de que sucediera todo lo que pasó en el mundo a partir de lo que ya sabéis. Allí, allí vive probablemente en la actualidad Monte Claro, practi¬cando su gran yoga y su gran meditación permanente en las cumbres más altas de La Tierra, dejando recortar su perfil único y armonioso en los atardeceres más impresionantes que se puedan dar en este mundo, mientras él ofrece a los cielos, como recuerdo de lo que enseñaba magistralmente, su gran pose del águila real en equilibrio sobre la tierra, su noble cobra, su tortuga perfecta o su inolvidable gran saludo al sol.
Allí debe de continuar Monte Claro, allí, si no ha abandonado ya el mundo de la materia, harto de todo, para irse a las regiones divinas a las que siempre sos¬peché que secretamente pertenecía; aunque también, os confieso, siempre sospeché que él, seguramente, cambiaba de cuerpo a voluntad desde muchos siglos atrás sobre La Tierra, o algo así, porque no era normal, no, su perfección de movimientos, su armonía al ser, al hablar, al sentir. No, como hoy, tampoco entonces era lo corriente en los reinos. Y él, sin embargo, era así. Y, a ella, la enseñó a ser tan así que, la última vez que la vi, parecía más la diosa de la sensualidad sencilla encarnada que una humana esposa, al lado de él, que le profesaba un amor de altura, un amor de esos, úni¬cos. Los dos eran, sí, excepcionales.
Monte Claro, montaña iluminada, déjame recordarte aquí, en mi discurso al rey, a ti, tú: Mi mejor maestro, creédme, de entre todos los maestros que tuve hasta entonces y a partir de entonces, el único que, secreta¬mente y sin jactarse de ello, me dio siempre más de lo que yo mismo le di.

Pero prosigamos. Es hora de comenzar a finalizar, mi rey. Cae la tarde ya sobre tus jardines y sobre tu reino. Caen las sombras grises y rosas sobre las fachada de tu bello palacio. Hasta el rostro de Anaíria, mi hija, se vuelve ya del color del atardecer. prosigamos, por tanto, porque ya va siendo hora de finalizar y de irnos, cada cual a su lugar, a seguir siendo aquel que cree ser.
Porque, ¿qué ha de hacer aquél que despierta dentro de sí a su gran sabio interior, después de dejar que la gran fuerza se expanda dentro de sí? Esta pregunta es importante ahora. Por tanto, oye, escucha y aplica la consiguiente respuesta, joven Akamón: Lo que ése ha de hacer de inmediato es liberar su cuerpo para que pueda acomodarse dentro de sí su gran sabio interior recién despertado. ¿Acaso si llegara un gran sabio de entre los sabios a vuestra casa, a tu palacio, no le ofre¬cerías tus mejores aposentos como has hecho con no¬sotros, los llamados siete grandes sabios de tu reino? Pues lo mismo hay que hacer con el gran sabio in¬terno, exactamente lo mismo.
¿Y cómo se libera, con ese objetivo, el cuerpo humano, mi rey?, te podrías estar preguntando ya al final de mi discurso ante ti.
Sábelo ya, Akamón: El cuerpo del hombre se libera rec¬tificando la columna vertebral y con¬du¬ciéndola con parsimonia, sin prisa, a su rectitud origi¬nal.Y no hay más secreto que ese, para comenzar a ser, para comen¬zar a sentir, para comenzar a comprender lo que es. ¿Y por qué es necesario extender de esa forma la columna humana? ¿Verdad que, a primera vista, puede parecer un acto inútil y sin fundamento? Pues no, no es así. veámos porqué, veámoslo, sí, sin más dilación: Es tan sencillo como que cada daño interior, cada complejo ante la vida, cada dolor profundo de la niñez o del pre¬sente, cada soledad no asumida y cada miedo escon¬dido se solidifica poco a poco y finalmente en una traba física. Pongamos por caso el hombre que no puede doblarse por la cintura a causa de un barrigón muy grande. ¿Es esto normal? No, no lo es. ¿Por qué no puede doblarse ese hombre, por su barrigón volu¬minoso o por lo que causó ese barrigón tan enorme? Más bien, por las causas de esa protuberancia estoma¬cal e intestinal, ¿no creéis? ¿Y cuáles son esas causas en su caso?: La falta de flexibilidad de su columna en la parte baja, la falta de control sobre la pared abdominal y la falta de flexibilidad de su zona más íntima. ¿Y todo ello a qué puede ser debido? Veámos, nada más fácil, oh, los aquí presentes. Nada más fácil, como digo: La falta de flexibilidad de su columna en la parte baja le es dada por quererse mantener demasiado altivo en la vida, y así lo refleja su columna. La falta de control de la pared abdominal le es dada por abusar de las comi¬das más burdas y de los alcoholes embriagantes, todo lo cual ha provocado una disfunción orgánica que le quita flexibilidad interna y externa. Y la falta de flexibi¬lidad de su zona más íntima le es dada, a su vez, por su deseo sexual desaforado, por su estar permanente¬mente mirando las piernas de las jovencitas, deseán¬dolas secretamente —como yo desée a Íria, aunque yo lo hice, ya a gran edad, desde mi sentido de la admira¬ción de lo que es bello en verdad— y manteniendo una multitud ingente de deseos íntimos sin resolver con el sexo contrario. Ahí lo tenéis. Esta es la respuesta que resuelve el problema de ese gran barrigón hu¬mano, que, como las vacas, ya lucen muchos de nues¬tros comerciantes y negociantes por doquier.
Todo cuanto daña al hombre, Akamón, origina un cruel nudo nervioso en la columna. Por eso el que li¬bera su columna de esos nefastos nudos nerviosos ori¬ginados por sus daños quien se abre a su gran energía interior. Y, de esta forma, se libera. Y, de esta manera, experimenta una expansión interna. Y comienza a percibir la realidad verdadera de sí mismo. Se abre en¬tonces su mente, Akamón, como tú quieres abrir la tuya para ser un gran rey de tu reino, y actúa a su alre¬dedor solamente desde la fuente de su energía interna, la que fluye de su gran sabio interior, antes dormido, quizá perdido, hoy acomodado ya en su corazón.
¿Y cómo se libera la mente, qué se nota, qué se siente, después de haber trabajado sobre los nudos de la co¬lumna por medio del gran yoga de los dioses? ¿Qué pasa, qué sucede, se deja de ser quien antes se era, acaso? ¿Es esto lo que te estás preguntando cerebral¬mente, mi joven rey? En este caso, deja de preguntarte por dentro y escúchame con atención fuera de ti, ya que nada le sucede al hombre fuera que no esté ya, de uno u otro modo, en su interior. Sabe, sin embargo, ya que quieres seguramente saberlo antes de que yo me vaya definitivamente a mis cosas —he dejado bastan¬tes temas pendientes en mi casa y en mi escuela de metafísica, por cierto, para venir a verte después de tu llamada— que la mente del hombre que busca lo transcendental para comprender más la existencia humana en el mundo se libera, ni más ni menos, que dejando que pase aquello que a menudo tratamos de evitar que pase. ¿No lo entiendes, no lo entendéis a la primera? Dejando que la vida fluya alrededor tal y como quiera fluir; dejando que su¬ceda lo que tenga que suceder en cada instante y siendo, simplemente, un gran observador de lo que pase. Pero un gran especta¬dor activo cuando haya que serlo, y pasivo cuando tam¬bién haya que serlo. Porque en ese no forzar los acon¬tecimientos ni las acti¬tudes, futuro gran rey de este reino, se halla el secreto de crear una gran armo¬nía alrededor. Tienes que saber, si así lo quieres, si no me interrumpes ya, en estas las postrimerías de mi discurso a ti, que el mejor ejer¬cicio para liberar la mente consiste en no pretender que ella construya a su modo y manera la realidad. Recuerda siempre, mi buen rey, que quien usa su mente para in¬cidir sobre el en¬torno, obligando determinadas actitudes a los demás —por poner un caso frecuente en las familias de nues¬tro reino— se pierde en muy largo trecho del verda¬dero camino hacia sí. Pero, por otra parte, no hay que huir de la vida mundana, de la relación humana dia¬ria, no, no, no es eso, no. Porque tampoco se liberará quien huya del mundo para refugiarse a solas y para siempre en una cueva y así no participar de nada y permanecer en estado de permanente virginidad in¬terna. Debes saber que tan sólo de¬terminados guerreros simbólicos pueden ac¬tuar así en esta vida de La Tierra y vencer al final. Lo que a ti te interesa saber para tu práctica como rey que quiere ser gran rey y gran hu¬mano en este mundo de las dualidades perfectas, Akamón, es que quien se libera sin abandonar el mundo de baja vibración, ése, ése es el gran vencedor del gran juego del existir en este planeta. ¿No lo ves? Esto es como el guerrero que decide que está harto de matar, y lo decide en medio del fragor de una horrible batalla, después de ver en torno a sí cien mil cuerpos degollados, diez mil cabezas cortadas salvajemente, en¬trañas diseminadas por los campos, sangre regada so¬bre las plantas más bellas, diciendo: "No, no puede ser que la vida sea esto y así". Este, este tiene mucho más mérito, sí, infinitamente mucho más —salvo casos es¬peciales, ya digo— que aquél que huye de las guerras, aunque sea odiándolas, se sube a una montaña y se re¬fugia de la vida y de todo allí, esperando sólo la muerte y rezando y rezando sin parar. El guerrero que dejó de matar harto y hastiado de la estupidez hu¬mana, ha experimentado y, en la experiencia, ha deci¬dido, ha optado, se ha decantado. El que huyó, no ex¬perimentó más que su propia cobardía, sí. Por tanto, es muy difícil que sea un ser puro de verdad, a menos, claro está, te lo adelanto de nuevo mi rey, que se trate de uno de los conocidos como los doce grandes guerre¬ros invisibles, el cual hubiera encarnado precisamente para estar solo, entrenarse de nuevo, y morir a solas cuando lo desée para esperar una mejor época con el fin de volverse a encarnar y luchar por defender y dar el poder del mundo a la gran verdad.
Es, finalmente, Akamón, quien funde la vida exte¬rior con la vida interior quien opta a pasar el gran um¬bral que separa lo visible de lo invisible en este mundo.
Pero falta algo más. ya te he hablado de cómo liberar el cuerpo; también, de cómo liberar la mente. Pero, ¿cómo se libera entonces el corazón con tal de dejar que en él more el recién nacido sabio interior? Sábelo también: Libera su corazón quien no de¬pende ni de los buenos ni de los malos sentimientos, porque, en ver¬dad, no es ya lo que desea ser amado, vene¬rado, admi¬rado o agasajado, a causa de que sabe que la vanidad de la personalidad no con¬duce más que a la muerte del gran sabio interior aún antes de que llegue a nacer en el corazón. Libera su latido interior, en cambio, mi rey, Anaíria, grandes sabios, quien espera la belleza y la ad¬mira cuando llega ante sí. ¿Y hay algún ejercicio para liberar el corazón de las trabas que pueda tener y que impidan que more en él el gran sabio que todos lle¬vamos dentro de forma latente? ¿lo hay, mi rey? Sí. Hay uno de efectos inmediatos, el cual lo usó una vez un hombre que había sido muy malvado con su es¬posa, a la que había prohibido salir sin él, dejarse ver ante los demás hombres, hablar a nadie si él no estaba presente y a la que había sometido a un sinfín de con¬dicionantes más. Fue herido de gravedad con un pun¬zón por una amante a la que maltrató y a la que traía a escondidas a su casa cuando su esposa estaba rezando en el templo de las mujeres. Así retozaba con ella se¬cretamente. Iba a morir este hombre que había sido cruel en la misma proporción que su amante acababa de serlo con él antes de huir y dejarle sangrante en el lecho matrimonial de su hogar. En eso, se le apareció una visión mental. Se estaba desangrando allí, solo, y, pese a que no creía que lo que veía existiese en reali¬dad, se puso a hablar con ello por ver si así conservaba la vida hasta que llegara su fiel y castigada esposa, la cual lo podría salvar del desangramiento total lla¬mando al druida tribal, el que conocía las pócimas más secretas para cualquier herida profunda y punzante. En su visión mental, se le apareció una mujer brillante tan guapa, o más, como lo había sido su esposa cuando era joven o como lo era la que lo había herido, su se¬creta amante. Y esta mujer que él considero imaginaria le preguntó hablándole como de mente a mente:
—¿Me llamabas?
—No, no, la verdad es que no... —dijo él.
—¿No?
—No —confirmó él, totalmente convencido de que aquello era una visión, y él, precisamente, no es¬taba en aquellos momentos para visiones, ni, en reali¬dad, para nada más que que viniera de una vez por to¬das su esposa y lo salvara de desangrarse totalmente, ya que no podía siquiera moverse a causa de que el gancho de carnicero que ella le clavó en un costado, lo mantenía inmóvil y pegado a la tabla de la cama.
La visión comenzó a desaparecer de su mente y, con terror al comprobar que iba a quedarse solo, el hombre la llamó por instinto, por miedo, por pánico a la muerte:
—¡Oye!
—¿Sí? —La aparición pareció aclararse un poco más en su cerebro. Esto lo tranquilizó y por eso sonrió levemente mientras decía:
—Espera, podríamos charlar, ¿de acuerdo? No eres más que una visión, lo sabemos los dos. Pero podría¬mos charlar. Fíjate en lo herido que estoy. Fíjate. Y todo por no poder ver más a Florindia, la carnicera, la cual, como ves, me ha clavado con uno de sus ganchos de coger ganado por el cuello en la misma cama donde estaba tranquilamente, y sin esperarme su traición, re¬tozando con ella. ¿Tú te crees? Encima que le hago un favor penetrando sus entrañas y dándole el placer que nadie le quiere dar en el poblado, debido a su carácter fuerte y poco femenino, encima de eso, va y me mata. Porque, ciertamente, como no llegue pronto mi es¬posa, visión, yo me muero aquí. ¿No lo ves? Quédate, quédate en mi mente, así podré hablar y tal vez así me pueda mantener vivo más tiempo. ¿sabes, visión? tengo tanto miedo a morir. No sé qué vendrá después, incluso, más bien, creo que no vendrá nada y que de¬sapareceré para toda la eternidad. ya ves qué perspec¬tiva tan horrible. ¡Ingenua, ingenua...Ven, ven ya, por favor! —imploró en alto el hombre, que llamaba a su esposa en esos momentos, los cuales podían estar con¬figurando el final de su existencia terrena.
—Está bien. Me quedaré en tu mente. ¿Quieres algo más de mí? —le preguntó la visión con voz tran¬quila.
—No, no, sólo hablar, hablar, hablar para así vi¬vir...
—Entonces, ¿de qué quieres que hablemos?
—De las relaciones con las mujeres. Lo he pasado en grande en este mundo. Fíjate que he tenido a la guapa Ingenua a mi lado, la madre de mis dos cinco hijos, y a una larga lista de amantes, de las cuales m,e he conseguido encargar en secreto, a espaldas de mi esposa.
—Ya veo que lo has pasado muy bien hasta el momento en el mundo, ¿cómo se dice entre vosotros? —se preguntó la visión en su mente— ¡Ah!, sí, "cepillándote" a toda mujer que se te haya puesto por delante. Has tenido una mujer, un esposa fiel a tu lado, una gran madre, y mil amantes más. ¿Te has di¬vertido en el mundo, verdad?
—Pues ya que lo dices, extraña visión, sí, me lo he pasado muy bien. A mí que me pongan dos buenos muslos, un trasero de impresión y dos buenos manan¬tiales de leche materna, ya sabes tú a qué me refiero, y a vivir. Por mí, la vida podría durar una eternidad mientras hubiera mujeres a las que pasar por el catre y a las que demostrar lo que uno es capaz de hacer, repe¬tidamente y una y otra vez, cuando se trata de dejarlas con los ojos en blanco y babeantes bajo este fornido cuerpo del que he disfrutado más incluso que con la comida, sobre todo con la carne de venado, que me en¬canta. ¿Nunca las has probado con salsa de pajarillos machacados vivos en su sangre? Bueno, claro, tú no eres más que una simple visión, un espejismo mental, así que qué vas tú a saber de carne de venado y sangre de pajarillos machacados con sus tripas y todo. Pues te explicaré que es deliciosa esa carne. Me la traía a me¬nudo Florindia de su negocio; y, luego, fíjate tú qué tan listo soy yo, que le explicaba a Ingenua que yo mismo había cazado el venado y que había regalado el resto de su cuerpo a una tribu humilde para que ali¬mentasen a sus hambrientos, que no sé si sabes co¬mienza a haber más y más en todos los reinos, no sé porqué será. Yo, como tengo —más bien tenía— los favores de Florindia, pues estoy —o estaba, porque no sé si querrá volver a mi lecho como hasta ahora— muy bien surtido de carne fresca, la más fresca y blanda de toda la ciudad, la que pertenece a los cervatillos y a las ternerillas. Ya ves lo listo que soy. Así que ¿por qué me he de morir ahora, no, no quiero, no, horrible vi¬sión, no quiero.
Y no, no era verdad que yo cazara nada de nada. En mi vida he cazado. Pero así engañaba a la perfección a mi Ingenua, que, ciertamente, no se entera, no se entera absolutamente de nada y de nada. Fíjate, visión, que le prohibo que se ponga flores en su precioso pelo peli¬rrojo, y no se las pone; le prohibo que hable con los demás hombres, y lo cumple. Le prohibo que vaya sin mí a otro sitio que no sea el templo exclusivo de las mujeres, y no va más que a ese sitio. Es una Ingenua perfecta mi Ingenua. Soy feliz, aunque ahora haya ve¬nido ésta Florindia a clavarme este gancho oxidado y horrible en mi costado izquierdo y me haya dejado crucificado aquí. ¿Crees que moriré, visión? ¿Tú como lo ves? —preguntó con la esperanza de que, en su conversación mantenido mentalmente, la visión de aquella bella mujer brillante le respondiera que no. pero ella le contestó:
—En efecto, hombre, vas a morir.
—¡No!
—Sí... —le confirmó la visión con voz dulce y llena de paz.
—¿Cuándo?
—Ahora, cuando Ingenua llegue del templo de las mujeres.
—¡No! —repitió el hombre fuera de sí, abriendo mucho la boca, llorando lágrimas de terror inacabable.
—¿Quieres morir en paz?
—No, ¡no quiero morir ni en paz ni sin paz!
—De una de las dos formas tendrá que ser´, hu¬mano.
—¡¿Y quién eres tú, si se puede saber?! ¿Quién eres, que así me mientes, hablándome sin ninguna consideración de mi muerte?
—Yo soy Ingenua.
—¡Ingenua! ¡No puede ser!
—Sí, soy tu esposa Ingenua.
—¡Mientes, visión, mientes! Tú no eres ella. ¡No conoceré yo a mi mujer! Eres mucho más joven que ella, eres mucho más bella tal como te estoy imagi¬nando. Me recuerdas mucho a una sensual bailarina que capturamos una vez, en una batalla, cuando yo era joven, y retozamos con ella en pleno bosque hasta ciento tres guerreros sedientos de sexo y de sangre. Estuvo bien. Luego, le clavamos cada uno un puñal y la dejamos colgada de un árbol junto a una inscripción sobre su cabeza que decía: "Por retozar con todos, mi¬rad lo que me ha pasado". Estuvo bien, sí. Aún recor¬damos aquel episodio el gordo Juliano y yo cuando nos reunimos, y aún nos reímos a mandíbula batiente de aquello ante nuestras dos grandes copas de vino fer¬mentado. Ah, sí... Aquellos tiempos. Aquellos memo¬rables tiempos, sí...
—¿Quieres algo más de mí? Como no me crees, me voy a ir...
—No, !¡No te vayas, maldita visión! —le or¬denó.—¿Por cierto? ¿No te puedes denudar, aunque sea en mi mente? Tienes un cuerpazo de aquí te es¬pero, mujer. Tal vez podamos encontrar la fórmula de montárnoslo, ya ves, déjame pensar...
—Yo te digo que vas a morir cuando quien repre¬sento en este mundo llegue a tu casa, yo te digo que yo soy Ingenua y yo te digo que aún te queda una sola oportunidad de arrepentirte de ser quien has sido o de no morir en paz con la Gran ley de la vida en la tierra.
—Pero, ¿qué me estás diciendo, visión? ¿Has en¬loquecido, mujer mental? ¡A ver si vas a resultar un diablillo disfrazado de bailarina como aquélla que es¬taba como para comérsela viva! ¿Qué pretendes tú, di¬ciendo ahora vengo, ahora me voy? ¿Podrías desnu¬darte, por favor? Es lo único que te pido. Así, reviviría más y más al ver tu joven y bello cuerpo siéndome ofrecido y, al llegar mi esposa, pues te vas, te esfumas de mí, desapareces y, como quien no quiere la cosa, aquí no ha pasado nada de nada. Ya ves qué fácil, ¿te va?
—Yo, tu esposa en lo más alto, te digo lo que has de hacer y si quieres me escuchas y, si no, me voy. Me aburren los humanos como tú.
—¡Ah! ¿Sigues en tus trece? Pues, dále, venga, di lo que he de hacer. Así al menos me reiré de lo que oiga. Adelante —dijo él con orgullo, mi rey, sabios, Anaíria. Así fue. ¿Y sabéis lo que le dijo aquella visión que de¬cía ser su esposa pero en lo más alto? le dijo estas pala¬bras, exactamente éstas y no otras:
—Sin quieres morir en paz con la invisible Gran ley que todo lo rige en la vida en La Tierra, esposo, mira a la Ingenua terrestre cuando entre en vuestra casa y dile, antes de morir tú y sin dudar, estas pala¬bras: "Nunca debí, amada esposa, querer para mí tu li¬bertad, sino tu gran bondad conmigo. tenía que haberte dicho "por favor" muchas veces, y no lo hice. Sin em¬bargo, te exigí de todo sin fijarme en ti, en si dormías bien o en si comías bien o en si eras feliz conmigo. te¬nía que haber dado libertad a nuestros hijos, en vez de prohibirles y prohibirles ser ellos mismos, ser como yo quería que fueran, antes incluso de concebirlos con¬tigo, que has sido, lo sé, y ahora lo reconozco, una gran madre de nuestros hijos. YO te imploro tu perdón, Ingenua —así se lo habrás de decir, así...— porque me ha matado una de las decenas de amantes que he te¬nido a tus espaldas, mientras tú rezabas por mí, sa¬biendo lo que te hacía, en el templo de las mujeres, la única parte a la que te dejaba ir por tu cuenta. Yo im¬ploro tu perdón, Ingenua..." Y si se lo pides hablándole así —le dijo la visión con la cara muy serena— ella es tan buena que te perdonará y podrás morir en paz.
—¡¿Yo?! ¿Yo decir esas palabras, yo? ¡Pero qué me dices, zorra visión, más que zorra visión! ¿Por qué no te contratas en el negocio de Juliano, que comercia con el cuerpo de las muchachitas pobres más bellas, alqui¬lándolas para intimar a los más ricos y poderosos a cambio nobles metales? ¿Por qué no te pierdes por ahí, maldita visión? ¡Largo, grandísima zorra, largo!

En ese segundo exacto, entró Ingenua a la casa a la vez que la que se había declarado Ingenua en lo más alto desaparecía de la mente del hombre lujurioso y cruel.
—¡Mi marido! ¡ Pero, ¿Qué te han hecho?! —ex¬clamó ella abalanzándose sobre la cama ensangrentada donde él permanecía clavado.
—Han sido siete bandidos, grandes como osos, fuertes como caballos. Querían violarte a ti, pero yo te he defendido. Entraron a traición para robar y para en¬contrarte, te buscaban y te buscaban y yo les decía: "Antes me matáis que violentar a mi esposa". Y lo cumplieron. Han tratado de matarme. pero ya ves lo fuerte que soy. A pesar de haber derramado tanta san¬gre, te esperaba para que fueras tú la que me salves. Quítame este gancho, quítamelo ahora, Ingenua, y vi¬viré y podré seguir defendiéndote, y podré seguir amándote y siéndote fiel de esta forma como te he amado y te he sido fiel hasta hoy.
Ingenua, obediente y enamorada de él como el primer día —y eso, amigos, pese a que conocía sus aventuras con la carnicera y con las demás— quitó aplicando mucha fuerza aquel gancho que atravesaba el fuerte cuerpo de su hombre. Y, al quitarlo, un chorro de san¬gre surgió como de una fuente y, expirando por se¬gundos, empalideciendo por instantes, él aulló enton¬ces:
—¡No, no! ¿Qué me has hecho, eh? Estoy desan¬grándome...¡Es el fin! No, no, no... El fin...¿Y si la vi¬sión tuviera razón, y si...? Ingenua, mi Ingenua, quería decirte que yo...
Pero no pudo sentir ni decir nada más, porque el hombre lujurioso murió así. Como murió deseando ver mujeres y más mujeres desnudas ante sí convirtió en realidad sus imágenes en el mundo de los deseos tras ,morir y fue así como regresó de nuevo a La Tierra, esta vez en otro cuerpo, para ser una cotorra en una tribu negra, donde las mujeres todas iban total¬mente desnudas todo el día. La más sensual de todas ellas, la más dotada, lo encadenó como cotorra de color verde talismán de la tribu a un palo y cada noche se desnudaba ante ella, mientras le decía llamándola por el nombre que le había puesto: —Estúpida, mi cotorra, ¿te gusta mi cuerpo verdad, por eso gritas así? ¡Calla ya! Voy a dormir.

Fue así, Akamón, como aquel hombre no liberó su corazón de aquello que le apresaba sus sentimientos. Por eso no pudo crecer, como si lo hizo Ingenua, que fue construyéndose con su modo de vivir un cuerpo sutil, una gran maga interior, que fue la que se le apa¬reció en sus últimos instantes, como visión, al hombre lujurioso.

Pero, ¿quién más libera su cora¬zón? ¿Sólo quien vive más castamente y más buenamente que nadie, como la Ingenua de la historia que te acabo de relatar? No, no, no mi rey. También libera su corazón, sencillamente, quien no mide a los demás por su forma de ver la vida. Quien es libre al sentir, al pensar y al hablar y deja que los demás sean libres de sentir, pensar y ex¬presar aquello que quieran. Así de sencillo, no más.
Y voy a decirte algo más, Akamón. Ha llegado ya el día en que las grandes verdades que dijeron todos los profetas del mundo se han extendido sí, aunque de manera tergiversada, por todos los reinos de esta tie¬rra.
Khristós, Buddi, Alí, Brajmá, Zoristrio, Záratro, Shavi... Todos estos hombres despertaron hace mile¬nios su sabio interior y lo dijeron en alto —por lo cual hubieron de pasar terribles pruebas a causa de la incre¬dulidad final de sus hermanos— Tuvieron seguidores fieles, que expansionaron lo que decían y que lo predi¬caron. Pero, ¿sabéis algo, amigos aquí presentes? Todos ellos, absolutamente todos ellos, hablaban exactamente de lo mismo pero con diferentes nombres, con diferen¬tes historias, y desde diferentes palabras y lenguas acaso. Por eso qué más da ser seguidor interno de Khristós o de Brajmá, de lo que ellos dijeron, o de Alí o de Shavi, quizá. ¿Qué más da?, repito. Lo digo por¬que entre los siete reinos del mundo, cinco están en¬frentados entre sí, sobre todo, por cuestiones de este calibre. Los seguidores de Khristós hacen la guerra a los seguidores de Brajmá, y así, todos ellos entre sí. Y todo por creencias metafísicas tan sólo diferentes en apariencia. Aprende desde ya que todo es lo mismo en este asunto, y puede, mi rey, que te evites más de una cruel y sangrienta guerra con nuestros reinos vecinos. Porque, Akamón, la fuerza única que todo lo crea pre¬conizada por Kristós es también la gran fuerza univer¬sal anunciada por Alí. Y que esta fuerza de Alí es la misma que la de Brajmá, y la de Brajmá, la misma a su vez que la de Shavi y la de Shavi la misma que la de Ra. Ra también es la mónada, el origen de todo según unos, y, a su vez, la mónada también es ello; y ello, lo absoluto; y lo absoluto, la gran luz; y la luz el gran sol...Y de la luz del gran sol nace el hombre. Ya ves. Lo hemos liado todo, igual que en nuestra política entre los reinos. El cielo más bien parece un campo de bata¬lla entre dioses distintos y dispares entre sí, antes que un lugar de armonía y de paz. Hasta eso hemos llegado nosotros, los humanos, grandes, excelsos, tan prepo¬tentes como tan soberbios.

Y ya sabes por tanto, Akamón, cómo ser un buen rey de tu reino.
Ya lo sabes. No puedo decirte más sobre eso. Recuerda lo que has visto y oído aquí, y llegarás a serlo. No lo dudes.

Pero, ¿y cómo ser un ser humano justo con la vida y con La Naturaleza? Voy a pasarte algunos con¬sejos muy útiles antes de regresar a mi casa tras abra¬zar, por supuesto, a Anaíria, mi hija reencontrada, con la que nos diremos muchas cosas, estoy seguro, de co¬razón a corazón, cuando salgamos hoy de esta gran sala.
Recuerda, Akamón, recuerda mis próximas palabras, acuérdate a menudo y asume la esencia de lo que voy a decirte, y lograrás ser, sí, el más justo de entre todos los hombres. Y, así, quedarás situado, de nuevo, ante las puertas de la más perfecta de las iniciaciones, la que enseña la gran verdad al hombre, y la que lo hace desde el interior de sí mismo.

El ser humano justo, en primer lugar, respeta al ani¬mal, mi rey, porque ve que nace, que siente y que muere como él. Respeta a la planta, porque sabe que es una forma de vida de su madre, la tierra, la cual la alimenta para que crezca lo más bella que los hom¬bres la dejen. El ser humano justo respeta, también, al mi¬neral, porque se da cuenta de que es eter¬no, de que su edad es mucho ma¬yor que la del mismo hombre. Y es que muy pocos saben que el mineral es constante fruto de la obra alquímica de La Tierra consigo misma. Por eso, el hombre justo no ansía usar los metales más no¬bles como valor de in¬tercambio, ni los rompe, ni los talla. Más bien, Akamón, los deja cre¬cer y transparen¬tarse a sí mismos siglo a siglo, para que el mundo se vuelva más y más brillante cada vez gracias a ellos, que se desarrollarían libremente por todas partes. Es verdad, te digo, Akamón, que a todos nos sería posible vivir en un mundo de grandes montañas de dia¬man¬tes y es¬me¬raldas, de rubíes y de zafiros, si el hombre no codiciase lo que la tierra crea despacio y en su seno ca¬liente, a medida que se encuentra a sí misma.
De la misma forma que el ser humano justo res¬peta al animal, al vegetal y al mineral, debe venerar también a La Naturaleza que lo rodea -o que debería de rodearle— por todas partes. El justo sabe que en la gran madre tierra están contenidos y ocultos todos y todos los símbolos que, si son descifrados, abren los secre¬tos de la vida y de la muerte, del tiempo y del espacio. Ése y sólo ése sabe que, al respetar a la Naturaleza, se res¬peta a sí mismo. Y es que ella, nuestra gran madre en La Tierra, está infini¬tamente más viva que el hombre y es, además, lo que el mundo nos muestra, en su idioma de paz y armonía, para comunicarse con los hu¬ma¬nos. ¿Y cómo, de qué manera se comunica con nosotros ella, La Naturaleza? Con su paz, en primer lugar, que simboliza la necesaria paz que debe alcanzar cualquier ser humano que pretenda optar a realizarse a sí mismo y, así, encon¬trar su camino má¬gico ha¬cia una realidad más, mucho más transcendente. ¿Cómo más? ¿Qué más nos dice desde su silencio, a pesar de que la maltratamos y la maltratamos sin cesar, mi rey? Pues verás, sorpréndete: Nos habla claramente desde el aire que el hombre respira, que ella misma fabrica para no¬sotros desde su vegetación verde y, por la noche, como si quisiera no molestarnos con sus continuos trabajos de alquimia superior. Y esto nunca hay que ol¬vidarlo. Nos da la vida y ya por eso es superior al hombre, su hijo principal, el cual intenta dominarla desde hace ya —reconozcámoslo de una vez por todas— algu¬nos si¬glos terrestres. Por eso ella se esconde, como se escon¬dería una madre de los golpes de su hijo enfermo mental. A veces, mi joven rey, ella va y pro¬testa por¬que siente demasiado daño. pero muchas menos veces de las que debiera protestar en alto, y muy en alto, te¬niendo en cuenta lo que le hacen como madre. Ella es la que ofrece frutos que nos podrían alimentar a todos los hombres, granos que lo mismo de lo mismo, ríos para que bebamos y la contemplemos... Y, sin embargo, la destruimos, la quemamos y, no contentos, en¬carce¬lamos a sus animales para matarlos en serie o en cace¬rías cruelmente organizadas, mi rey, siento decíroslo por vuestros cortesanos más fieros, pero y, también, comérnoslos.
Pero ella, esa gran ella, habla y habla claramente, como el agua de sus fuentes naturales, a quien sepa ce¬rrar los ojos y dejar la mente en blanco. No lo olvides nunca, Akamón. Ella tiene su voz, que es diáfana y profunda, suave y concreta. Cada vez habla menos al hombre, es cierto, pero es que cada vez queda menos de ella en la superficie del mundo. El eco, a partir de La Gran Naturaleza, de¬muestra hasta dónde puede lle¬gar la vi¬bración de un hombre cuando reclama en alto. Y es más, rey destinado a ser gran rey, si el hombre su¬piera llamar con el co¬razón la vibración de su grito da¬ría invisibles vueltas a la tierra sin ce¬sar y sin cesar, hasta traerle en bandeja de plata aquello que así pidió.
¿Y la flor? La dulce flor que simboliza, Akamón, Anaíria, grandes sabios, lo que tendría que ser la vida de un ser humano en esta tierra. Porque quien se abre al mundo como la flor y resulta tan bello interior¬mente como una amapola o una margarita, co¬noce. Y quien conoce, se eleva. Sin duda. Para abrirse como una flor, hay que encontrar al gran sabio interior en el propio corazón.
¿Y a quiénes está negado hallar a su gran sabio inte¬rior dentro de sí? Sin duda, rey, a los que niegan la existencia de lo más alto. A los que la niegan, senci¬llamente, porque la han buscado fuera de sí mismos y, claro, ya sabemos que ahí no está, que ahí no puede es¬tar. Porque, ¿quién le da la vida al hombre? La fuerza, y sólo la gran fuerza que se ha¬lla den¬tro de sí. Y ellos, aquellos a quienes les está negado toparse con su gran sabio interno, no lo saben. ¿hay mayor desgracia que ésta, que vivir sin poder conocer lo transcendetal de la vida humana a causa de buscar fuera lo que está, en realidad, dentro? No, no la hay, no, mi rey.
Y ¿cómo se comienza la gran búsqueda del sabio inte¬rior? Acallando los pensamientos, relajándose; rebe¬lándose contra la in¬justicia y no cometiéndola pase lo que pase; alzándose, sin es¬tridencia, con¬tra aquello que oprime a lo humano y buscando la armo¬nía en el inte¬rior en vez de en el exterior, para comprobar que uno halla fuera de sí lo que halla dentro de sí. Y nada más que eso que encuentra en sí, encuentra fuera de sí. Va al encuentro de su gran sabio interior, en definitiva, Akamón, quien cesa en el empeño de creer que la vida es lo que parece a primera vista o lo que le puedan ha¬ber contado desde pe¬queño, y se da cuenta entonces de la verdadera maravilla en que podría consistir el vi¬vir.
Y se encuentra y se funde con él, siendo ambos uno a partir de entonces, quien se somete finalmente a la gran ley cósmica, tras intuirla y comprenderla, para asumirla y practicarla. La Gran Ley del cosmos, sí, Akamón, la que rige la Vía Láctea, la que te dice: "Conoce humano que todo, absoluta¬mente todo lo que está fuera de ti, está también en tu inte¬rior". La que invita al humano a actuar luego como quiera, por¬que añade taxativa: "Eres li¬bre". Pero la que avisa: "No exime de responsabilidad en los mundos ignorarme como gran ley, porque está escrito que quien quiere ser justo, me conoce aún sin conocerme".

Tras una pausa que se alargó el tiempo en que el gran sabio tardó en cerrar los ojos, adentrarse en sí mismo, meditar unos instantes y regresar a la sala, el gran dis¬curso al rey finalizó así:

—Es aquél que conoce La Gran Ley, mi Akamón, quien lo trata todo tal y como le gustaría que lo tra¬ta¬sen a él, si fuera un animal, una planta, un mineral o un objeto. Y quien así actúa, mi señor, sabe. Y, al saber, se eleva.
Es aquél, sí, sólo aquél que conoce La Ley, quien sitúa sin dilación en el interior de su corazón o de su mente aquello mismo que quiere ver situado en el exterior. Y esto, mi gran rey, tal y como está explicado por mi ya nombrado amigo Hermes en su Tabla Esmeraldina; tal y como desa¬rrolla la gran ley de la causa y del efecto, cuyas consecuencias comienzan a intuir ya tus investi¬gadores reales. Tal y como aseguraba Khris, el gran profeta, cuando, antes de morir apaleado y clavado en una piedra, dejó dicho: "Ama, y ama a los demás como a ti mismo"; tal y como aseguró Buddi, el gran lama de la antigüedad de las antigüedades, el cual, al alcanzar su estado de felicidad permanente, nos dijo a todos: "Cerrad los ojos y dejad de su¬frir"; tal y como, a su vez, dijo Alí: "Mata al infiel", refiriéndose al animal, a la bestia que hay en todos, en mí, en ti; tal y como dice todo el tiempo, generación a generación, la gran fuerza cósmica: "Yo soy tú"; tal y como explican tus es¬tudiosos de la mente del hombre, quienes, última¬mente, no sé si será por puro azar, han dado en preco¬nizar lo mismo al unísono: "Eres aque¬llo que piensas", nos avisan; tal y como nos expone constantemente La Naturaleza: "Aquello que siembres, recogerás". Tal y como sabe quien conoce en profundidad las leyes de Hermes, y tal y como esconden los iniciados ocultos —los que no se jactan de serlo— mientras siguen las sendas secretas a ellos desveladas, y que los conducen hacia la verdad de sí mis¬mos. Pero, también, mi rey, Akamón, tal y como grita vibrando en determinada intensidad el gran mago blanco cuando construye figu¬ras geométri¬cas bajo él o en torno a sí, y llama enton¬ces a su propia fuerza inte¬rior para actuar sobre el exte¬rior y crear así lo que desea; tal y como nos quiere con¬tar día tras día La Tierra cuando nos demuestra que tiene dentro de sí un sol apagán¬dose -o naciendo- y que tiene fuera de sí un sol desarrollándose —o extin¬guiéndose—; tal y como demuestra, en fin, para no cansaros, el gran hombre que se desdobla in¬terior¬mente y que encuentra a su parte fe¬menina fuera de sí -o vice¬versa- y tal y como quiere explicarnos desde su silencio perfecto el más humilde de los sabios cuando vive en armonía dentro de sí para recoger armonía, en la misma propor¬ción, fuera de sí.
Sí, así es, es así, amigos reunidos aquí, sabios, Anaíria, Akamón.
Es tan así como que, quien odia, odia en sí mismo aquello mismo que le hace odiar. Tanto así, como que, quien envidia, se detesta por no ser como aquel a quien envidia. Tanto y más tanto aún, como que, quien de¬testa, detesta en la misma medida que se de¬testa. Y detesta en el otro aquello mismo y aquello mismo que de¬testa de sí. Tanto y tanto, y tanto más aún, como que, quien habla mal de alguien, se critica a sí mismo y no ve que aquello que critica lo tiene de an¬temano en su inte¬rior. Y lo mismo para quien re¬chaza a alguien, ya que se rechaza a sí mismo y no quiere ver den¬tro de sí lo que ese alguien le re¬cuerda en su in¬te¬rior; otro tanto, para quien se violenta y ataca verbal o física¬mente, ya que se ataca y se odia a sí mismo y, en definitiva, pe¬lea con¬tra aquello que no quiere ver de ninguna manera en su interior. Y más aún si cabe, para quien es hipó¬crita, ya que lo está siendo en la misma me¬dida con que es hipócrita consigo mismo.
Así es, también así, gran rey. Y estas cosas las conoce intuitivamente el hombre justo, aunque aún no le hubiera sido desvelada la Gran Ley.
Porque sabe, Akamón, sabe y no olvides que quien odia, quien envidia, quien detesta, quien cri¬tica, quien rechaza, quien se violenta, quien es hipó¬crita, o, simplemente, quien cul¬tiva sólo una de estas cosas, al¬gunas de ellas o todas, está inmensamente perdido en esta vida de La Tierra. Porque se odia a sí mismo, se envidia, se detesta, se critica, se re¬chaza, se violenta consigo y, finalmente, se engaña a sí mismo. Y puede amar quien así se trate a sí? No. No, no puede. Por eso, cuando muere, muere así, sin conocer, por tanto, a su gran sabio interno al que no pudo conocer nunca por pasarse todo el tiempo ocupado en sus nefastos senti¬mientos sobre sí mismo. Ya ves cómo son las cosas, ya lo ves, señor, tan fáciles y tan difíciles, siempre, al mismo tiempo; y es que lo superior no se anda con chiquitas cuando plantea problemas a los humanos para esconderse de ellos constantemente, al mismo tiempo que está con ellos sin cesar. Un koan tre¬mendo, un jeroglífico total, un crucigrama de situa¬ciones, pensamientos y sentimientos que muy bien pudiera haber sido confeccionado por nuestro sacerdo¬tado real —al que tus consejeros subvencionan por ciertos y muy siniestros intereses secretos— cuyos ca¬becillas han conseguido difundir ya por numerosos poblados, realmente con una paciencia y cabezonería infinita, que lo superior no es uno solo, sino tres supe¬riores no ya desdoblados, sino destriados, en tres dife¬rentes, tres que —según afirman— son iguales a un mismo tiempo; añaden, os lo digo de paso, que esos tres son como un padre, un hijo y una gran fuerza a la que llaman santa. Pues bien, según he creído entender¬les hasta el momento —os aseguro que no es fácil se¬guirles a éstos en sus disquisiciones y disensiones in¬ternas— este padre, este hijo y esa santa fuerza son el otro, un cuarto que equivale a lo más superior al hombre. O sea, que un padre masculino, sin procrearse ni nada, crea a un hijo, también varón, el cual cuando encuentra a la fuerza santa regresa a la casa de su pa¬dre, el cual lo echó de su gran reino a causa de que el hijo se atrevió a comer de un árbol que era la morada de una serpiente. Ya véis. Eso cuentan al pie de la letra, como oís. Y, si no lo cuentan así, es poco más o menos así, menos un quítame allá estas pajas, mi rey, como os lo estoy contando. Pues bien, éstos que lo están con¬fundiendo todo de esa manera tan mísera y tonta de interpretar lo más alto, muy bien pudieran confeccio¬nar esos jeroglíficos que os digo, esos crucigramas, esos kóans maravillosos de los grandes maestros, tal y como hace lo superior con los hombres. Porque mirad que complican la cosa, sí señor. Mirad bien, mis ami¬gos, lo que hacen estos inmensos desalmados que, por sentirse divinos, lían a todos y cuentan mal lo que, bien contado, no sólo es bellísimo, sino incuestionable. Hay que remitirse de nuevo a los símbolos y a los sig¬nos, porque repito y repito que es a través de ellos como lo superior se comunica de modo permanente con los seres humanos, con todos ellos. Ahora, claro, sólo conocerá a lo superior quien sepa descifrar esos símbolos y esos signos. Tales, como los que lo superior mismo nos dejó por boca de los más antiguos profetas del mundo occidental, pongamos por caso, los cuales sí contaron a viva voz, de tribu en tribu, que hubo una vez un paraíso, en efecto, donde el primer hombre y la primera mujer eran inmensamente felices —como pretendió serlo aquel mago, ¿recordáis?— hasta que ella, engañada y complicada por una vil serpiente, hizo que él comiera de un fruto cogido del árbol pro¬hibido, del árbol del bien y del mal, tras lo cual, para castigarlos por su desobediencia, lo superior los hizo echar por su ángel guerrero Gabriel, el guardián del umbral del paraíso a partir de ese momento, blan¬diendo una espada flamígera, hasta que el hombre lo¬grara regresar al paraíso tras purgar su pecado en el mundo, donde habría de vivir a partir de entonces su¬dando ellos al ganarse el pan y sufriendo ellas al parir sus hijos.
Y, ¿qué, qué, qué...? ¿Qué significa realmente esto, Akamón? ¿Lo sabe alguien...? —parecía un poco enfa¬dado con el mundo ahora, el gran sabio levantado ante el rey. Esa fue la impresión que tuvieron los allí pre¬sentes—: ¿Sabe alguno que se quiere decir con esa bellí¬sima historia? ¿Acaso lo que cuentan éstos cuasi en¬demoniados, digo cuasi, que cogen las escrituras que relatan y versan sobre aquello que dijeron los profetas y las profanan y vilipendian, interpretándolas al pie de la letra, recogiendo sólo los significados de la letra muerta, mal traduciéndolas, adecuándolas a sus inte¬reses personales, a sus prejuicios, a sus complejos y a sus estados místicos mal entendidos y, tan mal diag¬nosticados por ellos mismos, como tan mal interpre¬tan, ya véis, las palabras de los más antiguos de entre los antiguos, los hombres primeros, los que sí sabían descifrar los símbolos y los signos de la gran madre Naturaleza.
Porque sabed que el hombre que encuentra a su mujer —esto es, que cuando lo masculino que se funde con su femenino— y se acerca con ella hasta el centro del paraíso para dejarse tentar por la serpiente y comer del árbol del bien y del mal —esto es, que el an¬drógeno formado de lo masculino y lo femenino fun¬dido decide ir al mundo de las tentaciones, y lo hace desdoblándose en el mundo formado por dos opues¬tos, el mal y el bien, lo negro y lo banco, la noche y el día, mujeres y hombres, gacelas y gamos...—y luego es castigado por lo superior y obligado a abandonar el pa¬raíso, terriblemente echado por el ángel guardián, y con el mandato imperativo de ganarse el pan sudando y de parir sufriendo —esto es, que ese andrógeno que ya ha accedido a la prueba del mundo físico por propia voluntad es abandonado en la vida física a su libre al¬bedrío por lo superior de donde proviene (del aquel paraíso, Anaíria, por si te hubieras perdido), donde él se las tendrá que componer y remendar jugándosela a cara partida entre el bien y el mal, o sea, entre lo que lo será bueno para regresar a su origen celestial o lo que le será nefasto más bien, con lo cual volverá a caer en la rueda de los nacimientos una y otra vez, hasta que¬dar hecho polvo, mi rey, por tanto nacer y nacer sin hallar ni una sola vez —a no ser que se las ingenie bien— el camino de regreso hacia aquel paraíso donde tan feliz era siendo él mujer y hombre a la vez, sím¬bolo éste a su vez de la unidad de la que parte todo, ya véis. Y esto es lo que hay. ¿Me habéis seguido, Akamón, Anaíria, sabios, no, no, vosotros no, grandes sabios, que ya sé, ya sé que sí? Siento que pudiera pare¬cer a veces que os menosprecio, pero no, no es así, yo sé que sabéis ya todo o casi todo lo que yo estoy di¬ciendo aquí, ante el rey, y es probable que mucho, y que mucho más que yo sepáis, lo sé. Pues si me habéis se¬guido todos, puedo preguntaros ahora: ¿No es un de¬safuero terrible vender mercancia falsa por mercancía verdadera? ¿No es una ignomínia superior, mi rey, dar a los hombres conocimiento superior rebajado a un conocimiento que no es mejor que muchos de los cuentos que nuestras madres relatan a sus hijos? ¿No es pecado matar? Pues de la misma forma mata quien quita la vida a un hombre, que quien quita la vida a un texto sagrado. Porque la palabra de lo superior con¬tiene tanta verdad en sí misma que vive, que palpita, que comunica y expande por sí misma aquello que quiere traspasar a los hombres cada vez. Y esa palabra superior no puede cogerse y tergiversarse, tomarse y reescribirse, alterando aquello que quisieron decir, simbolizar o significar realmente los verdaderos trans¬criptores de la que fue, en los orígenes, la voz de lo más alto, la de lo que todo lo creó desde su verbo, desde su vibración infinita, la de ese que rige lo más alto, lo superior de lo más alto y lo superior de lo su¬perior.
¡Ah! Pero que no se me olvide eso tan gracioso que me ha quedado por comentaros, eso del padre, del hijo y de la fuerza santa, con lo que tanto lío están formando entre los suyos, a los que llegan a ordenar por decreto firmado y sellado que crean que esos tres personajes son uno solo y, a la vez, tres, de tal modo que, el que no lo crea, lo tiene entonces muy mal y lo envían a predicar al mundo de los enanos tontos, ésos a los que, como pescan con las manos y no con nuestras cañas, y como viven dentro del hielo y no en cuevas o cabañas como nosotros, pues los llamamos —entiéndase las gentes de nuestro reino, mi señor— de todo y más que de todo: "Tocados del ala" "Hombre sin zonas ínti¬mas","Estúpidos en potencia", " Los Marsopas", y cosas así, como éstas, son las que los llaman ahora.
Nadie sabe que son muy sabios esos pequeños de piel ocre y verde de las tribus del reino Antartárico. Viven en el hielo y por eso viven, algunos de entre ellos, más de doscientos cincuenta años y pescan con las manos porque son más ápidos que los escurridizos peces, ya ves, tú, mi rey, lo tontos que serán. hasta llego a re¬flexionar que éstos prefieren vivir allí, en sus hielos sin paisajes, que aquí, entre nuestras guerras y nuestras comidillas diarias por las calles de nuestras tribus se¬dentarias.
Pues bien, menudo lío el que han formado, mi se¬ñor, con algo que, en su origen, es tan sencillo. Porque te traduzco el lenguaje de lo superior, que, como te de¬cía, es fácil y difícil a la vez, complicado y sencillo al mismo tiempo. Te hago esa traducción sobre la mar¬cha, ahora, así que estáte muy atento, Akamón: El pa¬dre se encarna en el hijo que tiene a la fuerza santa dentro de sí. Esto es así, poco más o menos, en princi¬pio. Pero es que las lecturas, como váis a ver, son va¬rias. Pongamos por caso, ésta, cómo una de las traduc¬ciones de ese símbolo que consta de tres elementos: El hombre que se enciende por dentro regresa al padre, primera interpretación. El hombre es hijo de otro hombre, luego es hijo de sí mismo, segunda interpre¬tación, ¿estáis de acuerdo? Tercera: Hay una fuerza sa¬grada en la tierra que, si nace en el hombre, éste se eleva hacia lo superior a él, representado por ese pa¬dre. Cuarta... Pero vamos a dejarlo ya, porque, si no, mi rey, podría convertir éste mi discurso a ti en un in¬tento de conocer más a lo superior, y no es esa mi real intención, sino, más acá de eso, hablarte de cuál es la iniciación que, en este mundo, conduce a lo superior y, a partir de la cual, serás ese rey justo que de antemano quieres ser, y ese hombre justo que, noblemente, tú sueñas también ser.

Tras una tranquila pausa, en la que el gran sabio sorbió todo el contenido de una tacita de yerbas hervi¬das en infusión lenta que Anaíria llevó hasta sus ma¬nos,continuó su discurso así:

Pero, ¿ y qué le pasa al hombre que no consigue su empeño secreto y oculto de regresar a sí mismo ven¬ciendo sobre la materia en el mundo del mal y del bien? ¿Qué le sucede? ¿Vuelve a la tierra a repetir lec¬ción? ¿Nunca se conocerá? ¿Está destinado a inten¬tarlo e intentarlo sin cesar, como se cuenta en aquella leyenda convertida en mito, en la cual un semidios fue condenado por su dios enfadado con él a subir una enorme roca a lo más alto de una montaña y a volver a bajarla una y otra vez, para el resto de la gran eterni¬dad? Pues bien, como aquél semidios encadenado de la leyenda que os digo, como ése es el hombre en esta Tierra, que se halla preso por sus propias cadenas hasta que no venza a la materia sobreponiéndose de entre lo negro y surgiendo a la luz por sí mismo, con la ayuda por supuesto de su gran sabio interior despierto, sin el cual, para empezar, ya no puede mover un sólo dedo en la dirección correcta.
¿Qué le pasa al hombre que no cree en nada, al que no se da cuenta de cómo son las cosas en esta vida —la mayoría— y que, por eso, se parece cada vez más al semidios encadenado a su roca, de abajo para arriba y de arriba para abajo sin cesar y sin saberlo, de tan ma¬reado que está ya por tanto ir y venir de aquí para allá, de abajo a arriba y al revés? Nada. No le pasa nada. Tan sólo sufre todo el tiempo, porque no se encuentra a sí mismo y no conoce quién es él en realidad. Porque si viviera en el mundo físico conociendo quién es él, cuál es su origen, sería muy feliz todo el tiempo y em¬plearía cada vida suya, en vez de para sufrir y sudar, para comprender más y más la vida, a medida que los mejores de cada generación descifrasen los múltiples y numerosos símbolos y signos de la gran madre Naturaleza y, también, los contenidos en los mensajes revelados a través de la boca de los lejanos profetas, los ya hoy olvidados por esta actual humanidad, que no hace más que meter la pata en basura y en vísceras cada vez que intenta caminar como un hombre por la vida.

Pero quiero seguir desgranándote algunas cosas, mi rey: Porque es importante que sepas que quien se identifica en los demás cada vez y los re¬conoce como hermanos de una misma esencia encuentra a su gran sabio interno. Y entonces es probable que decida que el mejor modo de relacio¬narse con la realidad física del mundo sea tomándola como una clase diaria —como las que los grandes sabios te impartíamos a ti cuando eras más joven, Akamón— donde cada mujer y cada hombre puede aprender y aprender a vivir mejor y mejor desde su corazón.
Y amar, saber amar, Akamón, es importante. Pero, ¿cuál es el mejor modo amar? ¿Sabes cuál? ¿Lo sabes? Yo te lo digo: Dejando que quien amas sea libre. Y ahí radica todo el meollo de la cuestión, por el cual los hombres no se aclaran. ¿Cómo y por qué no se acla¬ran?, me podría preguntar alguien asombrado. Pues no, no se aclaran nada y están absolutamente perdidos en esto de amar. ¿Por qué? Pues, sencillamente, por¬que la gran mayoría se ha creído que amar es pedirle primero su libertad a la persona amada y, luego, atarla a la pata de la cama para toda la vida. Ya ves lo que se creen. Y no, no son éstas formas ni maneras de pensar, no, no, mi señor, que así no se puede ir por la vida y, sin embargo, hay muchos, demasiados, que así van.
El hombre justo sabe amar y por eso imagina cada vez más li¬ber¬tad para el ser al que ama en vez de imagi¬narle cada vez menos libre, y cada vez menos y menos, a su lado. Esto es lo que hacen, esto, los demás y lo que nosotros mismos podemos llegar a hacer, si nos des¬cuidamos y bajamos la guardia, dejando que sea nues¬tra bestia interior la que ame, y no nuestro gran sabio morador del corazón. Es, rey, el gran justo quien in¬tuye o sabe que cuanto más ama sin pedir nada a cam¬bio, más y más se ennoblece por dentro. Y, sobre todo, mi buen rey, el hombre así de justo, el que sabe amar y lo da todo cuando ama y es amado, acaba por conocer, también, los mejores modos de hacer el amor.
Y, ¿cuáles son esos modos? Porque es éste un tema muy importante, mi rey. Tanto, que déjame expla¬yarme en él durante un tiempo, aquí, ante ti, en tu pa¬lacio. El mejor modo de hacer el amor con quien nos desea o con quien deseamos es aprendiendo, cada vez, a darle más placer y, esto, con cada vez más y más sen¬sibilidad. Porque será siempre quien siente placer al hacer sentir placer quien sabrá amar. Y así, como el mejor modo de educar a un niño, Anaíria, Akamón, es aprendiendo de él lo mejor de su forma de ser y de sus tenden¬cia naturales, para fomentárselo todo sin ce¬sar, la mejor manera de hacer el amor es compren¬diendo que es lo que más desea de ti tu pareja, y dán¬doselo sin cesar. Y así como la mejor manera de educar a un joven rebelde es procurando que cada día tenga más opor¬tu¬ni¬dades para soñar, para sentir, para pro¬yectar, para co¬municarse y para decidir, para ser libre en definitiva, la mejor manera de hacer el amor vuelve a ser dar y dar, y dar, cada vez más y más liber¬tad.
¿Y cómo, cómo se da libertad, rey? ¿Cómo, Akamón? Pues, ni más ni menos, que dejando que cada per¬sona sea, se atavíe, se adorne, se comunique y sienta exactamente como quiera, siempre respetando a los demás, claro está. El respeto a todo y a todos es in¬dispensable para que el gran sabio interior no lo aban¬done a uno por desalmado y por autoritario. Porque este gran sabio que todos llevamos dentro no gusta de las órdenes imperiosas, no gusta de los tejemanejes de algunos, y no le placen tampoco esos tratos que van al¬gunos más intrépidos y locuaces, y, con toda su cara, le proponen y le ofrecen sin ninguna consideración. Se me viene a la memoria ahora el caso de un mago, que comenzó siendo blanco pero que acabó convirtiéndose en mago negro, el cual encontró a su gran sabio en el horno de su cuerpo, después de transmutarse a sí mismo del mismo modo que algunos cuarzos, que son transparentes por algunos sitios, pero, por otros, aún no. Aquel mago, que se llamaba Eliásio Levinio, dis¬puso un horno de fuego constante y puso materia inerte y dura a cocer con tal de conseguir oro. Durante siete años, sin cesar, alimentó aquel fuego tratando de que se mantuviese siempre a la misma temperatura. Mientras tanto, invocaba a las fuerzas de La Naturaleza para que lo ayudasen en su gran obra al¬química. Quiso La fuerza del fuego socorrer sus súpli¬cas y por eso le proporcionó, en una visión, cómo ser él mismo el fuego que quemaba la materia, cómo regu¬lar las llamas con su simple voluntad en vez de utili¬zar el atizador y más o menos leña o carbón con el fin de lograr su objetivo. La fuerza del aire también vino, se llegó hasta su intuición y le proporcionó la idea de que era mejor realizar su gran intento en el vacío, ya que él oxidaba las piedras, los metales, cuando entraba permanentemente en contacto con ellos. Pero también la fuerza del espacio terrestre quiso que el mago Eliásio supiera que, si comprendía los secretos de la verdad del tiempo —la verdad de su existencia ilusoria— po¬dría tardar mucho menos que años y años en realizar aquella noble transformación de materia inferior en materia más sublime. Eliásio conjugó todo lo que así supo y obtuvo una idea genial: A partir de lo que le había sido desvelado, si aplicaba su propia voluntad en el vacío y en el no tiempo crearía, sí, aquello que dese¬áse. Y, en vez de agradecer de por vida al fuego, al aire y al tiempo, los secretos que le habían revelado por vía mental, intuitiva e ideal, Eliásio se puso de inmediato a la tarea de lograr lo que más deseaba: conseguir oro de las piedras para así ser inmensa, inmensamente rico. Lo hizo, sí. Os lo adelanto ya, aquí presentes, Eliásio lo hizo. Obtuvo un oro sublime y, al obtenerlo de esta forma, comprendió que él mismo se había transformado al tiempo que transformaba la materia en su exterior. Ya no era el mismo que antes era. Y es que hablaba y, al hablar, creaba lo que hablaba. Traía al mundo lo que decía. ¿Os imagináis su emoción ante estos acontecimientos? Su emoción, y su emoción, claro es, ya que Eliásio se puso a hablar sin parar y sin parar para decir y decir más, y más, y así crear y crear sin cesar. Y creó a su alrededor todo aquello que dese¬aba.
Transcurridos tres años, poseía un reino para él, se¬tenta y seis palacios, treinta y dos mujeres bellísimas creadas por él mismo, un jardín de rosas de oro, cua¬renta y ocho caballos domados por fuerzas invisibles y armoniosas y, también, más riqueza en sus arcas que todos los metales contenidos en su gran reino. Ya no podía tener más. Pero, aún así, extrañamente incluso para él, no tenía aún algo muy importante, sí. No te¬nía... la felicidad. Había soñado que sería enorme¬mente feliz cuando todo lo tuviera para sí, cuando pu¬diera ver hechos sus deseos realidad. Pero ahora que era más rico de lo que hubiera podido soñar nunca, no era feliz, no, no, no lo era.
¿Por qué? Pues porque le faltaba el verdadero amor de sus mujeres, el verdadero amor de las gentes de su reino, de sus caballos, de sus rosas, de la yerba de sus jardines, de las miles de salas de sus castillos encanta¬dos, decoradas cada cual con motivos ornamentales traídos, por la fuerza de su pensamiento y de su deseo, de cada uno de los confines del mundo, incluso del mundo aún no conocido. No, Eliásio no era feliz, no, y por eso se aburría y sufría como si fuera un águila real enjaulada. Entonces, decidió buscar y buscar la felici¬dad, ya que ni las mujeres, ni los palacios, ni los caba¬llos, ni las rosas, ni nada, se la proporcionaban. Pensó tanto en la felicidad, en cómo lograrla de una vez por todas, reflexionó tanto sobre lo mismo, evitando pen¬sar en todo lo demás, se sumergió tanto y tanto en sí, que, finalmente, sin saberlo, aprendió el modo per¬fecto de meditar. Ahondó así en sí mismo. Perfeccionó la técnica, sumergiéndose suavemente y sin ropas en las aguas azules y calmadas del lago que poseía entre los nenúfares esmeraldados y las rosas doradas su gran palacio principal. De esta forma, semihundiéndose desnudo en el agua calentada por el sol, con la nariz y la boca fuera del líquido vital para hablarse a sí mismo y que, así, se oyera su voz mucho más por el efecto vi¬brátil de las ondas de la garganta sobre las ondas acuá¬ticas. Y se oía a sí mismo resonando de esta manera, tanto en su baño del amanecer en el bello lago como en su baño del anochecer, en el mismo lugar y de la misma forma cada vez. Hasta que, trescientos sesenta y un días después, mis sabios, mi hija, mi rey, una voz profunda surgió desde dentro de sí. Sí, una voz clara, grave, suave. Y lo saludó así:
—Buena idea, Eliásio, ésta de buscarme casi su¬mergido totalmente en el agua de la que todo ha na¬cido y de la que todo constantemente nace. Has vi¬brado y estoy aquí. ¿Qué quieres de mí?
—¿Quién eres tú? —saltó mentalmente y algo exal¬tado Eliásio, dirigiéndose a aquella voz interior y más diáfana que el paso de un cisne por la superficie del lago.
—Yo soy tu sabio interior —le fue dicho con sua¬vidad— Te saludo, oh, buscador. Aquí estoy, aquí me tienes para ti.
—¿Mi sabio interior? ¡Qué extraño! ¿Entonces, yo soy dos?
—No, no eres dos —le corrigió con dulzura de verdadero amigo la voz— Tú eres uno solo, sólo uno, Eliásio —le precisó lo que, quien fuera que fuese, se había presentado como su sabio interior. Más allá, fuera del agua, entre los jardines, sobre las montañas, el atardecer se transformaba para los ojos del mundo en una aureola de tonalidades verdosas y grises, azulo¬sas y rojizas, sencillas y cálidas, allí, a lo lejos, sobre to¬dos los horizontes. Fuera, el lago se preparaba para dormitar y las últimas criaturas vivientes se escondían en lo alto de las ramas de los árboles más altos, y en los subsuelos de aquellos más que inmensos jardines. Desnudo y medio metido en el agua tan plácida como el silencio perfecto y tan ondulante como una mujer dulcemente enamorada de un príncipe, Eliásio, con los ojos cerrados, preguntó entonces a aquella extraña, pero sugestiva, interior:
—¿Quieres decir que yo soy tú?
—Sí, yo soy tú.
—¿Ah, sí?
—Sí —confirmó con gran serenidad y gran calma la voz que indudablemente provenía de lo invisible.
—¿Entonces, ¿puedo pedirte lo que quieras?
—Veamos...¿Qué quieres de mí?
—Sé lo que quiero, por eso estoy aquí, sumergido desnudo en el lago, vibrando en el agua, diluyéndome aquí. ¿Sabes, voz interna? Yo lo tengo todo, todo, abso¬lutamente todo. Pero no poseo lo que más deseo. No, no lo poseo. ¿Sabes qué es? Es, extraña voz, la felicidad. ¿Puedes tú ofrecérmela o decirme de qué manera al¬canzarla para hacerla mía?
—Sí, podría hacerlo —le respondió de inmediato la voz, sin dudar y sin perder su superior suavidad al hablar.
—¡Dámela pues! —exclamó Eliásio sonriendo.
—Pero, antes, tú me tendrás que dar algo a cambio.
—¿Yo? ¿Algo...? ¿Qué? No creo, no, tener nada para ti, la verdad... No sé...
—Bueno, si tú por tu parte, Eliásio, no me ofreces lo que yo te pido, yo, por mi parte, no podré darte la fe¬licidad que tú me pides...
—¿Y qué es lo que yo podría ofrecerte, voz extraña, que, por lo que veo, lo que es pedir sí que sabes? —pre¬guntó Eliásio no sin una brizna de medida ironía en sus palabras.
—Tú sabrás. ¿Qué me ofreces?
—¿Yo? No sé, la verdad... ¿Oro acaso? ¿Es oro lo que de mí quieres? —interrogó tanteando.
—No —respondió tajantemente la voz interna, de inmediato y con gran seguridad y sin perder la calma ni siquiera un ápice.
—¿Un grandísimo palacio en lo alto de un acanti¬lado?
—No. Tampoco.
—¿Una mujer que es también un hombre, un pala¬cio que contiene tres palacios dentro de sí, siete caba¬llos cada cual de un color del gran arco de la luz, una virgen bellísima que, como criada, sólo uses para deco¬rar eróticamente la sala real de tu gran palacio, un col¬chón de plumas de cisnes celestiales y, además, una roca geométrica de oro que no es amarillo ni blanco, sino casi tan luminoso como el sol de este mundo?
—No, no... —respondió el gran sabio con clara y medida indiferencia.
—¡¿Ah, no?! ¿No? No comprendo, pues, qué pue¬des querer tú de mí. Cualquiera es esta Tierra desearía, aunque fuera, una mínima milésima parte de lo que yo te acabo de ofrecer. ¿Acaso tú, quien quiera que seas, aún quieres más? ¿Es aún más alto tu precio, voz in¬terna? ¿Tanto te valoras?
—Sí.
—¡Sí! ¡Por fin sí! —exclamó eufórico Eliásio, aun¬que confundido, ya que la invisible voz repuso ense¬guida:
—Sí, mi precio es mucho más alto. Mucho, mucho más.
—¡No!
—Lo siento. Sí.
—Pero, ¿acaso tú quieres ser más poderoso que yo? —le preguntó a la voz con sequedad finalmente.
—¿Cómo voy a querer ser más poderoso que tú, Eliásio, si yo soy tu sabio interior? Si tú eres poderoso en el exterior, yo soy ya tan poderoso como tú. Si yo vivo en ti y por ti, tengo ya lo mismo que tú tienes, lo mismo que tú puedas tener y tengas, ¿no crees, Eliásio?
—¡Vaya con esta voz interior...! —protestó para sí el mago, incorporándose del agua y sentándose como derrotado— La verdad, me inoportunas. No esperaba encontrarme con alguien como tú, cuando yo sólo quería poder optar a la felicidad ya que nada me la ha proporcionado hasta el momento. Y tú —le dijo Eliásio a la voz— vas y me explicas que puedes ofrecérmela, sí, pero no a cambio de las cosas inmensas que te he ofrecido ya y que ningún hombre podría reunir ni aún en mil vidas. ¿Estás loca acaso, voz in¬terna, parte mía si así lo quieres? ¿Pretendes tú ha¬cerme sufrir, chantajearme quizá desde el mundo in¬visible? ¿Qué quieres de mí? —preguntó en alto fi¬nalmente— Dímelo, suéltalo de una vez, voz. Quiero saber de qué vas, qué tramas, qué buscas al surgir en mí de esta forma; en definitiva, ¿qué pretendes al exi¬girme más de lo que yo ni nadie estaría dispuesto a ofrecer, ni siquiera por algo tan codiciado como la feli¬cidad?
La voz silenció, calló, enmudeció. No habló, no re¬puso, no contestó. Ya no apareció. ¿Se había mar¬chado? Sí. Ya no estaba allí, donde había estado. Ya no le hablaba, ya no. Eliásio, casi desesperado, gritó lla¬mándola:
—¡Voz! ¡Regresa, voz!
Pero no regresaba. El silencio más cruel había inva¬dido su mente. El mago se levantó sobre el agua sua¬vemente templada a causa del sol del día, agua mansa que en aquel bello vericueto, entre las flores de loto y la orilla, le cubría hasta más arriba de los tobillos; se levantó, así, desnudo, y buscó con la mirada nerviosa, buscó y rebuscó en todo su alrededor, mientras excla¬maba por varias veces:
—¡Mi gran sabio interior! ¿Dónde te has ido? ¿Dónde demonios estás? ¿Por qué me has dejado así? ¡Vuelve a mí, vuelve!
Pero él no volvía. Y no volvió.
Durante cuarenta y ocho días, Eliásio regresó cada atardecer al mismo lugar, a la misma hora, para hacer lo mismo y lo mismo de lo mismo que había hecho en aquella ocasión, en la que la voz se le apareció desde dentro de sí. Pero nada. Silencio demoledor, tétrico, espantoso, silencio y más silencio es lo que obtuvo como toda respuesta a su continua y desesperada bús¬queda interior. Llorando, llegó a arrodillarse en aquel lugar para que él regresara y, tras llamar y más llamar después de transcurridos tres años, tras suplicar toda¬vía más para ver si la voz regresaba así, ya con tono más sereno y calmado por el duro paso del tiempo, el mago dijo al fin:
—Voz, aquélla voz... Todavía me acuerdo de ti. ¿Volverás algún día a mí? ¿Volverás...? Fui tan feliz cuando te oí...
Y entonces, al hablar de aquella forma desde su cora¬zón, comprendió. Supo. Asimiló. Aquella voz interna era su felicidad no encontrada, lo que más anhelaba, aquella voz que todo parecía conocerlo y saberlo y que, además, era capaz de hablarle desde la invisibilidad más calmada. Aquella voz, aquélla, era lo que él más anhelaba. Cobijarla en sí, estar con ella, sentirla, ha¬blarle y escucharla... Y, cuando el mago así sintió por dentro, cuando Eliásio así de humilde vibró desde su interior, ella regresó, sí. Pero sólo por un instante. Volvió a su mente mientras él la llamaba y la llamaba de aquella forma que más que llamada era ya un rezo al infinito. Y, apareciendo como el estallido lejano de un rayo en el centro mismo de su mente, le dijo:
—Da todo cuanto tienes, Eliásio, quédate sin nada y yo entonces volveré a ti.
Y Eliásio, esta vez, acató. Dio todo a los pobres de su reino, se quedó sin nada y esperó. La voz, entonces, cumplió su pacto y regresó una vez más, esta vez en forma de instante súbitamente abierto en su mente.Y le dijo:
—Aún te quedan grandes deseos, Eliásio. Porque yo, que puedo morar en ti, sé que has pensado que¬darte ahora sin nada para volver a verme, pero te has reservado para ti recuperarlo luego todo, usando tu gran magia, después de haberme visto.
Y Eliásio —Akamón, Anaíria, sabios— volvió a acatar, ya que reconoció que era cierto lo que la voz le precisaba. Trabajó sus deseos durante cuatro estaciones completas y, al fin, ya no deseó nada de nada. Entonces, la voz volvió a cumplir y se le apareció por tercera vez, en esta ocasión en forma de un único pen¬samiento que, viniendo de otra parte, como de un mundo superior y lejano, le decía:
—Aún te queda un deseo, Eliásio. Aún.
—¿Cuál es, gran voz? —preguntó con vivo in¬terés, con tal de quitárselo de encima cuanto antes ya que se le había escapado.
—Tu deseo de ser feliz, Eliásio.
—Sí, es cierto. Pero, ¿también habré de renunciar a éste? ¿No me quedaré, gran voz, demasiado sin nada de nada? ¿No era el objetivo nuestro darme la felici¬dad soñada, a cambio de todo lo que tenía, a cambio de todo lo otro que deseaba?
—Quién sabe.
Y la voz, misteriosa en esta ocasión, se marchó así. Eliásio dudó, Akamón, dudó tanto que tardó siete años en poder despojarse de su último deseo, el que había dado origen a todo, aquél su deseo de ser inmensa¬mente feliz. Pero se lo quitó de encima la tarde en la que el mago , mirando hacia el anochecer a lo lejos, se fundió con el espacio meditando para sentir del modo más claro, y de la manera más inesperada, que él tam¬bién formaba parte de aquella dulce caída del sol. No, él no fue feliz en aquella ocasión, no, sino que fue el atardecer el que sí se sintió feliz a través de él. De él, allí entregado a la más sublime contemplación. En ese instante, él pudo dejar de desear la felicidad para sí. De este modo, él pasó a formar parte de la misma felici¬dad. Eso fue, Akamón, Anaíria, lo que al mago final¬mente le pasó. Y, sí; entonces, la voz regresó perma¬nentemente a él, y le contó, atardecer a atardecer frente al fuego del lar de la choza en la que ahora vivía el mago que todo lo había dado, la verdadera historia de La Tierra, los secretos de la existencia aquí y más allá de aquí, las leyes que todo lo rigen abajo y en lo supe¬rior de lo de más abajo. Ambos, él y ella, Eliásio y su voz interna, hablaron y hablaron sin cesar, mientras él decidió trasladarse de aquí para allá, sin preocuparse de comidas, de asuntos mundanos y de nada de nada, ya que comprendió que todo le había de venir de modo natural. Cuando tenía hambre y sed, resultaba que se encontraba cerca de un campo de hortalizas y de un manantial; cuando tenía frío, hallaba una choza vacía con todo lo necesario para pasar un largo invierno sin que le faltara de nada, y, cuando sentía el más puro de¬seo de una buena y templada compañía, se enamoraba de él alguna doncella bellísima de los pueblos por los que pasaba y vivía entonces una gran historia de amor.
Y, así, de amor en amor y de felicidad en felicidad, Eliásio pasó de mago negro a mago blanco al final.
Pero, como veis, antes tuvo que aprender que no se puede negociar, no, con el gran sabio interior, ya que éste, y esto por los siglos de los siglos, es capaz de decir "adiós, muy buenas" como si cualquier cosa y no vol¬ver a aparecer más.
Pero ahondemos ahora más, mi rey, volvamos a ahondar. Porque es a ti a quien te interesa del todo co¬nocer cómo se hace justo un ser humano en este pla¬neta. ¿Sabes cómo? Cumpliendo en todo momento con el mundo. Pero, ¿cómo se cumple con el mundo? ¿Cómo, de qué modos y maneras? Nada más sencillo, Akamón: Respetando La Naturaleza y aprendiendo de los se¬cretos que encie¬rra en sus símbolos y en sus sig¬nos. Respetando y respetando, y no cansándose de res¬petar la vida, por el medio de cumplir con ella. ¿Y con la vida, Akamón, cómo se cumple con lo que es, con lo que existe, con lo que vive en esta tierra? Óyeme bien, te lo diré con palabras pausadas para que no olvides ni uno sólo de los consejos cruciales que voy a pasarte ahora: Se cumple con la vida en este mundo no acep¬tando lo que te impida ser quien quieres ser y acep¬tando sólo lo que ayude a crecer tu sabio interior. Y, esto, de la misma manera como te podría ahora indi¬car y desarrollar que el mejor modo de vivir, en las distintas tribus y en los diferentes reinos, es sintién¬dose totalmente libre cada cual, o que la mejor manera de oponerse a la injusti¬cia es no tratando nunca, para nada de nada, con los injustos que pueda haber. ¿Quién es ciertamente injusto en la vida, Akamón? Quien no pretende llevarse de ella nada que no tra¬jera consigo al nacer. O podríamos hablar y hablar también sobre que el mejor modo de comunicarse con los otros moradores del reino es escu¬chando con atención a quien nos habla, dándole su tiempo para ex¬presarse, y respondiendo exactamente con aque¬llo que sintamos después de haberlo oído con atención. Quédate men¬talmente con este dato, mi rey, ya que estoy seguro de que, desde tu trono, habrás de oír muchas cosas que se¬rán para sacar de quicio y de sus cabales a cualquiera. Pero tú ya sabes: Aprende a escuchar y luego a respon¬der a su debido tiempo, y habrás entrado de lleno en el mundo de los justos, siendo así que lo que digas a par¬tir de entonces tendrá el magnánimo, recto y equili¬brado gran sello de la verdad, lo único que debe anhe¬lar lo humano.
¿Y cuál es, al fin, mi rey, Anaíria, mi hija, grandes sabios aquí reunidos, el mejor modo de ser feliz en nuestro misterioso y ciertamente enigmático paso por este mundo de La Tierra? ¿Quieres saberlo, mi rey? Te lo voy a decir: No creyendo que uno sea el centro del mundo ni que el mundo sea el centro del universo ni que el universo lo sea de la galaxia; ni que la galaxia, de la vía láctea, ni que la vía láctea sea a su vez el cen¬tro de nada... No creyendo, en definitiva, mi rey, que uno sea nadie ni nada. Así de sencillo es ser feliz en La Tierra. El problema comienza, como ya te he dejado dicho anteriormente, cuando a nuestros hijos les da¬mos un nombre, les decimos que son guapos o feos, al¬tos y fuertes, les pedimos que venguen nuestras afren¬tas cuando crecen y, además, cuando les impedimos ser como ellos sean en realidad y los sugestionamos hablándoles de reinos separados entre sí por diferen¬cias sociales y raciales, diferencias de todo signo y con¬dición. Ya sabéis. Ahí empieza el problema, ahí. ¿No lo ves, mi rey?
Pero, para todo, para saber amar, para saber ser, para saber vivir, el hombre tiene que saber primero perma¬necer en paz dentro de sí. Esto lo logra el hombre que siente la tranquilidad de quien no teme a nadie ni a nada. ¿Y cómo se alcanza esta falta de temor?
La adquiere, Akamón, el hombre que está en paz con su ex¬terior, porque piensa y siente en paz en paz todo el tiempo y porque ha aprendido a observar con sere¬nidad lo que su¬cede a su alrededor. Logra no sentir temor y permanecer en su paz interior quien no pre¬tende nunca que los demás sien¬tan lo mismo que él siente, tal y como suelen intentar a menudo algunos de tus sacerdotes de las tribus del sur, los cuales, si al¬guno no piensa como ellos, lo condenan al suplicio ex¬terno e interno y está listo para siempre. Porque es que se logra, Akamón, ser una o uno mismo no permi¬tiendo que nadie trate de que se sea como él o ella quiere. Y vence al temor para hallar la paz quien re¬siste hasta la úl¬tima dificultad; quien no se arredra; quien no desiste del em¬peño de hacer crecer a su sabio interior pese a lo que vea o a los temores que traten de infundirle los de¬más. Porque el gran aspirante a la per¬fecta iniciación tiene que intuir de antemano, sobre todo, que los demás querrán, e impondrán si les es po¬sible, que él o ella sientan el mismo miedo que ellos sienten. Y de esto hay que huir como de la enferme¬dad, de tratarse con quienes no hacen otra cosa que sentir miedo, pavor, pánico, a la verdad de la vida.
Porque el que ha de lograrlo, el que ha de encaramarse por encima del cielo terrestre hasta llegar al gran um¬bral, ése, ha de tener y tiene fe en lo sobrenatu¬ral —es él, y no otro, mi rey, quien no se asusta del mundo in¬visible, quien creyó hasta el final que no era posible que la vida fuera como pa¬recía ser, quien vive profun¬damente junto a su sabio interior, quien pro¬cura dar en cada encuentro con los demás lo que tiene me¬jor de sí en ese ins¬tante—. Y no. No hay, y nunca habrá, peli¬gro de que logre alcanzar lo superior una mente negra, alguien que no pueda o deba alcanzar el umbral de la gran iniciación, la perfecta, la mágica, la invisible. ¿Por qué? Pues porque el fuego de lo superior no quema, sino que funde de inmediato. Y quien quiere coger la llama de lo más alto sin estar él mismo encendido por dentro, quien es capaz de así tratar de engañar a lo su¬perior a él mismo, cuando toma el asa de la gran es¬pada de lo superior, confeccionada de rubíes y diaman¬tes al rojo vivo, muere de inmediato por dentro, y queda convertido en un hombre que no sólo nunca podrá despertar a su sabio interior sino que, peor aún, no será a partir de entonces más que un cadáver vi¬viente entre los demás hombres. Porque no hay mayor maldad que tratar de engañar de esa forma a lo supe¬rior para arrebatarle su conocimiento y emplearlo mal.

Porque, gran Akamón, sábe ya esto: El verdadero iniciado en la gran doctrina secreta nunca pasa, nunca ha pasado y nunca pasará por ningún ritual de inicia¬ción donde le sea, le haya sido o se le tenga que decir: "Tú eres ya un iniciado, uno de noso¬tros", o alguna otra fórmula parecida que, en todo caso, por compli¬cada o esotérica que sea, venga a decir lo mismo que ésta que te he puesto por caso, mi rey. No, no y no. Recuérdalo siempre. El perfecto iniciado jamás se permitiría ser porque los demás le aseguren que él es; jamás permitiría te¬ner que ser pro¬cla¬mado "algo" en voz alta y, menos, antes nadie; es más, jamás creería en un proceso iniciático que comporte confirmación ritual del rango y la clase de su gran sabio interior... Mi rey: El verdadero iniciado, el gran perfecto de entre los perfectos, ya no intuye, sino que sabe que él es y es un verdadero iniciado precisamente, y precisamente, por¬que nadie se lo ha dicho en este mundo físico. Y, el que lo es, de ningún modo lo difunde más que con sus fru¬tos, que sabe que son sus pensamientos y sus ac¬tos. Este gran y verda¬dero iniciado en el conocimiento más pro¬fundo, que es también el más alto, nunca, nunca, y nunca, presume de nada; nunca discute lo que cree que sabe y así imita todo el tiempo a los perfectos sabios. Lo que cree que sabe, lo llega a ex¬poner ante uno, algunos o muchos —aunque jamás, jamás de los jamases, todo lo que sabe— si cree desde el corazón que debe expo¬nerlo. Luego, se va tan tranquilo, sin esperar conver¬siones ni desear halagos inútiles u ofrendas cargadas de envidia o, la mayor parte de las veces, de enfermi¬zos celos. El gran iniciado de entre los más grandes sabe perfectamente que hay que dejar que cada mar lle¬gue con su oleaje a su propia orilla. Ése, ése, mi rey, el que ya no es simplemente un perfecto aspirante, sino un gran aspirante a maestro perfecto, ése, ha de vivir cosas sorpren¬dentes para cual¬quier mortal menos para él mismo —o para ella— Y las ha de experimentar, Akamón, como un gran guerrero cósmico que venza siempre, o como un ser puro que reciba la verdad, o como un caba¬llero andante que supera todos los peli¬gros, o como un mago que descubre la verdad de su gran sabio interior, o como un hermético, un sabio o un gran soli¬tario, o, quizá, como un príncipe azul que busca sin cesar a su amada perfecta para ofrecerle la ca¬beza del gran dragón que la raptó... Todo, menos como un charla¬tán. El verdadero ini¬ciado sólo se compro¬mete realmente consigo mismo en La Tierra, con los gajos de su propia fuerza interior que vaya encon¬trando desperdigados por ahí, tal y como si él fuera un pequeño mundo de mercurio que ansía engullir cuanto le es afín. Él, ese gran él, rey, se busca a sí mismo sin cesar, Akamón; y se va encon¬trando des¬perdigado a lo largo de su camino siendo capaz de re¬componerse. Sábe ahora, finalmente, que el verdadero iniciado es aquél que logra unir su masculino y su fe¬menino para trascender así la dualidad de los sexos y situarse —que ese ha de ser su objetivo siempre— en el plano de la con¬ciencia superior, la real, la universal, la que nexa todos los mundos vivientes, la que une las distancias estelares del modo más imposible de conce¬bir actual¬mente por nosotros, los seres humanos, ni siquiera por nuestros grandes astrónomos, mi rey. Además, el verdadero iniciado do¬mina su cerebro, Akamón, Anaíria, porque sabe que es él quien ha de conducir su propia vida para no dejar que sean sus pensamientos, sus súbitos deseos, quienes la conduz¬can sin rumbo fijo, como si la vida fuera —que no lo ha de ser— una barca a la deriva sobre un gran mar in¬terminable.
El verdadero iniciado se disciplina a sí mismo, se le¬vanta con la luz del día si le es posible; saluda mental¬mente a la mañana, como expresión de una nueva creación de la vida, y medita después durante cierto tiempo aunque sea de pie; se baña o se ducha, mi rey, sin¬tiendo la fuerza contenida en el agua y que La Naturaleza le otorga para limpiar su piel, y para que se sienta vivo en la mate¬ria a través de los sentidos; se viste de sí mismo, reflejando con sus ropas exacta¬mente lo que siente hacia el mundo en su interior, y come, si es posible y no tiene que defenderse, de un modo natural; y come, además, justamente sólo aque¬llo que nece¬sita para llegar a donde tiene que llegar en ese día. Pero hay más, mi rey: Él, y sólo él, es el que piensa tan bien sobre sí mismo como sobre los demás, comprendiendo cada uno de los defectos de los otros, y, si quiere, ayudándoles mentalmente a disolverlos en el éter. Él es, es él quien ca¬mina con armo¬nía, gesti¬cula con armonía y quien mira a los ojos del que tenga ante sí, sin bajar casi nunca la mirada. Esa mirada que tan sólo bajará cuando evite enfrentarse a quien es más débil que él, para evitar tan desigual batalla. Y el ver¬dadero gran iniciado ac¬túa siempre con esta armo¬nía de la que te hablo; incluso, durante su estancia en casa o en tierra ajena, donde no rechazará, ni siquiera, la carne que le ofrezcan por no hacer sentir mal a los que, con la mejor intención, le hayan invitado allí donde se halla. Este gran y perfecto iniciado dirá la verdad exacta de lo que piense o sienta cada vez que hable, y sabrá oír con gran tranquilidad las mayores impertinencias que pueda escuchar allí donde esté, si ha de hacerlo para no romper ninguna paz y, mucho menos, la que posee dentro de sí. Él procurará decir siempre palabras que enseñen algo a quienes lo ro¬dean, y mejor si éstos no se dan cuenta de que están siendo enseña¬dos cuando él habla. Intuye, Akamón, que, hoy por hoy, muy pocos suelen aceptar de buen grado que haya uno que sepa algo en medio de los mu¬chos que no saben nada, pero no nada como los gran¬des sabios, sino nada, absolutamente de nada, a causa —todos lo sabemos bien— de que la mayoría no es, precisamente, muy amante de ponerse a reflexionar sobre la vida para usar sus propias ideas y sacar cuanto antes sus propias conclusiones. Así es como esa mayo¬ría vive como engañándose a sí misma todo el tiempo y sin cesar. Algo así, sí, mi señor, y no creo ir muy equivocado. Pero prosigamos: El gran aspirante a ma¬estro perfecto, también, vivirá algunos mediodías como un saludo al sol más alto, al gran rey celestial, al que simbo¬liza la luz que no se puede mirar, el úl¬timo escalón de lo superior simbolizado en el mundo, y en la larga escalera que con¬duce hacia él; por eso, el aspi¬rante a maestro perfecto descansará y meditará otras veces en las horas de menos sol, para rendir homenaje al atardecer con el amor de quien gusta ver vo¬lar los pájaros sobre la brisa de las últimas horas de cada día. Y, si así lo siente, sabrá quedarse viendo las últimas franjas del sol que desaparece a lo lejos, para disfrutar de los colo¬res del cielo antes de marcharse al otro lado del mundo y para extasiarse con la unión de la luna, el sol y la noche en el último instante del día que se va. Y, antes de tenderse a reposar sobre una superficie más dura que blanda, el perfecto de entre los perfectos, en otras ocasiones, podrá fundirse con los secretos de la noche sin dormir, tan sólo cerrando los ojos ante ella y ya está.
Por la mañana, comerá algo, poco pero con intensi¬dad, disfrutando de los sabores y de las esencias de los sabores de lo que coma; mejor, si son frutas o frutos de la tierra, almen¬dras, cacahuetes, leche vegetal y cosas naturales.

¿Y cuándo quiera seducirla a ella, a esa gran ella, a la pareja que esté consigo y que se halle junto a sí, esto si la tiene, Akamón, Anaíria? Comenzará, pues, a venerarla para seducirla, como hacen los ver¬daderos tantrikas, con cada uno de sus gestos y de sus palabras, honrará en ella a lo femenino fecundo, a lo que tiene de gran madre tierra hecha visible al encar¬narse en mujer.
Y la acariciará como acarician los verdaderos aman¬tes, los que sa¬ben distin¬guir un pelo de cada pelo de los que hay en los brazos y en la cabeza de la persona que tienen desnuda en su lecho. El perfecto iniciado cuando acaricia a su pareja lo hace para despertar los centros más escon¬didos del placer de ella y, como el que sabe retener su placer, extasiará su pareja del modo más sabio y, siempre, más de una vez. Y se unirá car¬nalmente con ella como si ambos fueran dos semidio¬ses de signo opuesto venerándose. Porque sólo así po¬drán expresar el amor con la lentitud armoniosa con la que el amor puede —y debe, Akamón— llegar a ex¬pre¬sarse. Sólo así los verdaderos amantes se mirarán de verdad y se excitarán por lo que ven sin ser animales que ni ven ni saben tocar con calma aquello que de¬sean mirar o to¬car. El perfecto iniciado es un verda¬dero amante. Por eso puede seducir con su mente y puede amar con movi¬mientos que son expresión de su pensa¬miento más sereno ante el cuerpo que se le ofrece. Y, al amar así, al unirse a otro ser así, sabe y sabe que se enaltece porque cumple con la la verdadera unión de los contrarios; porque cumple con la disolu¬ción de la dua¬lidad que crea el mundo, y porque, por un cierto tiempo, presiente el éxtasis. Ese éxtasis que es silencioso y que no gime ni jadea como los jabalíes salvajes cuando poseen a sus cerdas. Ese éxta¬sis que no cumple con un instinto animal sino que, cada vez más y más, cumple con la in¬quietud de saber amar. Ese, ese éxtasis de quien desea más conocer el cerebro de la per¬sona con la que se une íntimamente que conocer los más oscuros rincones y agujeros de su cuerpo. El éxta¬sis amoroso del gran iniciado, sí, mi rey, de quien no espera caricias, sino que mucho an¬tes de recibir¬las las da; de quien ama al otro cuerpo como al suyo propio y del amante que no cambia de rostro ni de gesto cuando decide sentir su placer físico, por medio del cual sabe acceder a la gran expansión de la fuerza superior den¬tro de sí, y, si es posible, dentro de ella también.
¿Qué más hace el gran iniciado, rey, qué más, el justo de entre los justos, cómo más vive, qué piensa, cómo reacciona para que, acaso, sólo lo reconozcan los que son como él? Sábelo: Él trata de ocultarse cuando su luz va a notarse demasiado allí donde esté, vive rode¬ado de sí mismo y de sus pro¬pias creaciones y no más que de sus propias creaciones, es libre internamente y no es nunca secta¬rio. Ni se aparta ni se queda. Ni con¬vence ni protesta. Ni habla poco ni habla demasiado. Ni enmudece ni lo cuenta todo jamás. Ni se carcajea ni llora. Sencillamente, siente con equilibrio y expresa con equi¬li¬brio lo que siente. Toma lo necesa¬rio para cada día y no toma más de lo necesario, como te dije ya antes. Del mismo modo, hace lo necesario, y ni menos ni más que lo necesario, para cumplir consigo mismo sin cesar. No se es¬conde, pero tampoco alardea. Conoce cuanto le su¬cede a quien está ante sí —por sus gestos, por su voz, por sus posturas, por su mirada, por su tono al hablar, por sus silen¬cios y, sobre todo, por aque¬llo a lo que se oponga con intransi¬gencia en el curso de cualquier conver¬sación— pero no se lo dice nunca, a menos que sea interro¬gado por esa persona y sólo por esa per¬sona. El verdadero gran iniciado conoce, así, cada pro¬blema del interior de quien tenga delante. Lo conoce por la mayor o menos oscuridad de su aura, por lo que emana de esa persona al estar ante ella, por las sensaciones que causa, por los pensamientos que le sugiera, por su postura, por el mejor o peor estado de su columna ver¬tebral, por sus limitaciones físi¬cas, que hablarán de aquello que no aceptó o que no acepta de la vida; lo co¬noce por intuición despierta y por desci¬framiento de la atmósfera que crea ese individuo o in¬dividua a su alrededor; por afini¬dades con él mismo y, sobre todo, también por aquello que diga cuando hable y por los asuntos sobre los que opine mal o juz¬gue peor, porque sabe que cada cual sólo juzga aquello que juzga en su interior.
El gran y verdadero perfecto iniciado, Akamón, no fuerza los acontecimientos, pero tampoco se desen¬tiende de ellos. Se inicia a sí mismo cuando sabe, cuando intuye o cuando presiente a su yo esencial, a su yo superior, a su gran sabio interno despierto dentro de sí, y, a partir de entonces, ya nunca más vuelve a ser el mismo. Se convierte así, grandes sabios, rey, hija, en quien siempre ha sido. Y, primero, se sorprende. Luego, se atemo¬riza. Finalmente, acepta; o teme y no acepta. Si acepta, está destinado a ser inmortal. Si acepta pero teme, se cae de la escalera mágica y regresa al mundo de la materia en baja vibración, a La Tierra. Y éste sufrirá más que los demás porque será un ángel caído.Y si, por último, teme y no acepta, regresará a ser un simple mortal destinado a nunca más ser él mismo y a morir aterrado sin saber qué viene después del des¬pués de esta existencia terrestre. Estas son las tres op¬ciones que hay para la vida de cada hombre, por tanto: Aceptar, aceptar y temer, y temer y no aceptar. medita en ello, Akamón, medita mucho en ello y comprende¬rás la gran verdad que dice que, sin embargo, el verda¬dero gran iniciado está des¬tinado por sí mismo a serlo y, por lo tanto, acepta con los ojos cerrados cuando llega el momento. Y se levanta de entre lo humano de esta forma. Y llega. Y, a partir de entonces, sólo se in¬quieta por la marcha del mundo. Lo demás sabe que es una ilu¬sión de sus sentidos y de los sentidos de los de¬más. Lo demás sabe que es una confrontación especta¬cular entre lo blanco y lo negro, entre lo bueno y lo malo.
Pero a él, al que llegó, al que fue capaz, al que se enca¬ramó por encima del muro de la vida para mirar que había más allá, sólo ya esa mar¬cha del mundo le indi¬cará la distancia exacta que aún separa, mi rey, al hom¬bre de lo que es más alto y más, mucho más superior al hombre. El verdadero iniciado, cuando él mismo pre¬siente que ya está preparado para convertirse en maes¬tro perfecto, abre cuando quiere su cuerpo y lo en¬trega a los dioses y a las diosas, a las fuerzas ocultas y a sí mismo, al poder de su mente totalmente dominada por su voluntad de ser quien es en realidad. Él ya no podrá caer en el juego del ins¬tinto animal ni cuando decida comer carne, porque la comerá agradeciendo al animal su existen¬cia, si ha de co¬merla. Él ya sabe que quien domina su mente es dueño —o dueña— de su cuerpo y, por tanto, de su destino a lo largo de sus dife¬rentes es¬ta¬dios de vibración desde cero hasta el infi¬nito, desde el principio al fin, desde el centro del mundo hasta el cen¬tro del cosmos. Y este verda¬dero iniciado, el que si quisiera disfrutaría del poder de cambiar el mundo, gana siempre usando tan sólo las ar¬mas opuestas de quien esté ante sí atacándole. Y nunca presume de sí ante nadie, y, esto, aunque embe¬llezca de modo espectacular. Porque el perfecto ini¬ciado, así como la perfecta iniciada, serán cada vez más y más bellos a los ojos de los demás hombres y muje¬res. La unión de sus mentes con sus corazones desatará en sus rostros y en sus cuerpos una belleza universal, cósmica acaso, inenarrable. Una belleza que anunciará otro mundo, otra frecuencia interna, otro modo de ser y de pensar. Y ese aspirante a maestro de maestros, irá tranquilo por la vida, pero la estará comprendiendo y descifrando todo el tiempo y sin ce¬sar, no con el sigilo de un espía, sino con la lentitud y la armonía de quien busca una flor determinada entre la hierba. Y él nunca devolverá la trai¬ción. Incluso la olvida y continúa ha¬blando a quien lo trai¬cionó porque sabe que, en reali¬dad, esa persona se ha traicionada a sí misma. Porque sabe también que la gran verdad, Akamón, se halla en el silencio pro¬fundo de la mente. Y que se llega al si¬lencio profundo de la mente dete¬niendo el cuerpo, de¬jando que regrese a a su estado ori¬ginal. que resulta de ser desconectado de la respiración. Y se consi¬gue des¬conec¬tar el cuerpo de la respiración sin morir, cuando se dominan de¬terminadas posturas humanas que imi¬tan a las de los dioses cuando imaginan que se entre¬nan o cuando sueñan que descansan.
Y, así es y ha de ser como el gran iniciado, con perse¬verancia y siendo él mismo todo el tiempo, llegará al fin a gran maestro perfecto. Maestro aspirante a ser un día aspirante a maestro de maestros. Así llega el gran iniciado, Akamón, a esa nueva vida en su interior y en su exterior.
Y ése que acepta la nueva vida que así, por su propia constancia y esfuerzo, se le manifiesta en su in¬terior, ése, y sólo ése, es quien ha de saber que va a enfren¬tarse a fuer¬zas superiores que estallarán dentro de sí, y que lo harán en di¬rección a dos puntos opuestos: Hacia el cuerpo, abriéndolo, perfeccio¬nándolo, y hacia la mente: también abrién¬dola, también perfeccio¬nándola. La vida terrestre ya no será lo que había venido siendo la vida para él hasta aquel instante. La vida, Akamón, se convertirá en un medio para hacer lo que hay que ha¬cer, después del gran encuentro consigo mismo, y para aplicar aquello que ése ya sabe. Aquello que ya arde en su interior. Creará a su al¬rededor, desde su si¬tio en la tribu, una nueva manera de vivir, de sentir, una forma que a los ojos de los demás les sorprenda y que signifique un choque frontal con sus costumbres cotidia¬nas, pero no con sus conciencias, a fin de no ga¬nar de ningún modo su enemis¬tad. El verda¬dero ma¬estro perfecto no dejará nunca que la enemistad lo se¬pare de la rea¬lidad física, no dejará que los malos sen¬timientos lo encadenen a esa realidad física y, por el contrario, permitirá que afloren constantemente sus me¬jores sentimien¬tos hacia los demás. Para ello, se unirá a la vida mediante una acción constante, justa y recta, la cual le otorgue ser respetado hasta por sus ve¬cinos, cosa hoy en día harto difícil en todos los reinos, mi rey, debido a esa cierta crispación general que im¬pera claramente aquí y allá entre unos y otros, inclu¬sive en los mismos poblados. El gran maestro, cuando quiera aspirar a ser maestro de maestros, sabrá de an¬temano que deberá perder el sentido en ocasiones con el fin, entonces, de recibir perfectas enseñanzas prove¬nientes de otros planos de percepción; en¬señanzas que se habrán de manifestar como imágenes, como pala¬bras mentales o como sensaciones de gran amor, de perfecta paz. Su nueva vida, mi rey, le exigirá al maes¬tro perfecto que cuide su cuerpo, lo limpie, lo mime con alimentos natura¬les, que cuide su mente pen¬sando bien, escu¬chando bien y ha¬blando bien, tal y como demostró que sabía hacer cuando sólo era un as¬pirante a la perfecta iniciación.. Ahora, además, tendrá, mi rey, que añadir una gran meditación dia¬ria, una in¬tención constante de perfeccionarse apro¬vechando cada día para intentar convertirlo en una pequeña obra de arte ante uno mismo. Y se discernirá con precisión exacta qué es pernicioso para continuar sobre el sen¬dero siendo un gran maestro iniciado, y qué es bueno para permanecer no ya, como antes, en el perfecto ca¬mino hacia el gran sabio interior, sino, ya, en la gran senda mágica hacia las perfectas y más perfectas jerar¬quías celestiales, los ángeles, los arcánge¬les, los ofani¬nes, los querubines, los serafines y el infinito final, tras pasar también por todos los reinos de las grandes vir¬tudes y más grandes aún potestades que separan al hombre de lo más alto, mi señor, salvando desde luego lo presente, ya que todos aquí sabemos y sé, y yo también, no lo dudes, rey, que tu poder es también aquí, en La Tierra, más que grande.

Y, tras las jerarquías celestiales y el infinito, Akamón, Anaíria, sabios, ¿qué nos queda? —El sabio se quedó pensativo durante muchos segundos mirando fija¬mente, aunque con dulzura, hacia Akamón. Su pre¬gunta se quedó prendida del aire de tal modo que era como si una telilla suave rozara los labios de todos los presentes. Era ésa la estela que su interrogante sencilla había abierto, como de un modo permanente, en el aire. Después, continuó de repente: — Nos queda, simplemente, el hombre, sí, cuyo peldaño completa el primer paso hacia el séptimo nivel. El hombre. Este hombre, este humano que se cree indefenso en La Tierra, abandonado por el cosmos y por lo superior a él. El hombre, que tiene la gran misión secreta de con¬vertirse poco a poco en el guerrero perfecto que se en¬cuen¬tra a sí mismo en la armonía de la no vida no más que con la ac¬titud perfecta, que es la que siempre debería ser. Con esa actitud perfecta —la que cultiva a la perfección el gran héroe iniciado— el hombre imita a lo superior y recibe entonces la fuerza en su interior. Esa gran fuerza que sólo penetra en lo que le es afín, en lo que vibra en su misma frecuencia, esa noble fuerza que siempre busca a los guerreros perdidos, a los más rebeldes, para despertarlos si ellos se dejan. La misma fuerza proveniente de lo alto que se abre en tres, como antes te dije, rey, para manifestarse de un modo má¬gico y no de un modo material sobre la realidad física. Sobre esa realidad del hombre, esa realidad aparente, pérfida, engañosa y encerrada en las ma¬nifestaciones binarias, en los pares de contrarios a partir de la básica manifestación del sol y la luna. El hombre, el hombre, pobre hombre, que ha de discernir todo el tiempo qué es lo falso y qué lo verdadero en su cada día, si quiere salir de esa gran mentira cósmica que significa la actual vida en este planeta llamado La Tierra. ¿Qué ha de ha¬cer el hombre normal, el de cada día, en su vida? Porque está claro que no se le puede pedir a todo el mundo que se someta a una disciplina mental, como la que han de llevar a cabo los destinados a ser los gue¬rreros que desde siempre han sido. No, eso no sería posible. Pero el hombre normal, tu súbdito de a pie, mi rey, el que nace, crece y muere y en vez de desliar la vida la lía más aún sin apenas darse cuenta ni de ello ni de nada, ése, ése tendría que detenerse en su vida, dejar de pensar en el sexo contrario y dejar de aceptar la injusticia a su alrededor, rebelándose de un modo sereno, sin estridencias, y tomando, actitudes rectas, equilibradas.
De esta manera, el mundo se aquietaría porque las guerras entre los reinos y las tribus se detendrían de inmediato, y porque los que están haciendo las cosas mal dejarían de hacerlas así de mal, aunque fuera por unos instantes. Esta tranquilidad permitiría que un nuevo pensamiento relevase de su sitio al que hoy impera entre los jefes de tus ejércitos salvajes y entre los que les interesa que las cosas sigan como están hasta ahora. Las ideas crispadas de hoy, se verían susti¬tuidas por unas ideas más serenas y las ideas confron¬tadas de hoy se verían sustituidas, a su vez, por unas ideas más universales. El hombre, así, ascendería un paso hacia sí mismo, al poder pensar, al poder crearse de nuevo a sí mismo, como en el más remoto de los pasados.
¿Y qué le pasa, qué le pasa a este hombre que no acaba de universalizarse, que se autodestruye entre sí y que se pasa la vida, nunca mejor dicho, peleándose como niños grandes entre sí? ¿Qué le pasa, mi rey, sa¬bios, Anaíria? Pues que él se mantiene tozudamente, como un asno de nuestros valles, en esa dualidad en¬ga¬ñosa por no querer ser capaz ni de intuir la di¬men¬sión más profunda, la invisible, la que lo conduciría a una vida nueva, completamente diferente a la que dis¬frutamos —y algunos padecemos— en nuestros actua¬les reinos.

El verdadero hombre, Akamón, no sentirá miedo ante la verdad. Tratará de mantener alta su vibración particular du¬rante el día y la noche, me¬diante una vida justa y correcta de cara al exterior y a su in¬terior. E irá ahondando en sí mismo sin ce¬sar hasta aceptar la vida nueva que se le mostrará poco a poco ante sí de un modo natural. La irá aceptando con la fe del gran vencedor, con el no temor de quien sabe que lo que abandona es un mundo infeliz repleto de infelices que se han creído tan eter¬nos como lo superior de lo supe¬rior. Irá conociendo en sí mismo, joven Akamón, otro mundo y lo enfrentará y asimilará con la fuerza y dis¬posición interior de quien ha superado con éxito altas iniciaciones secretas; esto, a partir del momento mismo en el que él hizo las paces con su gran sabio in¬terior. Y el hombre serenado, el hombre preparado, el gran iniciado o, también, el de actitud mayormente justa y recta, irá aceptando esta vida nueva con la con¬vicción perfecta de que es mejor y mucho mejor que la ante¬rior; irá entrando en esa vida distinta a ésta de hoy, con la serenidad del practi¬cante de zen —ese gran arte marcial que cultiva la armonía total de los gestos para vencer a cualquier oponente— cuando sirve una taza de té en su reino, La Japánia, y te mira a los ojos brevemente antes de meditar frente al humo que le re¬presenta la unión de un líquido de la tierra con el éter, el gran quinto elemento, el que esconde, Akamón, mi rey, todos los secretos del mundo manifestado. Pero voy a finalizar ya muy pronto. Va a ser pronto el final, amigos. No quiero, no, decir ya mucho más. Creo que es suficiente; pienso que nuestro rey, tú, ya tienes más de lo que querías, puesto que sabes lo que querías saber y, ahora, querrás saber más cosas por ti mismo a partir de las que, en estos siete días, todos aquí hemos apren¬dido.
El discurso al rey está llegando a su fin.

¿Por dónde íbamos, sin embargo? Sí, ya recuerdo. Sobre cómo acepta el gran hombre, el justo, la nueva vida que encuentra en su corazón a poco que la aprenda a buscar de las formas y con los modos que he venido indicándote, mi buen rey, durante estas ya siete reuniones en tu sala principal. ¿Sabéis finalmente cómo debe aceptar el hombre esta vida nueva que está ya en su interior y a la que sólo tiene que abrir las puertas de su mente y de su corazón? Así lo ha de ha¬cer, gran rey: Se abrirá al mundo más natural con la valentía de quien conoce que todos los funda¬mentos de las verdaderas artes marciales pasan por la no vio¬len¬cia (dejadme deciros —dijo el gran sabio como si soltara ahora una sutil confidencia a los presentes— que no hay nada más bello que la figura recortada con¬tra la tarde de un hombre dejándose mecer por el aire con sus saltos de gran cam¬peón de cualquier verdadera lucha de oriente; el gran guerrero, el que conoce el gran arte de ganar una batalla, no lucha ya, no, ¿lo sa¬bíais? No, no lo hace porque gana de antemano con su sola presencia, con su sola forma de estar) Ya veis to¬dos aquí la admiración que profeso hacia las grandes artes de lucha orientales, pero no cualesquiera, no, sino las verdaderas, que eso ya es harina de otro costal. Las verdaderas nunca han matado a un hombre, nunca han hecho sangrar.
Y no es fácil para el hombre separado de su gran sabio interior, no, de ninguna manera, mi rey, entrar en la vida nueva interior.

He ahí la debilidad humana. Héla ahí. Incluso, mu¬chos de los más grandes hombres que haya dado la humanidad han mostrado casi siempre serias di¬fi¬cul¬tades a la hora de permanecer en el mundo oculto con tal de comprenderlo. Sólo los grandes maestros, Akamón, resisten ese combate, pero es probable que existan en número contado con los de¬dos de una mano en este actual mundo terreno, donde sí existen hombres que quieren ser buenos y serenos. Pero todos tiene que saber que quien entra en la nueva vida lo hace por propio mérito, porque queda demostrado ya, gran rey, que nadie que no lo quiera entrará en ese mundo nuevo. Y precisamente el miedo a entrar es lo que más asusta a los seres su¬periores que llegan hasta su umbral, el miedo a entrar en lo desconocido, en lo que no les enseñaron cuando eran pequeños. Ese es el gran miedo del hombre actual, ése, ese el miedo que hay que extirpar, o que habría que hacerlo, si es posible, antes de que el hombre se pierda y se crea lo que no es todo el tiempo. Los hombres de nuestro reino y de to¬dos los reinos del mundo debiera prepararse ya para un día dominar las sutiles técnicas de des¬bloqueo mental, anímico y corpo¬ral con la finalidad de practi¬cár¬selas entre sí y alcanzar de in¬mediato las realidades superiores a partir del nacimiento del gran sabio supe¬rior en sí. El gran hombre, el hombre nuevo, tendría que liberarse, mi señor, de las trabas que actual¬mente impiden evolucionar a la humanidad de La Tierra. Porque el hombre gira sobre sí mismo enloquecido desde que nuestros investigadores nos han demos¬trado, Akamón, su inesperada incapa¬cidad para desci¬frar los últimos se¬cretos de la vida y de la muerte. Por eso los hombres y las mujeres de todos los reinos debe¬rían de darse cuenta de que, ya, sólo les queda la puerta de lo superior si quieren dejar de tener miedo a su en¬torno. Pero los hombres, mi rey, Anaíria, grandes sa¬bios, no tendrían más que volver con humildad los ojos hacia sí mismos si realmente quisieran encontrar un mundo nuevo dentro de sí, el que te digo, rey, que es el de la gran regeneración del hombre por el hom¬bre, el del gran segundo nacimiento de la raza hu¬mana. Y ese gran renacimiento del hombre hacia lo superior a sí mismo, esa elevación del corazón hu¬mano, acumularía e infundiría la fuerza necesaria para que la vibración de su interior, encendido por el gran sabio interior, se eleve a determinada frecuencia a partir de la cual la rea¬li¬dad física deberá transformarse, según lo veo yo, en un fenómeno colectivo para con¬vertirse en una realidad invisible, nueva realidad que cada ser humano habría de vivir dentro de sí de modo particular.

Y es así, así, Akamón, como te he contado hasta aquí desde el principio al fin, como el verdadero iniciado, tras llegar duramente a maestro, encuentra y supera finalmente el gran umbral que conduce a otro mundo, sí, como veis y como creo haberos demostrado a todos, a no ser que alguien de entre vosotros tenga algo que objetar. ¿Alguien puede negar que las gentes de nues¬tros reinos no son felices estando como están y de que sería mejor un mundo nuevo si estuviera por venir? Nadie creo que lo pueda negar. Y eso es, mi rey, Akamón, lo que yo he dicho hasta aquí.

Así ha sido, así, como nuestro hombre inferior ha lle¬gado a ser en nuestro discurso a ti el hombre superior que se halla ya ante el paraíso que le ha sido relatado y anunciado, de distintas maneras, por todos los profe¬tas; que se halla ya ante lo que llaman nirvana en el gran reino de Indiática.
Y, ya, del gran iniciado, y solamente del grande entre grandes, dependerá comprender la totalidad de los se¬cretos de la dualidad —exami¬nando sin cesar, mi rey, su realidad diaria— o, en cambio, asus¬tarse ante lo desconocido y aferrarse más y más a la fatal ilusión de la vida física. Lo más alto no enciende, no, la antor¬cha de quien no quiere ver y prefiere la oscuridad de no saber en qué consiste la vida humana en La Tierra. Lo superior, joven monarca, no puede dejar entrar en su reino celestial a quien no crea en él. No, no puede y eso que su capacidad de amarnos y de entendernos es la mayor que pueda ser. Pero eso es como si dejáramos entrar a nuestros poblados a los terribles nómadas del desierto, los que llevan los pies cubiertos de cuero ne¬gro y los pelos en punta hacia arriba, pegados entre si con savia de los árboles de todas las selvas devastadas por ellos... ¿No creéis? ¿No veis claro por qué lo supe¬rior no puede —ni debe— desvelar sus secretos a lo in¬ferior que no cree en él? Porque yo os hago una pre¬gunta: ¿Puede tener las cualidades de una buena per¬sona quien no cree en algo superior que todo lo crea, incluido este mundo, y ante lo que hay que rendirse de antemano? No, es que no puede. ¿Por qué?, se me dirá, ya que son muchos, muchos más de la cuenta los que viven del cuento diciendo que no cree en lo supe¬rior pero que saben que si lo superior existe compren¬derá que ellos no creyeran en él y los salvará tras mo¬rir. Y no es así, que no, mi señor, sabios, Anaíria. ¿Por qué? Por lo que se deduce del más simple análisis de la situación personal en que está anclado el hombre o la mujer que no cree en nada superior a ella o a él. ¿Cuál es ese análisis tan sencillo? El siguiente: Quien no cree en nada superior a él se tiene que creer él mismo, en¬tonces, como lo superior en todo el gran universo. Se comete egotismo es este caso, orgullo de raza, afán de conquista de La Naturaleza que rodea al hombre y del cosmos que rodea a los mundos. ¿verdad que se co¬mete al menos, aunque sea, falta de inteligencia? Porque es que hace falta ser muy pueril para ver este macrocosmos galágtico que vemos —o que más bien tratamos de ver— y dar en pensar, así, sin apenas nada haber visto todavía, que el hombre está solo y que siempre lo estará. Este es el humano que no cree, el que no ve y no concibe lo que no ve por tanto. Pero el humano que ve, éste comprende que él no es más que un punto perdidísimo en este universo y que debe de haber por ahí miles y miles de civilizaciones de todas las formas físicas posibles, de todos los modos de vi¬braciones mentales. Y sin que olvidemos, por otra parte y siguiendo con lo de antes, que quien no cree en lo superior a él vibra y emite ondas que hablan clara¬mente al espacio y que les dice que ése, ése de entre to¬dos los demás, no cree en nada. ¿Irá el espacio a tratar de convencer a uno que no cree en nada invisible, o irá, en cambio, a hablar más bien a quien sí crea en lo invisible? La respuesta al dilema parece clara, ¿no, los aquí presentes? Y, al vibrar su no creencia por el espa¬cio, añado, nada superior se les hará realidad a esos que en nada créen y, muchas veces, tampoco en nadie, así de testarudos son. Ese que nada cree, mi señor, lo tiene mal, bastante mal..Yo y los demás llamados grandes sabios, lo sentimos mucho cada vez que ve¬mos que pasa a alguno, porque es que no tiene desper¬dicio la cosa, vamos. Por no creer, se ganan un in¬fierno personal espantoso, un infierno, además, no fa¬bricado por nada ni nadie superior al hombre, sino ¡qué tétrico! por él mismo, por la mente del hombre aterrorizado ante la idea de morir, aunque disimule su terror autosugestionándose y construyendo en torno a sí un mundo a la medida de su gran sugestión perso¬nal. Pero sabe además, Akamón, para tu cuidado tam¬bién, porque no has hecho más que comenzar tu ca¬minar como gran aspirante, que quien no cree y se empeña además en no creer pase lo que pase y sienta lo que sienta —suele pasar en nuestros reinos, créeme— irá muriendo en vida más y más hasta ser como un fallecido caminante por las vías de nuestro reino. Será un hombre abandonado para siempre por su gran sabio interior, que harto de esperar la llamada del hombre, regresó a su mundo superior y abandonó, desinteresado, la que es sin duda su propia creación en el mundo de La Tierra. Esto es, ese hombre sin sabio interior despierto es como si no oyera, como si no pen¬sara, como si no fuera él auténticamente, sino como un pelele de esos tramoyistas que hacen sus represen¬taciones, desgraciadamente ya sólo una vez por tem¬porada, en la gran plaza del mercado de las frutas sil¬vestres, en la zona más nórdica de nuestro reino.
El gran sabio prosiguió así: —Y es que quien no cree en lo superior tiene que carecer, cuanto menos, de algu¬nas —pongamos que sólo sea una— de las cualidades divinas, a las que ya sabes, rey, que el hombre aspirante tiene —o tendría— que imitar en lo más posible todo el tiempo. Ese que en nada cree, continuando con este último análisis en tu sala real, es, ciertamente, un in¬crédulo. Y lo penoso es que no puede creer en nada porque no sabe mirara su alrededor con los ojos de su sabio interior. Eso es todo. Entonces, el que nada cree va y todo lo ve mal. Ve el mundo como una creación sin objetivo, ve al hombre como una máquina pen¬sante y que sólo sirve para producir mediante el tra¬bajo o para luchar para emplear su fuerza.Ve la vida, en definitiva, como un acto inútil y como una pérdida de tiempo asombrosa. Y, por último, y para su desgra¬cia, ve el amor como una combinación de circunstan¬cias fortuitas o como una reacción química producida a la vez en la cabeza de dos personas, o sea, poco más o menos que como un estado epiléptico humano o como una locura fatal de quien ama y de quien se cree amado. ¿Cómo va a entrar en lo superior, en el reino infinito de la gran creación cósmica, por todo lo dicho y por lo tanto, quien no cree en lo superior? ¡Sería una locura dejarle entrar! ¿Por qué, Akamón? ¿Por qué exactamente? Pues porque la actual humanidad ofende a la gran creación universal, que no a lo más alto, el cual nunca se ofende por su es infinito su amor. La ofende al no creer y, lo que es peor, oh, aquí reunidos, al tampoco querer creer en lo superior. ¿Puede darse algo más absurdo en esta vida humana? No creer en la fuerza de la vida que todo lo crea desde lo más alto, desde lo que está indudablemente más arriba que el ser humano, es algo fuera de lugar por el puro hecho mismo de que exista la exis¬tencia. Somos creados y creadas al nacer, ¿no, mi rey?, lo cual ya nos habla aunque mínimamente de lo más alto, ¿no creéis?. Sentimos amor en nuestro interior, como el que tú sientes desde ayer por Anaíria, cuando nos prendamos de verdad de algo o de alguien Pues ahí está lo superior, ahí está, precisamente ahí, manifes¬tándose; ahí, Akamón: en el amor. Si el hombre, Akamón, fuera capaz de vivir el amor durante toda su vida en vez de sólo en sus continuos arrebatos más pa¬sionales que otra cosa, conocería de inmediato en la tierra el reino de lo superior al hombre en los cielos. Pero he ahí el crucial pro¬blema de todos los reinos ac¬tuales del planeta, joven rey. ¿Cuál? Éste: Quie¬nes no creen en lo más alto, tienen miedo de la exis¬tencia. Es fácil de demostrar, ya que ¿cómo van éstos a creer en una entidad superior —se preguntan en el fondo más noble de sus almas— que, según ellos, ha sido capaz de tra¬erlos a esta vida, en la que existe la cruel muerte que presienten como el hecho más espantoso? Esa muerte, por otra parte que yo he experimentado aquí, ante vo¬sotros para entretenernos mientras hablaba y hablaba, y, ya veis lo fresco que estoy... Pero van y, los muy tos¬cos, los muy burdos, no creen y no creen, con especial perseverancia, en esta gran fuerza universal que todo lo crea constantemente ante los ojos de todos. Y no es que se trate de que todos creamos en un ser su¬perior al hombre, ni en alguien que pre¬mia o castiga a ima¬gen y semejanza de lo que hemos llegado a hacer los hom¬bres en este mundo; tampoco es que haya que alabar todo el tiempo a un amo y señor superior e invisible, ni difundir el cas¬tigo en nombre de lo más alto, ni ex¬pansionar creencias y más creencias que van contra la libertad más esencial de todos los reinos, como la liber¬tad más básica de cualquiera, que consiste en tener de¬recho a vivir sin miedo a vivir, sin miedo a lo sobre¬natural. Sin pánico, en definitiva, rey, a lo que existe desde siempre en esa Gran Naturaleza de La Tierra que pocos, demasiado pocos, apren¬den a mirar. No se trata si¬quiera, mi joven rey, de rezar y orar y entregar a cie¬gas finalmente la vida a una entidad terrible y devora¬dora con los que hayan hecho algo mal, y benévola y justiciera con los que, a su parecer, lo hayan hecho todo muy bien. No... No, no se trata de nada de eso, pese a que algunos avispados se empeñen en lo con¬trario.
Lo del hombre en el mundo se trata, sencillamente y de un modo natural, de sentir la alegría de presentirse fruto de lo superior en La Tierra, hijos del amor ba¬sado en el sentimiento más alto que existe, el amor, mantenido todo el tiempo, a la par que sus cualidades, que son las más bellas de entre las bellas. ¿Cuáles son? Todos las conocen, sí, pero pocos las practican también es verdad. La generosidad, la nobleza, la capacidad de dar, la sinceridad, la belleza, la alegría, la capacidad de soñar, todas éstas y aún algunas más son las cualidades del amor a las que me refiero. Ésas, esas son esas cuali¬dades que, quien las practica, vence a la vida y encuen¬tra de inmediato el nuevo mundo en su interior, re¬gido por su gran sabio personal.

¿Y lo que es superior al hombre, qué quiere del hom¬bre? Lo que exige es la paz interior, el equilibrio, la be¬lleza in¬terna del hombre que se reconoce como creador de sí mismo a partir de sus propias vibraciones.
Lo que lo superior quiere, mi rey, no es otra cosa que el perfecto reconocimiento a lo largo de tu vida de que él eres tú y de que tú quieres buscar y encontrar a tu sa¬bio interior para, desde ti, conocerlo más a él. Mira qué fácil, Akamón. Y eso es todo. ¿Cuándo se produce ese perfecto reconocimiento en cada cual? Cuando el hombre, por sí solo, concluye que no merece la pena seguir siendo un hu¬mano que no cree en nada para, así, pasar a ser un humano que, al menos, quiere pre¬sentir a su gran sabio interior morando en su corazón,
Lo superior, ¿quiere algo más del hombre? No mu¬cho más, no. Que lo trates de imitar en lo posible —lo superior no olvida que hay algo de animal todavía en ti, y por eso te perdonará si cometes pequeños errores en tu caminar hacia él— que leas en La Naturaleza y que leas en ti; que llegues a experimentar la trascen¬dencia y dejes vivir a tu gran sabio interior cuando él llame a la puerta de tu corazón. Y no se trata más que de manifestar una vibra¬ción más alta tanto en el in¬te¬rior como en el exterior. Es todo lo que lo superior quiere para que la vida se manifieste aún con más be¬lleza en el reino de la creación humana.

Y a partir de aquí ya poco más puede ni debe ex¬pli¬carse. Akamón, se acerca ya el fin.

Yo inicio mi despedida, por tanto. No te tengo mu¬cho más que decir, no. Esto ha sido todo. Así te he ha¬blado hasta aquí Akamón, así. Esta séptima y última reunión está, por tanto, a punto de concluir. Os paso a todos estos pergaminos en las que, la primera noche en tu palacio, garabateé un resumen de lo que iba a contar aquí. Creo que servirá como recordatorio de lo aquí tratado, para quien quiera tenerlas. Fueron unas ideas generales y aquí os las paso. Anaíria se ha ocu¬pado de realizar por su propia mano siete copias, una para cada uno de vosotros. Anaíria, te lo suplico, hija mía, ¿serías tan maravillosa para mí en este instante como para entregar por mí una de estas copias al rey y a cada uno de los grandes sabios? Gracias, hija tan be¬lla. Estoy tan cansado... No olvidéis que he muerto y he regresado no hace mucho, y, estas cosas, a mi edad, ya, se notan.
Anaíria repartió las notas manuscritas al rey y a los grandes sabios de los siete reinos. Después de que las hubieran guardado entre sus mantos, el gran sabio aún levantado, como gran despedida al rey, prosiguió su discurso así:

—El verdadero guerrero vive dos realidades, Akamón, la externa y la interna. Sabe que la externa está dominada por la gran diosa maya y que la interna lo está por su gran sabio interior. Por eso vence con to¬das las de la ley al pequeño mundo de la ilusión, re¬gido por la juguetona maya, que podría decirse que es como una zíngara nómada, como una de esas mucha¬chas de ojos encendidos y de piel cobriza que bailan hechiceras danzas con las que sugestionan a los gue¬rreros de sus tribus para conseguir que les traigan todo lo que al día siguiente ellas les pida. Los hombres de esas tribus, mi rey, nunca han sabido, y esto hace siglos y más siglos, que sus muchachas los hechizan con sus danzas, sus velos seductores y su piel de plata bajo la luna templada. Pero no hacen más que conquistar rei¬nos para ellas y acumular tesoros para ellas, las cuales de día les sonríen y, de noche, los, como explico, los hechizan.
Y esto lo sabe el gran guerrero de la vida. Y lo aplica. Él intuye que la divina Maya, la reina de la vida, le dará siempre lo que él pida por su boca, lo que piense desde su mente, lo que desee desde el corazón. Lo sabe sin dudarlo ni un instante. Pero sabe también que, luego, ella se lo robará y le pedirá que diga, que piense, que sienta que desee más y más cosas —todo para ella— y así lo enredará más y más en el gran mundo de la ilusión, que es el que esa zíngara hechicera rige en la verdadera realidad.
Luchando sin cesar contra Maya, el gran guerrero de la vida logra, Akamón, realizar una calma perfecta dentro de sí ya que domina perfectamente su mente en su interior y, por tanto, es rey de sus pensamientos y emociones. Es así, ejerciendo ese reinado, como se zafa todo el tiempo del hechizo de la joven y sensual maya, que, cuando baila su danza más felina, no sólo hechiza a los hombres, sino que hasta los puede enamorar y hacer enloquecer, incluso, de amor, hacia ella, claro está.
El gran guerrero vencedor de Maya durante todo el tiempo de su vida realiza en su interior, mediante las fórmulas proporcionadas por su gran sabio interior, a Buddi, a Khris, al gran guerrero cósmico de las estre¬llas, al gran Alí, al maestro de lucha no violenta, al gran sabio de entre los sabios, a cualquier figura he¬róica del pasado que se quiera imaginar, con tal de imi¬tar a un semidios o, si lo quiere más difícil, a un gran dios. Porque a maya no se la puede vencer siendo hu¬mano, sino sobrehumano, no se la puede ver con ojos inferiores, sino con pupilas superiores. Ese es el pro¬blema principal, mi rey. Porque, el mejor de nuestros guerreros, ¿no perdería su enfrentamiento contra un guerrero invisible que se le presentara amenazante? Sí, sería aniquilado. Lo mismo le sucede al hombre que no quiere saber nada de su sabio interno, contra quien nada puede hacer la pérfida maya, ya que él es demasiado viejo y demasiado sabio como para caer en la tentación ilusoria del sensual encanto del cuerpo en danza de una bella muchacha. Lo mismo le sucede al que ni se inicia en conocimientos ocultos a la vista humana ni sabe nada de iniciaciones secretas contra maya ni quiere saber nada de nada. ¿Pues qué le pasa? Ni más ni menos que maya lo domina mientras que él se cree libre. Maya aumenta su ambición, maya au¬menta su deseo de conquistar reinos y amores, maya le impide que vea que el objetivo de la vida es llegar bien preparado a la muerte y, en cambio, lo pone explotar el mundo en vez de que el hombre se ponga —como ése sería su deber cabal— a comprenderlo. Una pena, de nuevo, lo del hombre en este mundo, ya vemos. Pero una visión máxima lo del hombre que se levanta so¬bre sí mismo, se rebela contra maya y accede al mundo verdadero por sus propios medios mentales y físicos. Este guerrero de la vida, como antes decía, no sólo vence a esa maya que lo tenía preso de su hechizo fa¬tal, sino que, además, se habrá de convertir como pueda y mejor sepa en guerrero cósmico, mi rey, ya que, al abandonar la realidad irreal de maya —la de la vida tal como la vemos— se encontrará con la realidad luminosa de lo celestial, en la cual no es sencillo, no, de entrar. Ese ahora hombre celestial ha logrado, sí, la obra necesaria para ver lo superior en la tierra, ha lo¬grado el gran oro alquímico a través de la gran trans¬mutación de su corazón en el atanor de su propio cuerpo. Y la nobleza de su corazón de oro es lo que se lleva hacia lo mental superior, hacia lo simbolizado por las estrellas, las cuales, cada una de ellas, nos ha¬blan desde el cielo de que en toda noche hay luces le¬janas que iluminan otras esferas. Ése, ése guerrero de la vida, el que ha dejado de ser gran aspirante, es ahora un gran iniciado, aunque de nuevo aspirante, sí, esta vez a maestro, y después a gran maestro y, así, hasta el grado máximo, el de Perfecto Iniciado en La Tierra.
Y el perfecto Iniciado conoce el gran reino de las ideas y se mueve por ellas como por su morada. Sabe que las fórmulas magistrales de La Naturaleza re¬velan secre¬tos del superior constructor de La Tierra. Puede cono¬cer, si quiere, el gran Kybalión de mi amigo Hermes, el relato de la bata¬lla en la que el gran guerrero se negó a luchar, la vida del sufrido Krhis, que decía que él era hijo de lo superior, la vida del sereno Buddi, quien aseguraba que cada hombre tiene lo superior dentro de sí, o la del mismísimo y tan incomprendido gran Ben Alí, que decía que el hombre podía conquistar lo supe¬rior para sí, si mataba al infiel que hay en él mismo. Es luchador, ese vencedor de maya, puede conocer, si quiere más, las andanzas íntimas de Shavi y Shikta, la pareja de dioses enamorados que enseñan a amar a los hombres que acuden a sus bellas orgías, o las legenda¬rias leyendas de las aventuras de los hijos o aspectos de Átiman, Brajmá y Vashní entre otros muchos; puede aventurarse, a más y a más, a indagar sobre las existen¬cias antiquísimas de otros grandes sabios, dioses y pro¬fetas en el mundo y fuera del mundo, pero nada sacará en claro si no se decide por uno de ellos y lo imita de inmediato en esta Tierra. Porque esas figuras son sím¬bolos humanos muy claros, símbolos que hablan de lo que el hombre aspirante a lo superior ha de hacer para, en efecto, llegar a serlo. Quien imite correctamente a Chris vencerá a Maya tanto como quien imite a Buddi o a Ben Alí; lo mismo para quien actúe con su pareja como Shavi y Shikta, pero de otra forma más compli¬cada y peligrosa para el luchador (hay que ser un ver¬dadero especialista en la gran lucha de la vida para imitar a esos dos amantes y no salir de la peripecia más enredado que nunca con la gran zíngara maya) y lo mismo de lo mismo para quien decidiera, con inteli¬gencia despierta, construirse un personaje perfecto en su mente e imitarlo sin cesar. Así son las cosas, Akamón, así. Y no hay más que hablar sobre este ex¬tremo. Los profetas no anunciaron nunca un mundo superior fuera del hombre. Lo que anunciaron de modo adecuado a cada época fue un mundo superior dentro del hombre, al que era posible acceder creyendo en valores supremos y aplicándolos en el mundo te¬rreno.

¿Se puede comunicar de un modo claro lo superior con el hombre?, seguro que deseas saberlo, rey, antes de terminar. Pues bien, te lo diré. Sí. Lo más alto ex¬tiende a menudo su índice de la mano izquierda hacia el hombre. Así es como lo más alto llama al hombre cuando lo llama, señalándolo, avisándolo primero de que es a él, y no a otro, a quien llama. Dejando que el gran contacto, el que una los dos dedos ex¬tendi¬dos como si estuvieran en el cosmos, lo realice no él, sino el hombre. ¿Tendría mérito si lo realizará él? ¿No es más meritorio que lo decida hacer el hombre? Porque, vamos a ver, ¿no es mejor que lo más bajo trate de le¬vantarse del suelo que pisa para ver desde arriba, antes que que lo más alto tenga que agacharse, abandonando el cielo donde mora? ¿No estará más hecha la vida para que el hombre que quiera conocer realice el es¬fuerzo y conozca, antes de para que lo superior venga al mundo a decirle al hombre que existe allá, sobre él, más arriba? Nunca conoce el mundo del gran águila quien no ha subido alguna vez en su vida a las mon¬tañas más altas; quien no la ha visto volando en sus reinos, los cielos más amplios, quien no ha visto su porte celestial de cerca. ¿Por qué? Porque el águila nunca desciende a ras del suelo más bajo, ya que per¬tenece al cielo más alto. Lo mismo pasa con lo supe¬rior, y el gran guerrero lo sabe.
Así es, por tanto, mi rey, como lo más alto llama al ser humano. Lo señala y, luego, lo es¬pera. Lo de arriba de lo más arriba lo espera y el hombre, en vez de tratar de ir, sufre graves obsesiones mientras tanto sobre la faz de la Tierra a causa de la zíngara maya. Pero el que se ha situado por encima del mundo con armonía —no hace falta armar ningún escándalo— y el que se le¬vanta de entre los de¬más hombres en La Tierra todo sólo él, acaso, contra maya, ése, ése, no sólo es señalado de inmediato por lo más alto, sino que extiende él también su índice, señala a lo superior, se esfuerza, abre su cuerpo, abre su mente, se engrandece, se eleva, lo roza, lo toca, se sumerge y se va finalmente del mundo humano, para no regresar nunca más al gran juego de las trampas continuas de la ilusión nefasta. Ése renace. Y, al renacer, el gran hombre renuncia sin esfuerzo a lo humano para tratar de ser cada vez más y más superior ante sí mismo. Y empleará sus nueva fuerza interior, su nuevo pensamiento, su cada vez más per¬fecto conocimiento por haber sido capaz de en¬caramarse a lo superior y mirar de frente a lo descono¬cido, en lograr a su alrededor una vida de calidad in¬terna superior. Este hombre percibirá otras vidas en otros planos di¬feren¬tes al de la materia. Y, así, se cono¬cerá a sí mismo.
No hay duda, Akamón, de que es así como lo más grande se manifiesta sin ce¬sar entre los hombres que alcanzan, por su propio esfuerzo mental y también fí¬sico, las más altas frecuencias. Así es, sí, como lo supe¬rior llama y es¬pera al hombre capaz de buscarle hasta el fin con tal de huir del hechizo de maya. Y sabe que lo más alto habla con voz clara y serena a quien lo al¬canza con su mente y con su cuerpo fun¬didos en un todo; en un uno que refleje su cualidad de cuerpo emancipado de su antigua condición de simplemente ma¬teria, de cuerpo lapidado, cuerpo vencido cuando la ser¬piente de la columna vertebral ha sido domada con la fuerza que sólo surge del despertamiento del gran sabio interior. Sábelo, Akamón.
Desde la columna vertebral, el hombre crece a partir de constantes impulsos nerviosos que fluyen sin parar entre sus vértebras. Y es así como crea el hombre su apariencia, a partir de las sensaciones y percepciones que envíe desde su mente. Los rasgos, la constitución, las líneas corporales y las expresiones faciales del hombre hablan sin dudar del tipo pensamientos y sen¬timientos que anidan en su mente y en su corazón. Y así el gran luchador de la vida sabe siempre, del modo más perfecto, a quién tiene delante, si a un hechizado por maya o a un hombre libre.
Y, antes de finalizar, mi rey, sólo decirte que sería bueno que un día, más temprano que tarde, los hom¬bres aprendieran a comu¬nicar no aquello que piensan, sino aquello que sienten. Esto conduciría a un mundo nuevo, donde sería más fácil, mucho más fácil, que cada ser humano hallara en su corazón a su gran sabio interior. Un mundo nuevo, basado en otros fines y en otros medios, en otras causas para conseguir otros efec¬tos. Porque si los humanos continuamos así, Akamón, nunca abandona¬remos el círculo vicioso que nos hace creer y creer todo el tiempo que no es posible evolu¬cionar y trascender esta vida física. ¿No se da cuenta el humano de que él mismo crea su propia muerte cuando vive según piensa, y no según siente? Si toda la humanidad sintiera realmente la existencia de lo superior, el mundo se desplegaría en otro nivel de fre¬cuencia y se manifestaría una Tierra de perfecta armo¬nía y belleza.
Pero la actual humanidad ni siquiera siente la propia existencia, ni siquiera se atreve a sentirla y a no aco¬bardarse al toparse del todo con la verdad de ella; la humanidad de nuestros reinos de hoy ni siquiera siente que desee continuar perpetuándose, está escép¬tica debido al mal uso que hacen de su poder de vibrar con lo que piensa, siente y hace. Como vibra mal inte¬rior y exteriormente —a causa del hechizo de maya— lanza malas ondas al espacio etérico y atrae hacia sí ca¬lamidades y desastres. Y es que maya, mi buen rey, no le deja si¬quiera atreverse a pensar por sí mismo para comenzar a ser dueño de lo que dice y expresa con sus movimientos y ges¬tos. Si así lo hiciera el hombre, si supiera lo que dice y expresara lo que siente, no pasa¬rían las cosas que actualmente, para desgracia de todos, pasan en nuestros reinos.
Pero, ¿cómo puede pretender entrar en un reino donde debe de reinar la más bella y perfecta armonía, un hombre que no participe de la calma interior? Es ése un acto inútil. Pues eso le sucede al hombre. De la misma manera, ¿Cómo podría pretender un día ayuda exterior si no se sabe ayudar interiormente a sí mismo? El hombre debe y puede evolucionar hacia un nuevo estadio de humanidad para superar toda caolo¬gía. Debe, puede y tiene que evolucio¬nar por sí mismo. Es la gran ley del mundo, la ley que ordena sobre lo manifestado. El hombre ha de aprender primero a res¬petarse a sí mismo y entre sí antes de intentar desper¬tar la suficiente curiosidad de los mundos físicos supe¬riores que pueda haber por ahí, por esos espacios inte¬restelares, mi rey.. Ha de intentar abrir su mente si quiere poder comunicarse con las mentes más abiertas que pueda haber más allá de este espacio. Porque, si no, decirme vosotros qué interés podría tener para los mundos superiores visitar este triste el mundo infe¬rior. Ninguno.
El hombre ha de levantarse, dejar de ser un eterno án¬gel caído, recuperar su más noble y puro orgullo, su fuerza de raza, sus valores incuestionables, la libertad, la justicia y la Igualdad, y recomenzar de nuevo la vida en La Tierra. No es posible, no, que el actual estado ca¬ológico se mantenga sin estallar, y es más que seguro que un día traerá la miseria a los humanos. El cosmos necesita que cese el caos de La Tierra. Que La Naturaleza prevalezca en el mundo creando armonía constante alrededor. los humanos sean más y más desde sus pensamientos hasta sus actos. para así irra¬diar una energía vital por sus poros, proveniente del desperta¬miento del gran morador de su corazón, hoy dormido, que es su sabio interior como tú, mi rey, ya sabes.

El mundo se transformaría si cada ser humano, mi rey, cambiara en sí mismo aquello que hace que se re¬fleje una injusticia desde él hacia el mundo. Cada ser humano habría de sen¬tirse vivo, despierto, queriendo saber, conocer los secre¬tos de la vida y de la muerte, anhelar en todo y en sí la presencia de lo superior, sen¬tir bien, pensar bien, para entonces, aunque sea poco a poco pero de más en más, alcanzar lo más superior a él. A cada hombre le bastaría relajar el cuerpo y medi¬tar, cerrar los ojos y orar (pero esta vez de un modo más sincero de lo que se ha venido haciendo hasta ahora en los reinos) para comenzar a percibir a su gran sabio interior en su corazón Para iniciar este proceso es necesario que cada persona se vaya mejorando a sí misma en la me¬dida en la que pueda. Y hasta que esto llegue, todos estos habrán sido señalados: El gran aspi¬rante, el verdadero iniciado, el maestro que se unge a sí mismo como gran luchador del espacio o como per¬fecto imitador de Khris en La Tierra, el alquimista, el buen devoto de Alí, el noble místico, el duro asceta, el sin par búdico, el perfecto con¬vertido en efigie egipciá¬tica, el lama que ocupa una caverna en lo más alto del gran Himalaya dorado donde se halla la ciudad de las ciudades —la que se registra en los cuentos y en las le¬yendas— el guerrero cósmico, el luchador de las estre¬llas, el maestro de maestros, el sacerdote o la sacerdo¬tisa, el loco que se abisma hacia el naipe veintiuno del Tarot desvelado, el que sabe y aplica, el que dice yo soy y lo siente, el que exclama con ternura de una vez por todas "¡Dios mío...!", el que canta "Alalalahha...lallallajajla" con fe y mirando a la ciudad sagrada de la cuadrangular piedra negra, el que puede modificar la materia mineral a su antojo y, en vez de hacerlo, rea¬liza su gran obra alquímica en el horno de su propio cuerpo material —en el interior incluso de su propia columna con el fin de querer vibrar inte¬riormente de otro modo para emitir otra vibración fuera y detener al fin su desordenado entorno— el que se convierte en Buddi vivo, el que aplique la más peli¬grosa de las grandes artes marciales, el Tantra, en la más noble de las secretas artes, el que supo conservar sus sueños aún cuando no encontró nada y se perdió en la vida; y hay o puede haber más señalados, Akamón, tantos como estrellas en el cielo —aunque muy pocos saben hoy en día mirar a las estrellas de nuestro firmamento—: El que sabe amar y se convierte en gran amante de lo superior en La Tierra, el que no huye de la vida sino que la siente hasta lo más hondo de sí, la valora y la cuida, el que ve La Naturaleza y re¬conoce que forma parte de ella y que ella forma parte de él y que, al respirar, introduce en su cuerpo los duendes del aire, el silencio del viento...El que ve La Naturaleza y la comprende viva, per¬manente y viva, rigiéndolo todo en este mundo desde su estadio de evolución muy superior al del hombre... Porque no hay nada más bello en La Tierra, Akamón, Anaíria, sa¬bios, que La Naturaleza, la hierba mojada por la fina lluvia, el lago plácido lleno de sombras y de flores flo¬tando con armonía en el agua, lo más alto de una montaña muy alta y el mar cuando descansa sobre una cala y hay silencio alrededor... Pero todo esto se está olvidando, mi señor... ¿Por qué? Pues porque el hom¬bre gira en un círculo vicioso permanente e inalterable hasta que él no se dé cuenta de su propio error y des¬tierra de su vida a Maya, la diosa que lo domina. Por eso lo superior señala a tan pocos en cada generación. Como Maya domina a la gran mayoría, ¿a quién va a señalar lo más alto? Según y cómo, podría hasta llegar a verse él mismo, lo superior, enredado a causa de la perfidia de esa zíngara que vive de noche y duerme de día.
Para huir de maya, para vencerla y derrotarla sin vio¬lencia, con armonía de gran guerrero, es importante saber leer correctamente los signos y los símbolos que La gran madre naturaleza nos regala como manan¬tial de sabiduría permanente. Esa Naturaleza de la que nace todo lo que está sobre la faz del planeta. ¿Qué son las piedras preciosas sino tierra sublimada, roca lu¬chando por ser transparente, ser vivo con su forma de vida que va encontrándose a sí mismo a través de si¬glos y más siglos...y que, al hacerlo, se vuelve esme¬ralda transparente o brillante rubí?.
Porque será bueno que sepas antes de concluir, Akamón, como base para tus futuros estudios sobre los símbolos y los signos naturales, que todo surge de la gran luz blanca, la cual se divide en siete colores pre¬ciosos cuando se refleja en nuestro mundo. Esa luz más blanca que el oro blanco de tu reino lo ilumina todo, o lo oscurece todo cuando se va, y viene a simbo¬lizar que, lo que nos viene de arriba, es más puro que lo que está aquí abajo. Y que todo eso está en perma¬nente evolución desde cero hasta el infinito, del mismo modo que la luz se expande sin cesar cuando abandona su fuente original.
Desde el pequeño molusco de nuestras costas reales, el cual crea una bella perla cuando se alcanza a sí mismo, hasta el gran ave real que finalmente planea en re¬dondo despidiéndose del mundo antes de morir sola en su cueva de lo más alta cumbre; desde el caballo que galopa pareciendo que se une mansamente al viento que traspasa, hasta la lluvia que llega, que limpia la vida y la cambia, todo, absolutamente, habla al hom¬bre. Todo, mi rey. No lo olvides. Y todo, a su vez, evo¬luciona y busca su forma defi¬nitiva. Y cada impresión que queda, cada experiencia que se vive o se repite, cada paso que se da en esta vida, cada movimiento de ala, cada trote hacia la carrera perfecta de aquel caballo que galopaba sobre el aire, cada despertamiento del co¬razón que sea chispa que encienda la vida del gran sa¬bio interior, cada cosa de éstas o parecidas a éstas, con¬ducirán hacia la gran evolución final, sí. Hacia el todo cuando vuelva al gran todo, que será cuando lo último llegue a lo primero, cuando los hechos de los hombres en La Tierra sean perfectamente consu¬mados y quede atrás su actual y, como veis, muy insuficiente percep¬ción de su realidad mayásica. Y si un día el hombre llegara a crecer en conjunto, la gran fuerza de La Naturaleza viviría junto a la humanidad como si fuera su hermana pequeña, una que siempre lo sabría todo pero que nos querría aunque no supiéramos tanto como ella.
Y si la humanidad se uniera a La Naturaleza, sería porque habría comprendido su verdadera esencia. Se cumpliría de esta manera la cíclica venida del gran es¬píritu cósmico a La Tierra, el espíritu que infunde nuevas ideas y que proporciona más sabiduría a La Tierra, más palabras de amor, las cuales nos recorda¬rían que, en realidad, el hombre podría ser uno de los más hermosos sueños de lo más alto, si él llegara a querer serlo. Porque lo que ha querido hasta el mo¬mento, para ser llanos, es sentirse más superior in¬cluso que lo superior. El hombre, perdido de sí mismo, ha querido erigirse en déspota amo de La Naturaleza, ha querido dominar y doblegar a lo que vivía en paz con la vida, ha querido imaginar el cosmos a su ma¬nera, construir grandes poblados que hablan por sí so¬los de su mente cerrada y sin ho¬rizontes, y, aún no contento con esto, está ahora queriendo pensar que él y sólo él es el centro del universo. Ya veis, ¿verdad que resulta grotesco, verdad Akamón, verdad sabios, Anaíria? ¿Verdad? Y, esto, este soberbio y vanidoso, sin tratar de pensar, nunca, nunca, que La Naturaleza pudiera ser superior a él mismo; sin pensar que hay animales en La Tierra que incluso parecen mucho más evolucionados que él —como el caballo que a ve¬ces te mira y parece que te ahonda, o el delfín que juega con el niño y le hace reír en las orillas de los ma¬res de Africánia— Sin pensar, tampoco, que hay plan¬tas maravi¬llosas cuya evolución roza la perfección de tan bellas,

Y los más sibaritas, los amantes del placer sensual a mansalva, los que gustan de comer carne y de desear tocar la carne de los demás hombres y mujeres, me di¬rán: "¡Qué aburrido ése mundo tan perfecto que pre¬conizas, sabio...!" Y se irán a sus placeres mundanos y terrestres como quien no quiere la cosa, que así son és¬tos, increíblemente, de quienes siempre parece que la llegada cierta de la muerte no les preocupe en abso¬luto. ¿Qué les diría a éstos grandes amantes del placer físico y terreno, y que no están dispuestos a esforzarse por nada ni por nadie, ni siquiera por lo superior, que les parece demasiado lejano y complicado con sus je¬roglíficos y sus creaciones? Pues les diría, clara y ro¬tundamente, que el mundo perfecto ni es imposible, como pretenden aquellos a quienes no les interesa que exista, ni es aburrido, como pretenden ellos. No, ni es lo uno ni es lo otro. Lo que sí es ese mundo es dife¬rente. El entretenimiento sensual, en el mismo, se ba¬saría en las grandes y nobles artes, en la gran fuerza creadora, en el amor en¬tre los que lucharían con rigor para encontrarse a sí mismos en La Tierra después de haber sido separados de sí mismos en los cielos para, así, dramatizar su amor en La Tierra.

Y caiga por su propio peso, Akamón y Anaíria, que las personas que al enamorarse reciben la sorpresa y la buena nueva de que lo suyo es un gran encuentro en¬tre dos partes separadas del mismo andrógeno, entran en un sendero mágico. Pero sabed, Anaíria, Akamón, que recorrer el camino "a dos" no es en absoluto fácil. Si ambos no avanzan al mismo tiempo, uno de los dos tendrá que marcharse. En cambio, si hay verdadera fu¬sión entre lo masculino y lo femenino, se crea una gran belleza alre¬dedor, se crea una gran fuerza vital en cada unión. Y se engendrará así un hijo que será desde su nacimiento gran hijo del sentimiento superior y no hijo puramente de los sentimientos habituales del hombre. Los hijos de lo superior se distinguen de los hijos del hombre porque los primeros son concebidos por amor a la creación de una nueva vida en La Tierra y, los segundos, por deseo carnal y por bajos impulsos instintivos y primarios, que no llegan a crear una vi¬bración que sea clara llamada a lo superior cósmico en el mundo de las ideas por nacer.
Y los hijos del gran amor entre una mujer y un hom¬bre, Akamón, Anaíria, han de ser más libres, nobles, profundos y sinceros que los hijos del hombre y la mu¬jer que, por odiarse realmente a sí mismos, no desea¬ran tener esos hijos al concebirlos.
Por eso el amor de verdad ha de ser un sentimiento que nazca del fondo del hombre y de un modo natural, para poder ofrecer ese gran amor a la mujer con la que se está y en la que se querrá diluir como si ella fuera su diosa.

La sinceridad, por tanto, ha de convertirse en un acto diario, tanto ante uno mismo, eso para empezar, como antes los demás. Y la serenidad inte¬rior, Akamón, sa¬bios, Anaíria, ha de ser el fundamento de la cada vez mayor armonía exte¬rior en gestos, en palabras y en ac¬tos,, por parte del hombre que quiere pasar de inferior a superior.
Y la meditación hacia lo superior, la oración serena hacia lo más alto que nos ama porque nos crea, será un acto cotidiano en el gran hombre, que sabrá que, al meditar correctamente, se eleva.

Y Akamón, Akamón, mi joven rey, ¿no lo has in¬tuido ya? ¿No has intuido ya las grandes verdades eternas a partir de lo que hemos estado hablando hasta aquí? ¿No? Porque es que más allá, mucho más allá de todo cuanto hemos tratado durante estos tres días y tres no¬ches en tu gran palacio, existe una gran verdad, la más difícil de descifrar y, al mismo tiempo, la más exacta de entre las exactas. Y tú debes conocerla ya, sí, con tal de bien vivir y de mejor reinar en La Tierra, tal como de¬seas.
Y ahora puedo decírtela, sólo ahora que conoces por encima las leyes básicas de la existencia en este mundo de la materia. Ahora y aquí, monarca recién coronado, ni ayer, ni mañana ni en otra parte, sino ahora, ahora y aquí, en la sede principal de tu palacio y en el cora¬zón de tu reino. Ahora que sabes quién eres tú en rea¬lidad como ser humano en el mundo, ahora que te conoces como gran aspirante debido a tus continuas re¬flexiones internas, y, aquí, donde tú te has nombrado a ti mismo buscador de la gran verdad de la vida en La Tierra.
Ahora, Ahora, gran guerrero cósmico, luchador de las estrellas, hijo de lo superior que aspira a regresar a lo más alto por encima del mundo de la ilusión, ahora y aquí, gran aspirante a la perfecta iniciación, gran hom¬bre superior ya sin deseos en el mundo de los deseos, gran sabio estallado desde tu corazón, ahora y aquí yo, tu humilde maestro, te desvelo lo último que debes saber, antes de que todos abandonemos esta gran reu¬nión y regresamos cada cual a lo nuestro, a aplicar en la vida diaria, mejor que nada, lo que sabemos. ¿Qué es lo último que debes saber? ¿Qué, teniendo en cuenta que nadie puede, Akamón, nadie, absoluta¬mente nadie, desvelarte nada que no tengas ya en tu interior?
Esto, mi rey, esto es lo que te desvelo ya en mi adiós a ti. Lo que te diré en mis últimas palabras antes de ca¬llar e irme a donde ya debo ir. Pero no sin antes darte las gracias por haberme escuchado con tanto respeto, por haberme hecho sentir bien, aquí, ante ti, desde tu gesto y tu actitud. No sin antes deciros adiós a todos, en especial a mi hija, Anaíria, a la que quiero decir que siempre he amado y a la que siempre amaré más que a mí mismo esté donde esté. Y adiós a ti, mi rey. Adiós. Ha sido darte lo poco, lo apenas nada, que sé de lo su¬perior, ya ves. Ha sido un honor estar ante ti y apren¬der cosas nuevas de mí a través de tu modo de sentir. Adiós, adiós a todos. Y sábe, Akamón, sábe...

Y el gran sabio alzó mucho el tono grave de su voz, que vibró profundamente como si proviniera del na¬cimiento de sus cuerdas vocales, para decir a continua¬ción:

¡Sábelo ya, rey, sábelo! No es lo superior, no, quien crea al hombre en este mundo, sino que es el más grande de los hombres quien, desde un lejano lugar situado más allá de las estrellas, crea lo superior —por propia voluntad y a su imagen y semejanza— aquí, en La Tierra.

Mi Akamón: ¿No te parece fascinante?

FIN de EL GRAN DISCURSO AL REY

Tras decir aquellas últimas palabras, la voz cesó. El gran sabio que se había levantado ante el rey, se desplomó desmayado sobre su alfombra de color verde claro cruzado por hilos de oro blanco.
Akamón, Anaíria y los sabios presentes se tensaron. El gran sabio de entre los sabios se ha¬bía ido del mundo para siempre Lo presentían con claridad. Ya no estaba en la gran sala real ni de manera invisible. Había emi¬grado hacia los territorios supe¬riores al mundo humano.
El gran sabio de entre los sa¬bios —ahora sí— había muerto.
El rey decretó siete días de luto. Durante siete años, los grandes sabios se dedicaron a distribuir por todos los reinos los papiros con sus notas sobre el gran discurso al rey, y que el gran maestro del rey les había dado transcritos por la dulce mano de su hija, Anaíria.
Y aquellas palabras escritas dieron origen poco a poco a un mundo nuevo. Un mundo justo donde siempre se veneró a Akamón I, el gran rey que quedaría considerado en la historia del mundo como aquél que desveló finalmente lo oculto a su pueblo y lo hizo así libre de sus ataduras en el imperio de la materia.

Y, desde el tiempo aquél del justo reinado de Akamón, las mujeres y los hom¬bres fueron para siempre in¬mensamente felices sobre la faz de la Tierra.



OM




(Anexo al Gran Discurso)
Las notas del gran dis¬curso del sabio al rey
—Fielmente transcritas por Anaíria—

Akamón: He aquí lo que nunca habrás de olvidar si quieres ser un buen hombre y un rey sabio en tu reino. Hélo aquí, gran aspirante. Te lo doy por escrito y con la esperanza de que comprendas y se cum¬pla en ti, finalmente, el gran encuentro con tu sabio interior. Yo es¬pero todo de ti, gran discípulo. No falles, no, porque, si fallas, será como si yo hubiera fallado al pensar que eras tú, y no otro, aquél a quién yo debía enseñar lo poco que he sabido en mi paso por este mundo de la gran ilusión a causa de los sentidos humanos.

Espero de ti lo mejor. Ya lo sabes. Y, si cumples, volveremos a encontranos, no lo dudes, en lo más alto de los más alto, cuando Los Tiempos se cumplan. Y, entonces, volveré a sorprenderte, sí. Volveré a hacerlo, Akamón. Y, de esa forma, volveré a amarte por tu noble corazón.

Sábe, oh, rey, que perma¬necer en el mundo invisible o preferir que¬darse en la materia: un problema de can¬tidad de temor, simple¬mente. Muy pocos seres huma¬nos sopor¬tan hallarse ante lo invisible cuando se mani¬fiesta en la realidad física. Sus temores son superio¬res a su espe¬ranza. Por eso lo invisible sólo se manifiesta en el es¬pí¬ritu que se le abre; y, se le manifiesta, con la misma intensidad que la per¬sona pueda llegar a soportar sin sufrir. Pero una mente ce¬rrada no alcanzará ni la más leve percepción de lo tras¬cen¬dente. Cada bloqueo mental es una manifestación de un problema inte¬rior y no se abrirá la mente hasta que ese blo¬queo cese. Un caso sen¬cillo basta para explicar de qué manera cada cual puede desblo¬quear su propia mente, a fin de disponer su cuerpo para la recepción mental de realida¬des superiores: Un antiguo guerrero que no soporte ver las pier¬nas de sus mujeres sin sentir escalofríos y deseo carnal inmediato, sufre de un fuerte bloqueo mental que no curará hasta que pueda ver esas mismas piernas, pero admirando la gran belleza que se pueda derramarse de ellas y admirando la existencia de esas mu¬chachas que, en todos los reinos, se dispo¬ngan a aprender a vivir y a amar. Tendría que verlas, si tuviera su sabio interior despierto, como un her¬mano mayor y, quizá, como si fueran lindas gacelas...

De esta forma, cada cual debe reco¬nocer sus propios bloqueos men¬tales a medida que se le va¬yan manifestando a lo largo de su cada día; reconocerlos con la misma humildad con la que el humo se deja desvane¬cer en el infinito del aire; y, una vez reconocidos, se les bus¬cará la mejor solución —cada cual con¬sigo mismo— de tal modo que uno mejore como persona a partir de las situaciones que se le sobre¬vengan y, así, se muestre más y más tole¬rante, sincero, sen¬cillo, abierto a los sentimien¬tos puros y reales, cerrado a la hipocresía y al afán de aparen¬tar y te¬ner, justo y correcto tanto con lo de afuera como con lo de aden¬tro... Y, mos¬trándose así, actuando así, el hom¬bre abrirá su mente, sus canales secretos, los que recorren la columna, los vasos linfá¬ti¬cos y los huesos por su interior.

Es así, Akamón, como se ha de ser y se será transformado por la ac¬ción del propio esfuerzo y con la ayuda de lo superior al hombre. Y es ésta la única transformación que libera y ha de liberar al hom¬bre, por más que sigan contabili¬zándose los siglos y los siglos. La li¬be¬ración física precederá a la paulatina y constante li¬bera¬ción mental, de tal modo que el cuerpo recordará y retornará a sus for¬ma más bella, a su forma origina¬l; de tal modo que la belleza divina se irá instalando en el rostro del gran guerrero que ha llegado sin vio¬lencia y con las puertas del corazón abiertas de par en par hasta el reino de los cielos.
Pero, antes que nada, se hace necesario hacer al¬gunas conside¬racio¬nes en torno al tema del temor humano a lo sobrenatural como razón máxima de su actual no creencia en nada superior a él mismo, en lo más alto, en lo que está arriba, en lo que es eterno y crea la creación. Ese temor desaparece si se calma la mente, de la que debes saber, Akamón, que gira sin cesar ofreciendo un mundo falso al hombre. Quien así calma su mente, alejándose de lo que ha creído eran sus propios pen¬samientos, se libera del te¬mor porque aprende quién es él realmente y se reconoce como inmortal en esen¬cia. Y se libera también del temor porque aprende, en la medida que sepa aprender, que el ser humano no es más que un elemento más de la gran creación cósmica, una contemplación en de¬finitiva del gran sabio superior, un gran juego de lo más alto consigo mismo, juego in¬genuo y perfecto al mismo tiempo.
Y es al jugar lo superior con¬sigo mismo, cuando se convierte también en hombre y crea la realidad del hombre, que mira el mundo viendo todo el tiempo aquello que quiere crear, que modela con las manos el mundo que quiere tocar, que oye con los oídos los sonidos que quiere oír, que con el gusto prueba los sabores que quiere probar y que, con la nariz, huele los olores que desea experimen¬tar en cada instante. Y mien¬tras tanto, Akamón, sabios, Anaíria, el hombre todo lo ayuda a crear también a su alrededor con la ayuda de sus sentidos y de esta manera.
Y así es como crea el hombre su mundo a su imagen y semejanza. Y, además, respi¬rando y haciendo pasar el aire de determinada ma¬nera por las cuerdas vocales, para así crear el mundo a par¬tir de las vibraciones que continuamente lanza el hombre (de la misma forma que hacen, en la actua¬lidad, nuestros encargados de obras en las grandes pirámides, los cuales lanzan continuas voces discordantes e inarmoniosas al son de sus látigos y ya ves tú lo que en torno a sí crean sin piedad).

El hombre crea por dos veces, me¬diante la voz que expresa y me¬diante el pensamiento que envía, el mundo que lo rodea.
A base de interacciones constan¬tes, cada hombre se relaciona con los demás hombres y con su entorno; siendo así, que ningún ser hu¬mano está rodeado más que de sí mismo todo el tiempo, sin duda al¬guna, a ve¬ces de un modo perfecto, otras veces en fase de en¬cuentro con sus propios deseos, en fase de cumplimiento del efecto de una o más cau¬sas, justamente en su plazo y ni antes ni después de justa¬mente su plazo. Y esas interacciones de pensa¬mientos que crean suce¬sos son los que hacen creer que existe la vida tal y como la vemos.
Si el pensamiento se modifica real¬mente, desde el yo que se es, la realidad se modifica de manera instantánea, aunque con la veloci¬dad debida y requerida se¬gún el grado del guerrero que lo consiga. Ese luchador o ese caminante que transgreda noblemente la gran ley de la vida lo logra, ése, ese gran guerrero, ese que haya sido ca¬paz in¬cluso de dejarse cla¬var en una roca como representación simbólica de su abandono de la materia física. Abandono de sí mismo, por otra parte, al que sólo es capaz de llegar un hombre capaz de demos¬trar su amor por la Verdad y, así, elevar la humanidad y de¬jar como claro a los se¬res hu¬manos, a los hom¬bres de buen corazón o nobles senti¬mientos, uno de los caminos hacia la perfecta iniciación. A uno así, lo superior, lo más alto, Akamón, se le aparece como un padre verdadero y lo acoge como gran hijo en su seno, ofreciéndole una fe¬licidad inconmensurable que no habrá de cesar en su interior nunca más.

Y es así como lo superior pone al hijo del hombre, al hombre crecido interiormente y así dos veces nacido, a su derecha, según se promete correctamente en los textos sagrados de occidente.
Porque hijo de lo más alto y no hijo de los hombres es aquél que llega sin mirar atrás hasta lo superior y lo alcanza a comprender y aplicar aquí y ahora, sin esperar más. Y los requisitos para ser hi¬jo de lo más alto pasan por sa¬ber sen¬tir amor; por algo tan simple como saber amar y saber recibir amor. Porque te digo, oh, rey, que en la misma medida que se sepa amar, se recibirá amor después de mo¬rir.
He ahí, mi buen Akamón, porqué sólo y tan sólo han de sentir temor hacia lo superior los que no han amado ni han sentido que los ama¬sen en el transcurso de su vida física, y se dis¬pongan a enfrentarse al gran final, a la muerte tan te¬mida por los actuales hombres, tan ocultada, tan tergiversada por los que hablan como sacerdotes de lo superior, y que, en defini¬tiva, no sue¬len hablar más que en nombre de su propio te¬mor.
Porque es bien cierto que, quien nunca ha sentido amor, mi rey, es improbable que pueda llegar a vi¬brar con la intensidad necesa¬ria como para llenarse de sen¬ti¬miento y animarse a ser quien es, quien está dispuesto que sea desde los tiempos inmemoriales. Y, al no po¬der vibrar en esa necesaria intensidad, flotará sin cesar en el mundo de sus propios deseos y regresará fi¬nalmente a lo humano para en¬carnarse por su propio deseo de vol¬ver a la vida. Se fundirá a una columna ver¬tebral a partir de la fecundación entre una mujer y un hombre. Olvidará su limbo al nacer en la vida física y volverá a nacer en otra vida física, pero desde la misma esencia vital: El ob¬jetivo es sentir amor, pero él no lo recuerda.
Porque, Akamón, Akamón: Nunca olvides, nunca, nunca, que quien lo recordare, quien llegare a re¬cor¬darlo, as¬pirará de inmediato a salir de la oscura caverna y ver por fin la luz en vez de las figuras que eran sólo sombras de la rea¬li¬dad. Y todo esto, con el fin de ser probado (no más que por sí mismo) en amor; con lo cual, si pasa la prueba, sí será un dos veces nacido, un ser encendido en su corazón y entre hermanos superiores que estarán a su lado. Un ser espiritual, en efecto, desti¬nado a enseñar cómo y de qué manera pueden los seres huma¬nos iniciarse libremente a sí mismos, con la única ayuda de su gran sabio interior, si es posible, y con la finalidad de trans¬for¬mar el mundo cuanto antes y convertirlo en un lugar donde reine, como en los cuentos magistrales, la armonía y la paz necesarias para que el hombre avance inte¬riormente del todo y sin tra¬bas, y, así, halle en sí la verdadera vida, la que tiene que des¬cubrir por sí mismo, aun¬que sea con ayuda en el camino de¬bido a su actual estado de in¬fanti¬lidad. Estado infantil el de la actual humanidad propiciado por el mismo ser humano y por nadie ni nada más que el mismo ser hu¬mano, el cual pone continuas dificul¬tades a su propio creci¬miento como ser individual y, posterior¬mente, como colectividad planeta¬ria y universal.

Los humanos hemos de si¬tuarnos bajo el pa¬bellón de una solo mundo sin reinos, sin fronteras, sin lenguas diferentes, sin opresión, sin in¬jus¬ticias, sin armamentos, sin terror, sin nada más que no sea el cora¬zón despierto y la mente dis¬puesta a recibir lo sobrenatural. Y sólo de esta forma la humanidad de los siete grandes reinos, mi rey, ha¬llará la salida de este gran laberinto de la ilusión. Por eso el ver¬dadero iniciado ayuda con su actitud mental y física a que esta ar¬monía y paz lleguen, por lo menos en su entorno diario. Y ha de re¬co¬nocer sin cesar —lo apren¬derá por de¬ducción con la expe¬riencia en sí de la fuerza— que la gran paz superior es infinita, que regenera, que ofrece sentido intocable y maravilloso a la existencia y que libera de trabas mentales y físicas, do¬tando al in¬dividuo de sere¬nidad, de conocimiento universal y de pode¬res pactados en su momento. Poderes que serán conse¬cuencia de la aceptación de la gran realidad de lo superior a él mismo por parte del ser humano. Esa aceptación conlleva participar de lo más alto en la medida en que se sepa oír al gran sabio interior. Y sólo en esa medida. No recogerá más frutos quien trate de reco¬lectar más rápido, por tanto, sino quien trate de hacerlo con mayor ar¬monía en sus movimientos hacia las ramas de El Arbol de la Vida.

Lo superior está al lado cuando se le llama, cuando se le busca, cuando es deseado.

La frecuencia de vibraciones multipli¬cada por sí misma y sólo por sí misma hace que desaparezca la ma¬teria, como si la engu¬llera, para volver a ser lo que siem¬pre fue, Energía y sólo Energía en dis¬tintas vibraciones de ritmo y frecuencia. La mate¬ria en vibración que es la ade¬cuada es la que co¬necta del modo adecuado, y no de otro modo, con el mundo superior, convirtién¬dose en ella misma, en la gran energía, que, como saben bien tus investigadores incluso más escépticos, no desaparece sino que tan sólo se trans¬forma; por tanto, la fuerza es eterna. Fuerza eterna que es a su vez, y en realidad, la primera y única manifestación de lo superior en este cosmos como nos permite conocerlo nuestros sentidos físicos. Conocer de lo más supe¬rior como nombre manifestado desde lo más alto en la gran escala cósmica que va de lo ne¬gro a lo blanco, de lo inferior a lo su¬perior, de lo pequeño a lo grande, de lo humano a lo divino, pa¬sando por dife¬ren¬tes estadios, exactamente siete, divididos a su vez en siete y, cada siete, en siete otra vez. Siete, como los colores contenidos en la luz blanca juego que puedan llegar a mani¬festar los colores del gran arco de luz, cuya descomposición en vibraciones es la que crea las imágenes que cada hombre ve en La Tierra.
La gran fuerza es so¬la¬mente igual a la propia gran fuerza, siendo la fuerza ma¬teria en continua transformación. Es por eso por lo que lo superior no está ro¬deado todo el tiempo más que de sí mismo; y, esto, de modo impere¬cedero y de manera tal que ello, eso, nunca se pierde ni se separa de sí por más que ad¬quiera di¬versas formas, tanto ma¬terializadas como no.
Y sabed también, Akamón, sabios, Anaíria, que los di¬versos rostros de superior, que son el mismo en definitiva, se manifiestan de di¬versos modos. Las caras de lo más alto son infinitas, dispares para la frecuencia de recepción de nuestro cerebro humano. Y por eso se manifiestan en tantas y tantas formas como lo ha¬cen sobre la tierra. Y esto, el fenómeno de la existencia del mundo, a partir justamente de la des¬composición de la gran luz que proviene de la gran fuerza en su estado más puro. Descomposición literal en los tres colores bá¬sicos que per¬cibe el ojo humano, el rojo, el azul y el verde, y en los cuatro secundarios, todos los cuales forman jun¬tos las siete luces del arco iris, los siete colores que crean el mundo a partir del paso de un rayo de Luz por un prisma es¬pecial. Y en este mundo de los siete co¬lores el ser humano cumple su destino original —su razón de ser en la tierra— cuando se convierte por propia voluntad en una expre¬sión de lo más alto, de lo superior, en una expresión de las cualida¬des del amor, para de¬jar entonces que se dramatice en él o en ella la bellísima y continua his¬toria de amor entre lo más arriba de lo más arriba y los hombres, el ro¬mance más bello que sea po¬si¬ble concebir e, incluso, llegar a aceptar que pueda existir sobre la faz del pla¬neta. Pero no sucede más que el dueño de lo superior, o la dueña, o ambos, son así. En ocasiones, hasta deben de sorprenderse, sean quienes sean, mi rey, hasta de sí mismos y su propio poder de crear desde el inicio mismo de los tiempos. Porque el hombre crea al hom¬bre todo el tiempo, sin cesar, y es ésta una gran verdad que ojalá nunca olvides durante tu reinado, Akamón I, hijo de gran rey, hijo de conquistador de tierras, por tanto destinado tú a conquistar los corazones de quienes habitan esas tierras.

El ser humano que comienza a atisbar lo superior dentro de sí se sorprende.
Y se sorprende sin variar el ser humano que, por no acep¬tar la reali¬dad material que sabía injusta, alcanza final¬mente la realidad in¬terior, mucho más profunda. Y es que lo más alto de lo más alto llega sin avisar, del mismo modo que llega a nuestra vida un perso¬naje aparen¬temente inesperado pero al que, sin embargo, habíamos lla¬mado desde nuestros sueños. Lo superior llama a la puerta del co¬ra¬zón y lo hace tratando de no asustar a los mortales que mantienen despiertos a su gran sabio interior, los únicos que pueden tratar de responder adecuada¬mente a lo superior cuando llama al hombre re¬alizado o en fase de autorealiza¬ción hacia sí mismo en la vida te¬rrena. Y si la puerta del corazón del hombre le es franqueada sin miedo, con la en¬trega del cuerpo limpio y de la mente lim¬pia, lo so¬brenatu¬ral se expande en el ser y hace del cuerpo, de la materia, su casa, su morada. Y el así iniciado no conocerá la muerte física de la misma manera que los demás humanos. Esa muerte física que, por otra parte, no es más que una ilu¬sión, otra más, de los siete senti¬dos humanos, los cinco físicos y los dos mentales.

Esa muerte física que no significa más que el final de la vida, Pero, ¿de qué vida? De la vida en este mundo y ya está. Y sólo de la vida en este mundo. Nada más. No era necesario armar tal drama ante algo tan bello y natural como la muerte, la gran oportunidad del hombre para rendir cuentas ante sí mismo sobre lo que ha hecho en la tierra o ha dejado de hacer.

La muerte física sim¬boliza la iniciación su¬perior, la que sólo pasan los perfectos iniciados, los que han sido capaces de superar la tota¬lidad de las dificultades del gran camino de sus vi¬das y han in¬tuido primero, y luego com¬prendido, los secre¬tos de lo que es en apa¬riencia la vida y de lo que, a su vez, es en apariencia la muerte.

Porque el mundo físico es una expresión de la divina Mäya, la diosa hechicera, Akamón, que engaña a los hombres en La Tierra..

No te dejes tú engañar por ella, mi Rey, gran aspirante a Perfecto Iniciado, y tú serás el hombre más sabio bajo las estrellas.

—FIN—